Cocaína en el tiramisú: mi vida como camarero en un restaurante de la mafia

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Cocaína en el tiramisú: mi vida como camarero en un restaurante de la mafia

"Aquí aprenderás todo lo que hay que saber sobre apuestas, prostitución, peleas y extorsiones" fue lo más importante que me explicó mi jefe en mi primer día de trabajo.

Este artículo se publicó originalmente en VICE Polonia.

"Aquí aprenderás todo lo que hay que saber sobre apuestas, prostitución, peleas y extorsiones", me explicó mi jefe, Józef, sin apartar la mirada de las frutas de la tragaperras. Una cereza, una cereza, una cereza y una fresa. Con una mano tan ancha y gruesa como la garra de un oso, golpeó un costado de la máquina. Eran las cinco de la madrugada y yo llevaba trabajando desde las seis de la tarde del día anterior. Me había tomado algún que otro descanso de un par de minutos, que aprovechaba para esconderme en el servicio e intentar relajarme un poco. Era mi primer día como camarero en Yangtze y no dejaba de repetirme a mí mismo que también sería el último. Sin embargo, aún estuve trabajando allí varios meses más, principalmente porque las propinas eran cuantiosas y quería ahorrar para poder irme de vacaciones y no tener que volver a ese antro nunca más.

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Józef rondaba los cincuenta, en aquella época. Con sus más de 180 cm de estatura, el tipo tenía la cara y la complexión de un gorila: piernas cortas, una espalda enorme y una tripa compacta y redonda. Sus diminutos ojos oscuros solo transmitían indiferencia y eran una ventana al vacío de su alma. Todo lo que Józef —o Matador, como lo conocen en el submundo polaco— hace está marcado por la indiferencia y el vacío.

2007 fue el año en que me gradué del instituto. Tres meses antes me había dejado mi primera novia, así que durante un tiempo no hacía más que poner enlaces de canciones tristísimas para expresar mi estado en Gadu Gadu, el servicio de chat polaco más popular por aquel entonces. Necesitaba encontrar un trabajo, así que dejé mi patético currículum en el restaurante Yangtze, en la plaza del mercado de Varsovia.

El local, decorado con un par de cañas de bambú, plantas de plástico y cuadros chinos del chino, siempre estaba abarrotado. A pesar de la austera decoración, se veía que en el restaurante se había invertido dinero. Aquel día conocí a Józef. Estaba junto a la barra, con aspecto de hombre de negocios sumamente ocupado recibiendo a los clientes y rellenando pedidos de los proveedores. A simple vista, pasaría por un padre de familia encantador. Obviamente, en ese momento yo no tenía ni idea del berenjenal en el que me estaba metiendo. Estas son algunas de las anécdotas que viví y algunos de los personajes que conocí durante el tiempo que pasé trabajando para un gánster polaco.

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El paquete

Una noche, un matrimonio de mediana edad, muy elegantes los dos, pidió tiramisú de postre. "No lo tenemos en la carta", respondí. De repente, mi jefe apareció de la nada, con las manos juntas y una amabilidad inusitada. "No se preocupen, les traeremos tiramisú del otro restaurante", explicó a los clientes. A continuación, me pidió que fuera a su otro local, La Fortuna*, y les pidiera tiramisú. "Si te das prisa, habrá premio", añadió. Atravesé la concurrida plaza del mercado y entré en La Fortuna, cuya decoración interior recordaba al palacio del Doge de Venecia. Las cincuenta mesas del local estaban preparadas y vacías, a excepción de una de ellas, ocupada por el chef del restaurante, que mataba el rato dando sorbos a un vaso de whisky y leyendo el periódico.

A la Fortuna suelen acudir entre tres y cinco clientes al día, pero el restaurante no se había abierto para atraer a la clientela, sino que era el lugar al que el padre de Matador, un influyente "hombre de negocios" polaco, se reunía con sus socios para impresionarles. De vez en cuando, invitaba a los peces gordos de la mafia de Varsovia a echar unas partidas o a darse un festín de langosta, carne de primera y whisky de la mejor calidad. Una vez habían hecho la digestión, iban al encuentro de las prostitutas que les esperaban en el Yangtze y continuaban la fiesta hasta altas horas de la madrugada.

