dos chicas latinas en una discoteca

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Cultură

El futuro de la diversión está en las discotecas latinas

Y también el futuro del país.

Hierve el sábado noche. Y con él, las discotecas latinas del extrarradio, en las afueras de las afueras. Pero en el centro de las ciudades, algunas se hacen poderosas, como Borinquen Latin Club. Acaban de inaugurarla junto a la sede del PSOE y la casita con bosque que tiene la duquesa de Alba en el cogollo de Madrid. La barriada latina conquista el centro con una fuerza centrípeta y sexual. Tal vez aquí esté el légamo de un nuevo país donde bailan los futuros abuelos del que será un día será su presidente. De este triunfo pueden salir ghettos como pústulas o un españolito de otro color, distinto a aquel país de Machado donde, de 100 cabezas, "una piensa y 99 embisten".

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En la puerta, nos recibe Wagner, de Puerto Rico pero con acento de Salamanca, en donde ha estudiado. Americana azul, foulard de dandy, barba de marquetería. Es el jefe. Con un apretón de manos desactiva a los porteros y nos dejan pasar. Abajo, una multitud estalla en bailes, mientras en la barra, los varones esperan, agarrando bien el trago, con una mano en la picha y la otra junto al corazón. Pose de hombres. En la pista, los brazos se entrelazan generosos. .

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Estamos en una verbena donde los robots de luz son los fuegos artificiales y los altavoces, la orquesta entera. “Esta discoteca es como en mi tierra”, dice Luis, un ecuatoriano que lleva 20 años en España. Está sentado en los sillones laterales junto a su novia/mujer/amante, la explosiva Lili, una colombiana que juega con sus piernas, su barriga blanca y tatuada y su escote. Esta pareja mixta es la latinidad misma que parece sobrevolar lo español como hostil y, a la vez, tolera aquí el mezclarse con otro que, en la tierra de uno no sería otra cosa que extranjero. “Me gusta mexicano, colombiano, dominicano. Me vale todo”, Vicky, una dominicana con un cuerpo de escándalo, completa las frases.

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Javier lleva camisa abierta, pecho depilado y chuletillas de gimnasio. Habla sonriendo lo justo, y mientras el flash de la cámara le rebota en la cara parece que va a sonar un disparo a lo lejos o alguien me va a reventar la nariz sin preguntar (una vez me pasó algo parecido en un antro de Guatemala City). Javier se está viniendo arriba, como toda la discoteca, porque suena una de Marc Anthony. “Ya no hay peleas en estos sitios”, dice, aliviado, humanizado. Cierto. Frente al odioso cliché, lo que reina aquí es una felicidad que se pega a la ropa y seguratas educados. ¿Tampoco hay drogas? Javier sonríe goloso, ojea hacia los lados ocultando el nervio o posibles miradas. El canalla que habita en mí cree que le van a ofrecer un pasecito. “Eso depende de cada uno”, dice con sonrisa. Y aprieta fuerte la mano mientras se va.

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Otro ecuatoriano, Mauricio, mira con la mirada torva, ocultando algo, con una violencia extraña y al ralentí. Lleva aquí toda la vida y deja a su lengua hablar con acento hispano o blandir el castellano anguloso de la península según le apetezca. En su cuello, un cadenón plateado y unos hombros henchidos, de astado salvaje, de mihura. Habla lento, como hablan los que tienen autoridad, enfocando sus ojos en un infinito que pasa por encima de mi hombro.

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“Me siento bien aquí, nunca me he sentido rechazado”, dice tras informar que “no le gustan” los bares de españoles. Y lo suelta con una voz fina, creíble, que parece guardar ese sufrimiento contenido del que ha lidiado con esta España racista; esa misma que, desde que vive en los PAUs, se ha olvidado de todas las letrinas que ha limpiado cuando le tocó ser sociedad emigrante. Dos niñas, vaso con pajita, me miran. También tengo sed, pero sigo andando entre los bailes (Marc Anthony ha dado paso al dub sabrosón de Arcángel, que tocó aquí hace unos días desatando la locura) y una mano me saca a bailar. Araceli, dominicana, tiene un escote de órdago y una sonrisa preciosa, nacarada, sobre sus pómulos afilados. Cuenta que los españoles bailamos mal pero que a ella no le importaría enseñarnos "cómo se hace", dice.

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Pasa un hombre que va vestido de malandro caribeño: vaquero ancho, sudadera enorme, gorra de baseball… Se llama William. En su grupo de amigos, que sonríen para nosotros con un orgullo que filtra peligro por alguna esquina, hay colombianos, dominicanos, venezolanos, algún puertorriqueño… Son el vivo ejemplo de que la latinidad se reagrupa en un entorno hostil y adapta las mismas formas aquí o en el Harlem hispano, donde lo latino es entonces frontera universal.

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La salsa, el merengue, la bachata, unen entonces las geografías hispanoamericanas. La música, aún de ritmos diferentes, termina por ser la argamasa que todo lo une. Meritzel, que está "unida a Dios" y mañana irá a misa, también nos dice que de aquí podría irse a casa "unida a un hombre". Se acabaron los himnos, los ejércitos, se acabaron los próceres nacionales, el sustrato indígena o la espada del libertador de turno. Latinoamérica, sus banderas y sus castas políticas se convierten en una mezcla, aquello llamado “latino”, tan abstracto y a la vez turgente aquí como EE UU o Australia.

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El continente espejo es una minoría más en el mosaico confuso de este país de promiscuidad que aún no ha olvidado aquello de la limpieza de sangre y cuyo destino es tan circular, cósmico e imposible como una faena de toros. “Ahora mismo, esto podría ser una discoteca de Puerto Rico o de Cali, de alguna ciudad muy salsera y muy latina”, nos dice alguien, antes de desaparecer detrás de unas caderas. Pero esto es Madrid.

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