MIRA:
¿O se conocieron en el hogar de acogida en el que terminó mi madre tras la terapia de desintoxicación? Esa era otra de las cosas que no sabía con seguridad: cómo se conocieron.No invitaron a la ceremonia a nadie más que a mi hermana, la única de los cinco hermanos que vivía con ellas y que acudió con sus botas militares. Mi padre la había echado de casa por haberse afeitado la cabeza y haberse presentado al baile de promoción con otra chica. Lo que hizo fue tan escandaloso para una pequeña ciudad de Indiana como la nuestra que aún hoy, una década después, me lo recuerdan.“Bueno”, le dije a mi madre, “pues deberíais volver a hacerlo. Renovad los votos. Celebrad vuestro aniversario u organizad una fiesta con familia y amigos”.
Viví gran parte de mi primera infancia sin saber que mi madre era gay, pese a que compartía cama con su “compañera” en su piso de dos habitaciones. Pese a que colgada en su dormitorio había una bandera del arcoíris gigantesca decorada con pines de triángulos rosados. Pese a que ella y su novia se movían por la ciudad con una camioneta de color violeta. Incluso pese a que de vez en cuando nos llevaban a una iglesia aconfesional en la que dos drag queens impresionantes interpretaban Los monólogos de la vagina durante la cena anual de la comunidad.Luego también estaba la foto del salón en la que aparecían las dos a punto de besarse. Recuerdo que la observaba muy a menudo, preguntándome qué significaba. Nadie me lo había explicado de niña, y yo simplemente viví normalizando mi entorno.Ya en secundaria, a veces me asaltaba el pensamiento: mi madre es gay. Y esta es su novia, su compañera. Esta es su mujer, aunque no de verdad, al menos no legalmente. Nunca verbalicé esos pensamientos y tampoco nadie los verbalizó en mi presencia, pero lo sabía.
Mi hermana, la de las botas militares, siempre se ha referido a mi madre y su compañera como a sus “madres”. Al haberme criado con mi padre, para mí era distinto, y en lugar de tener dos madres, sentía que no tenía ninguna. Consideraba a la compañera de mi madre como una especie de tía segunda. Hasta a mi madre la sentía como a una pariente lejana. Eran dos mujeres a las que veíamos de vez en cuando y que nos llevaban a comer tarta de queso, al zoo o a ver un partido de los Cubs.Cuando tenía suerte, otras personas llenaban ese vacío: mi abuela, mis hermanas mayores, la constante procesión de empleadas del hogar que se contrataban y despedían en casa o las bienintencionadas madres de mis amigas.Yo tenía cinco años cuando mi madre se fue. Metió a sus hijos en una furgoneta y cruzó toda la ciudad
No necesito a nadie ni nadie me necesita a mí. Esa fue la lección muda que aprendí de mi madre durante la infancia
El día después de contarme la historia de la propuesta de matrimonio, mi madre me sorprendió con un álbum de fotos.“Es de nuestra ceremonia”.Las fotos eran muy, pero que muy de los 90. Me quedé a cuadros cuando vi que la novia de mi madre había elegido unos leggings de color rosa y un abrigo negro como “vestido de boda”. Estaba radiante, con su melena rubia y brillante suelta hasta la cintura. Mi madre, algo más tradicional, parecía el novio: llevaba unos pantalones de color caqui, una camisa blanca y un fajín de color espuma de mar. La sonrisa en su cara, el brillo de sus ojos… Nunca los había visto antes.
El año pasado fui a un cóctel pijo y vi una pareja que me robó el corazón. Eran una señora mayor muy elegante y su apuesto marido. La energía que había entre ellos era como un tarro lleno de luciérnagas en una noche de verano, como la flor que brota de una grieta en la acera.“¿Cómo puede una seguir enamorada de la misma persona durante tanto tiempo?”, le pregunté, muy seria.Yo acababa de romper con mi novio y estaba convencida de que nunca más volvería a enamorarme. Ya me parecía un milagro que alguien pudiera llegar a quererme, aunque ese alguien fuera una persona horrible.
Las fechas son algo confusas, pero cuando tenía seis o siete años, mi madre pidió la separación de mi padre y hubo una batalla por nuestra custodia. Él nunca me habló del tema, pero supongo que no le sentó nada bien que lo dejaran por otra mujer.Según cuenta la leyenda, mi padre desapareció en un instituto psiquiátrico durante una semana y volvió a casa con un montón de monederos y llaveros que había cosido para nosotras durante sus sesiones de terapia. Al menos eso es lo que me contó una de mis hermanas, que recuerda con total nitidez aquellos monederitos. Yo era tan pequeña que no me queda otra que apropiarme de su recuerdo. Es lo que tienen los hermanos, que unos cosen los parches del pasado para los otros.Cuando pienso en esos monederos, siento vergüenza y una profunda tristeza por mi padre. Por entonces yo pensaba que se había ido de vacaciones a México. ¿Quién me dijo que se había ido de vacaciones?