El chef del La Fortuna ya tenía preparado el tiramisú en un paquetito. Lo llevé a la cocina del Yangtze y le pedí al cocinero que lo preparara para servir —cortándolo en dos y espolvoreándole un poco de cacao en polvo—. El hombre me miró y sonrió, sin hacer siquiera el ademán de abrir el paquete. En ese momento entró Józef, me dio una palmada en el brazo y me pidió que limpiara la mesa en la que había estado la pareja del tiramisú. Cuando llegué a la mesa, vi que me habían dejado una propina de 150 zloty (35 euros).

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Józef me puso una manaza en el hombro y me miró fijamente a los ojos. "Si sigues trabajando así de bien, te saldrán trabajillos secundarios muy interesantes", dijo. Más tarde, el cocinero me explicó que básicamente había hecho de mula para Józef porque el tiramisú que había transportado realmente era droga.

La cámara

Una noche, estaba esperando fuera, en la puerta del restaurante, a que el jefe y sus secuaces pagaran a las prostitutas y se fueran a casa para poder cerrar el local e irme a la cama. Sin embargo, no parecía que mis deseos se fueran a hacer realidad, ya que habían perdido mucho dinero apostando y ahora estaban intentando recuperarlo en las tragaperras para darles su parte a las chicas. Józef sabía que las jóvenes eran profesionales de alto standing y que entre sus clientes figuraban destacadas personalidades de la ciudad, por lo que no podía aplicar su técnica habitual de darles una paliza y mandarlas a tomar por culo.

Yo también esperaba que se llevara el premio de la máquina, porque había perdido tanto que incluso cogió prestado del dinero de mis propinas. Si no me hubiera quedado por ahí, Józef se habría olvidado de todo al día siguiente y yo nunca habría recuperado el dinero. De repente, la tragaperras emitió una alegre melodía y empezó a escupir monedas, de las que Józef me dio un puñado, sin contarlas. Debió de darme unos 200 zloty cuando solo me debía 100.

—¿Cuánto sabes de ordenadores? —me preguntó, de muy buen humor.

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—Lo mismo que cualquiera —respondí.

—Venga, ayúdame, que tú eres listo. Estos imbéciles no tienen idea de nada —dijo señalando a sus ayudantes. Subimos al piso de arriba mientras las prostitutas se preparaban para irse.

La parte de arriba la ocupaban casi por completo un montón de sillones rojos y una mesa sobre la que descansaba un viejo PC. Józef me pidió que le pasara las fotos de su cumpleaños de la cámara al ordenador y que se las enviara por correo a alguien. Mientras, él me observaba emocionado, sentado junto a mí como un niño que está a punto de enseñarle un trofeo a su padre. Cuando hice clic en "Copiar", sus ojos oscuros empezaron a pasar de la pantalla a mi cara, y vuelta a la pantalla.

Había 15 fotos, todas hechas en un salón muy grande. En ellas aparecían un par de mujeres desnudas y dormidas, y por el suelo había botellas vacías, langostas y trozos de lo que parecía un cerdo asado. Todas las fotos eran variaciones del mismo tema. Un grupo de tíos medio desnudos, tríos, detalles de genitales masculinos, la cara sonriente de una mujer con el ojo morado… Una de las fotos me llamó la atención: Józef, desnudo junto a un amigo, los dos sonriendo a cámara, uno sosteniendo una pata de cerdo y el otro un Kalashnikov, mientras dos mujeres les hacen una mamada.

Sin mediar palabra, adjunté las fotos al mensaje y lo envié. "Me hicieron una fiesta por mi cumpleaños", me explicó Józef con una sonrisa.

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Patrycja

Patrycja* tenía 18 años, el pelo castaño a la altura de los hombros, cuerpo de modelo y los dientes ligeramente torcidos. No era una chica extremadamente inteligente, pero era maja. Fue la primera en darse cuenta de que nadie cobraba un sueldo como era debido y en atreverse a manifestar su descontento al jefe. Solía ponerse muy agresiva y le exigía delante de los clientes que le pagara más dinero. Cada vez que se producía esa escena, el jefe se la llevaba al piso de arriba y allí se quedaban durante una media hora. Al cabo del rato, Patrycja volvía relajada y un poco desorientada. Curiosamente, después de esas sesiones privadas de media hora, la chica parecía olvidarse por completo de las injusticias salariales.

