Entramos en un campamento de las vías del tren de Barcelona

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Entramos en un campamento de las vías del tren de Barcelona

Tras el incendio de la semana pasada, intentamos saber más cosas de este submundo oculto.

Todas las fotos por la autora

Señores pasajeros: búsquense ustedes mismos la vida para llegar a su destino como buenamente puedan. Así es como amanecía el día para muchos trabajadores de la periferia que intentaban llegar en Cercanías a la ciudad de Barcelona el pasado martes 9 de febrero. Las fuentes oficiales aseguraron que el incendio ocasionado en la estación fantasma de Marina tuvo por origen un fuego provocado por unos indigentes que querían aliviar el frío de la noche encendiendo cuatro troncos.

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Para intentar conocer realmente el submundo que hay alrededor de las vías de tren de la ciudad, intenté adentrarme en la "zona cero" del incidente para ver que podía sacar en claro.

Alrededor de las vías, como no podía ser de otra forma, lo primero que encuentro son curiosos y jubilados. "Llevo toda una vida viviendo aquí y tarde o temprano sabía que pasaría alguna desgracia como esta", me dice José, de 75 años. Para él la convivencia es difícil, algo que no me cuesta entender teniendo en cuenta la cantidad de escombros que hay sembrados por todos lados: zapatos, cristales, bricks putrefactos y hasta alguna rata muerta. Y viva también.

Después de una vuelta de reconocimiento para tener claras las posiciones de las cámaras de vídeo vigilancia, me dispongo a entrar. La intención es cruzar las vías hasta donde se encuentra el agujero adyacente al andén, pero se quedó en eso, en una intención. Apenas unos metros más allá de mi punto de partida me detuvo un hombre con un uniforme totalmente fosforito quien se presentó amistosamente con una sierra eléctrica en mano como Pedro Gómez, responsable de mantenimiento de Adif, "antes de Renfe", clarificó. Me invitó amablemente a abandonar mi expedición de forma inmediata, pues había un perito analizando los desperfectos ocasionados por la quema. Ante mi carita de pena me prometió que si traía un chaleco autoreflectante y volvía entre luces del ocaso, él mismo se haría responsable de adentrarme por la cavidad de la estación fantasma.

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"Lo del incendio es culpa de los okupas y los vagabundos. Los pasajeros de Renfe no tiran ruedas de camión por las ventanillas del tren" – añadió el hombre a modo de despedida.

Mientras esperaba a que anocheciese para que Pedro me llevase a ver lo que se escondía dentro, yo seguí buscando. Al final me metí en un descampado contiguo a las vías, donde encontré la morada de Mauro y Luiggi, unos italianos que hablaban seis idiomas pero que habían caído en desgracia y se encontraban viviendo en la calle desde hacía siete años. A menudo, algunos policías con más problemas lingüísticos que ellos les llamaban para hacer de traductores para turistas perdidos y darles algunas indicaciones.

La caseta de Mauro y Luiggi

Uno es boloñés y el otro sardo y en vez de seguir el cliché y montar una pizzería habían orquestado un negocio de lo blanco y habían acabado de la mejor manera posible, fuera del chirlo. Me invitan a sentarme en un asiento secuestrado de coche descuartizado. Cuando saco mi bloc de notas de mi talega me piden papel de aquél que tú, pequeño malgastador, imprimes sin sentido cuando te da por hacer ver que trabajas en la oficina. Se ve que se vende caro. Ahora buscan chatarra por la bahorrina para ganarse cuatro chavos. Tienen competencia, pues los africanos y los rumanos van a por todas y se calientan de vez en cuando. "A los italianos nunca nos pegan. Tienen miedo de quién responderá por nosotros".

Me piden excusas por su higiene. Se duchan cuando pueden y les dejan. Intentan hacerlo más que los de la antigua Roma. Me explican que en verano se enjuagan en las duchas de la playa. Siempre les llaman la atención por usar jabón. Está rotundamente prohibido. "En los puestos sociales para poder asearte nos dicen que si no vamos drogados no podemos entrar. Yo sólo fumo hierba. La que me encuentro en colillas del suelo, la mezclo toda y me coloca más que ninguna." Según dicen, las subvenciones no llegan por igual a los consumidores de caballo que a los impolutos. "Quizás deberíamos drogarnos", dice Luiggi bromeando.