Otra de las historias que me contaron fue que el abogado de mi padre hizo una jugada estratégica y pidió que se celebrara la audiencia para determinar la custodia en el juzgado de una pequeña ciudad de Indiana en la que había un juez superconservador. El abogado de mi madre le dijo que ni se molestara en presentarse, siendo exalcohólica, exdrogodependiente y homosexual. Sobre el papel, mi padre era la mejor opción: un hombre blanco con formación, un médico. Sin embargo, mi padre en realidad era un tipo violento, ausente y al que sus propios hijos temíamos. Durante años, dejó sus talonarios de recetas en blanco desperdigados por toda la casa. Esos talonarios eran como un mensaje para mi madre, un mensaje que decía: “No eres lo suficientemente fuerte para dejarme”.Mi padre era un tipo violento, ausente y al que sus propios hijos temíamos
¿Cómo habrían sido las cosas si nos hubiera tocado un juez menos homófobo, o un padre menos cruel? ¿En qué me habría convertido yo hoy día? ¿En qué se habría convertido mi madre?En lugar de tomarla con el juez, mi madre se sintió derrotada. Ya pensaba que no merecía a sus hijos y ahora un juez corroboraba ese pensamiento.No sé cómo no empezó a beber de nuevo.Tras el juicio mi madre se sintió derrotada, ya pensaba que no merecía a sus hijos y ahora un juez corroboraba ese pensamiento
Sobre mi madre sé dos cosas que entran en conflicto.Una es que haría lo que fuera para proteger a sus hijos. Cuando yo era muy pequeña, no sé cómo me rompí el brazo. El médico se inclinó para examinarlo y, sin previo aviso, me estiró del brazo muy fuerte para volver a colocarlo. Grité tan fuerte que mi madre le dio un puñetazo.En otra ocasión, mi hermano estaba jugueteando con la comida durante la cena y mi padre se enfadó y le dio tal tortazo que lo tiró de la silla. Mi madre se puso como una loca y, cuando mi padre se levantó para irse, lo agarró por la espalda y le apuntó con un cuchillo.
Las opciones eran simples, pero muy difíciles a la vez: abandonar a sus hijos muriendo de una sobredosis o abandonar a sus hijos para intentar enderezar su vida.
No tengo muchas fotos de mi infancia, pero sí conservo tres álbumes con fotos del mismo día. Todos los niños estábamos en el porche de casa, una casa que ya no era la de mi madre. Por aquel entonces, hacer un álbum suponía una gran inversión y un esfuerzo considerable. Había que comprar el carrete, llevarlo a revelar —que no era nada barato— y luego recoger las fotos y aprovechar las que no salían desenfocadas para ponerlas en el álbum y regalárselo a alguien. No recuerdo cómo, pero el caso es que yo acabé con los tres álbumes marrones, titulados “Álbum de fotos” con una letra medio apagada por el paso del tiempo.
En algún punto, se cambió el régimen de visitas. Empezamos a verla con más frecuencia y vimos que había cambiado. Había empezado su nueva vida como mujer gay y abstemia e intentaba compaginarla con su papel de madre. Una vez me dijo que le gustaría tener una docena de hijos porque quería tratarlos mejor que lo que la trataron a ella de niña su padre alcohólico y su madre, que siempre estaba ausente.Mi madre reflexionaba sobre sus elecciones, sobre si valieron la pena. Las opciones eran simples, pero muy difíciles a la vez: abandonar a sus hijos muriendo de una sobredosis o abandonar a sus hijos para intentar enderezar su vida.
La culpa nos ha dividido toda la vida como un grueso muro, un muro que me aisló y me hizo cuestionarme mi autoestima desde que tenía cinco años
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A los pocos meses de haberse separado de mi padre, mi madre tuvo una recaída en el mismo apartamento en el que se suponía que encontraría la salvación. Dejó de ir al trabajo, en el que se enorgullecía de ser una asesora para personas con adicciones secretamente enganchada a la droga. “De lo más retorcido” son las palabras con las que describió esa actitud en una de sus cartas. Había aprendido a beber y a tomar Antabuse, un fármaco que se supone que provoca un gran malestar si se combina con el alcohol. Una amiga o compañera de trabajo la encontró borracha en casa y la envió a una clínica de desintoxiación.Justamente el día de Acción de Gracias, sin un hogar al que pudiera llamar ni ingresos estables, mi madre tuvo que trasladarse a un hogar de acogida de Chicago, donde la vigilaban a todas horas. Allí se mantuvo sobria y conoció a su novia, su pareja, su actual esposa. De algún modo había pasado de tocar fondo a estar enamorada. Pero para mi pobre madre las cosas nunca eran tan sencillas.