Ella era una de las pocas mujeres a las que Józef respetaba y no golpeaba. De vez en cuando, a Józef le daba un arrebato y se portaba bien con la gente, pero el hecho de que sintiera debilidad por ciertas personas no quita que a veces violara a las camareras o le golpeara la cabeza a su novia contra el maletero de un taxi. La mayoría de las chicas, como Patrycja, solían dejar el trabajo al cabo de un mes o dos, o cuando alguno de los amigos o socios del jefe les ponían la mano encima. Después de un tiempo conseguían ser gerentes de algún otro bar de la zona. Son chicas que saben muy bien lo que quieren y lo que deben hacer para conseguirlo.

Karol

Karol* venía de un pueblo pequeño. Un alma de cántaro, aunque buena persona. El chico trabajaba de ayudante de cocina. Una vez, se fue al bar de al lado durante su descanso y volvió tarde a trabajar porque estaban dando un partido de fútbol muy importante. Cuando regresó, el jefe y uno de sus secuaces lo sacaron a rastras de la cocina y le dieron una paliza delante de los clientes, procurando, eso sí, no dejarle marcas en la cara. Yo nunca había visto nada parecido y no tenía ni idea de cómo actuar. Ni yo ni ninguno de los clientes o empleados del restaurante intentamos defender a Karol.

Después de recibir la paliza, el chico pidió disculpas al jefe y volvió al trabajo. "¡Denúncialo, lárgate de aquí, haz algo!", le dije, cuidándome bien de que nadie más me oyera. No quiso hacerlo porque, según dijo, aspiraba a ser alguien en la vida y Józef tenía contactos que le podían ayudar a conseguir sus objetivos. "Él es así, no pasa nada", me dijo. "Además", añadió, "el jefe de la policía viene aquí a tomar café. ¿A quién se supone que tendría que denunciarlo, entonces?".

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Tenía razón: la policía nunca tocaba a Józef, ni tampoco las autoridades de la ciudad, a quienes el jefe debía varios cientos de miles de zloty. Por alguna extraña razón, esa enorme deuda se les había pasado por alto, y para más inri, el jefe aparecía en la prensa local quejándose de que la subida de los precios del alquiler le estaba arruinando.

Los clientes

Al Yangtze acudían numerosos clientes interesantes, como Jarek*, un ladrón que siempre tenía una chaqueta de diseño nueva a precio de ganga para ti. Gipsy King*, el jefe de la mafia romaní, también se dejaba caer de vez en cuando. Era un hombre de estatura y peso imponentes y siempre iba cargado de collares de oro y lucía un chándal y un gorro de vaquero. Solía presentarse con entre cuatro y siete adolescentes de mirada furtiva, todos con el pelo engominado y polos de Lacoste que seguramente habían comprado a Jarek.

También venían algunas estrellas cutres de la música pop y pseudocelebridades que solían aparecer en reality shows horribles. Todos estaban orgullosos de conocer a Józef, aunque para mí no había distinción entre los vómitos que tenía que limpiar del lavabo. Yo solo quería poder irme de vacaciones.

§

Józef nunca me golpeó ni amenazó con matarme. Lo que más me chocaba era cuando se ponía a gritarme y volvía, minutos después, a disculpase. A veces me justificaba su comportamiento, me alababa o no dejaba que sus secuaces se metieran conmigo. Seguramente tenía alguna enfermedad mental grave. Si a eso le añades ingentes cantidades de droga, violencia y anarquía, te puedes hacer una idea del panorama.

Ni el Yangtze ni La Fortuna siguen abiertos, porque Józef está en prisión por meterse en peleas y por intento de violación. Los nombres de los restaurantes que se abrieron en su lugar han cambiado, pero sin duda sigue regentándolos el mismo tipo de gente. A veces los veo por las calles, saludándose, aparcando sus Hummers amarillos en zona prohibida y riéndose de todo el mundo delante de su cara. Probablemente necesiten un ayudante de cocina.

*Se han cambiado los nombres del autor, las personas y los restaurantes mencionados en este artículo.

@ella_desouza

Traducción por Mario Abad.