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El sueño del sardo es tener una furgoneta como la que tenía cuando vendía helados en París para cargarla de chatarra. Dice que con su Ferrari (señalando un carro del Carrefour) no tiene suficiente. El de Mauro no lo sabemos porque parece absorto en sus pensamientos. Luiggi habla por él. "Io sono un artista. Soy como Dalí, lleno de imaginación", me asegura mostrándome su catálogo lleno de pinturas con retratos de los Minions. Los firma con el apodo de Luggi del Mondo il Empoberito. Me explica que hace tiempo intentó venderlos por la calle, pero que nadie entendía su arte. No me las deja fotografiar para que nadie se las plagie.

Llegado tal punto de confianza les sonsaco el tema del incendio y les advierto de que deberían ponerse a limpiar si no quieren empezar a tener problemas por tener su habitáculo como una pocilga. Ahora con más razón después del percal del incendio. Me dicen que nada es por su culpa, que un amigo suyo al que su novia le dejó empezó a ahogar sus penas desperdigando todo tipo de objetos insospechados por el solar. "La muñeca hinchable y el calendario de chicas en pelotas lo pusimos para alegrarnos la vista". Les pido entrar desde su hoyo a la estación fantasma, pues tienen conexión directa: "¿Estás loca?", me dice Mauro. "Después del incendio no se puede ni entrar. Aquello es un vertedero. Tiramos lo poco que nos sobra al vacío y las ratas son reinas del paradero". Está en lo cierto, la entrada está impracticable. Justo al lado del foso están sus aposentos. Dentro de su cabaña tienen un colchón a compartir y cuatro harapos para arroparse cuando hace frio. Entre sus cosas hay alguna que otra lata de atún escondida. Para que no se las roben, me explican.

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Ante dicho panorama mi corazón de hielo capitalista se derrite y me sale la vena paternalista. Supongo que para sentirme mejor me ofrezco a traerles una compra para que puedan cenar una semana (el sistema de ayudas sólo ofrece comida, no cena). Se niegan en rotundo a que haga esto por ellos, dicen que ya tienen suficiente con la comida que les dan. Insisten en que la encuentran muy rica y que les dan un primero, un segundo y un postre, además de café.

¿Y cómo puede una persona como yo ayudar en vuestra situación? Y Mauro, el que hasta ahora no había abierto la boca, suspira y dice: "Con el pensamiento". Me explican que se sienten excluidos de una sociedad como la entendemos nosotros. "No quiero un piso donde vivir, ni un trabajo esclavo ni horarios. Quiero poder escoger mi vida, dedicar mi tiempo a lo que me gusta, comer, dormir y nada más. ¿Hay algún sitio en el mundo donde pueda hacer todo esto? Hace 35 años de mi vida que lo estoy buscando".

¿No echáis de menos a vuestra familia? "Me fui de casa cuando tenía 17", me cuenta Luiggi, "Tuve una educación muy mundana. Entonces me fui a Alemania a vivir con mi novia. Me casé y trabajaba montando ventanas con mi suegro. Cuando lo dejé con mi mujer fui a Francia, donde tenía a mi hermana. Es profesora de filosofía. Allí intenté crear mi propia compañía de payasos. Empecé a traficar con todo tipo de drogas y ellas me alejaron de mi familia. Ya hace tiempo que lo he dejado, pero me han apartado de los míos para siempre. Para ellos soy la oveja negra de mi familia. Mauro es como de mi familia. Mauro y también Ciro, el perro. Se escapó hace unos días corriendo detrás de una hembra en celo y los de la perrera lo encontraron. Es un animal muy inteligente. Siempre se acurruca con el que tiene más frío de los dos. Es muy obediente. Es una mezcla de pastor alemán de color marrón miel. Lo hemos estado buscando y no sabemos dónde está. En la perrera no nos lo dejaron sacar porque el animal no tiene chip. "No tenemos dinero para pagarle uno".

Me despido de los italianos con la promesa de encontrar a Ciro y devolver el animal a sus amos. Sin embargo después de llamar a todas las perreras de Barcelona me comentan que no les ha llegado ningún can de esas características.

Con toda la historia de los italianos, el perro y las drogas casi se me olvida mi visita con don Pedro Gómez. ¿O quizás su nombre también era inventado? Saco el chaleco del kit de emergencias del coche y me presento ante la puerta metálica donde por la mañana había los operarios. No había ni una alma y estaba cerrada con tres cerrajas de la medida de un cencerro de vaca.