Hace unos años se legalizó el matrimonio homosexual en Indiana, y luego en el resto del país. Aunque mi relación con mi madre nunca salió como esperábamos, cuando me enteré de la noticia por las redes sociales, no pude parar de llorar de emoción. El hashtag era #lovewins (el amor triunfa). Me sentí orgullosa, por ella y por todo el mundo.Pensé en mi mejor amigo, que me confesó su homosexualidad aquella noche, en el baile de graduación, en lo mal que lo pasó en el instituto y en la universidad por su orientación sexual; en cómo lo acosaban por la calle y en clase y lo trataban como si no fuera una persona; en cuando tuvo una sobredosis, varios años después; en que su padre se suicidó al cabo de diez años porque no soportaba el agravio. Ojalá mi amigo siguiera vivo para ver lo lejos que hemos llegado.
Una mujer de mi ciudad, llamada Niki Quasney, y su pareja, Amy Sandler, son, en gran medida, las responsables de que se legalizara el matrimonio homosexual en Indiana. A Niki le diagnosticaron cáncer de ovarios y, antes de morir, quiso asegurarse de que su pareja, con la que se había casado en Massachusetts, constara como su cónyuge en su certificado de defunción. Quería que su mujer e hijos fueran reconocidos como su familia y recibieran los mismos beneficios que cualquier otra familia.Luchó con uñas y dientes, inasequible al desaliento, para obligar al estado de Indiana a reconocer su matrimonio. El gobernador de aquel entonces, Mike Pence, luchaba a su vez por todos los medios para que eso no ocurriera. No fue hasta que su estado de salud empeoró seriamente que un juez finalmente le concedió una solicitud de urgencia para que se reconociera jurídicamente su estado civil. Niki falleció menos de un año después y fue recordada como una heroína por todos nosotros. El mismo estado que una vez decretó que mi madre era un peligro para sus hijos por ser gay reconoce hoy el matrimonio entre personas del mismo sexo.Después de todo lo que habíamos superado, salimos airosos y perdonamos. Y aunque la lucha fue dura y muy larga, mi madre tomó la decisión acertada.
Poco después, se casaron mi madre y su pareja. Al final no les preparé ninguna fiesta. Mi hermana, la de las botas militares, que se había convertido en una preciosa mujer con un gran corazón, no pudo hacer de testigo. De hecho, nunca nos dijeron nada de la boda. Yo me enteré por un mensaje de texto.Esa es la forma que tiene mi madre de transmitir noticias, buenas o malas. Muertes, cumpleaños, operaciones de corazón, la abuela hospitalizada, el perro que se está muriendo… Todo lo comunica mediante mensajes de texto.En este caso, el mensaje era una foto de su certificado de matrimonio. Luego supe que las dos no daban crédito cuando el señor que emitió el certificado se disculpó diciendo que era una vergüenza que hubieran tenido que esperar tanto. Para ellas el listón había estado siempre tan bajo que no estaban acostumbradas a las disculpas, la amabilidad, la aceptación.Esta vez no se vistieron para la ocasión. No hubo fotos de las dos juntas, ni pastel ni ceremonia. El mensaje no decía nada más, pero me la imagino sacudiendo el brazo, como queriendo restar hierro al asunto. No significa mucho. Un trozo de papel y dos anillos.El nombre de mi madre se escribió en el sitio donde la palabra “novio” había sido borrada, como si de esta forma se eliminaran injusticias pasadas. Por fin la ley le reconocía su unión a la mujer a la que siempre había amado y su condición de madre.Aquel trozo de papel lo significaba todo, no solo para ellas, sino para nosotros, sus hijos, ya adultos y con una perspectiva más amplia de todo. Servía como prueba de que, después de todo lo que habíamos superado, salimos airosos y perdonamos. Y aunque la lucha fue dura y muy larga, mi madre tomó la decisión acertada. Después de todo.
A menudo considerada una poeta para gente que odia la poesía, Franki Elliot es una artista urbana y autora de tres libros aclamados por la crítica: Stories for People Who Hate Love (2018), Kiss as Many Women as You Can (2013) y Piano Rats (2011). Síguela en Instagram.Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado.