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precariedad

Yo también me avergonzaba de ser pobre de pequeña

No decía por qué no podía irme de viaje de fin de curso ni a qué se dedicaban mis padres.
familia
La autora, en el centro de la foto, junto a una chica acogida de los campamentos de refugiados saharauis y sus dos primos. Fotografía cortesía de la autora

Los mejores recuerdos de mi infancia son en una caseta de feria, durmiendo en la misma cama que mi abuela María y ayudando a descargar el furgón mientras mi abuelo fumaba mucho y mi abuela se quejaba porque mi abuelo fumaba mucho. Montaba sin pagar al Mono Loco y de vez en cuando me regalaban gusanitos naranjas, trozos de coco o algodón de azúcar mientras de fondo sonaba seguramente Camela. Mis abuelos eran feriantes y mis mejores recuerdos son en una feria, pero nunca se lo decía al resto de niños. Me daba vergüenza que pensaran, que supieran, lo humilde que era mi familia.

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Tampoco contaba nunca que mis padres eran carteros, porque los del resto de chavales eran profesores o abogados o desempeñaban alguna labor que a mí me parecía más noble que la de llevarle las multas y las cartas de Hacienda a la gente. Me parecían menos de pobre. Por eso y seguramente también porque crecí en la década en la que ser mileurista era una vergüenza en lugar de un privilegio decía que eran funcionarios o que "trabajaban en Correos". Aún me sorprendo diciéndolo a veces.

Cuando en primaria volvíamos de las vacaciones de verano yo contaba que me había ido de campamento con los Scouts o con un programa de campamentos para hijos de carteros y eso era verdad. Pero también me inventaba que había pasado unos días con mis padres en algún sitio de playa y eso era mentira. Solo me he ido dos veces de vacaciones con mis padres, las dos a visitar a primos de mi madre. Una a Almería y otra vez a un pueblo de Badajoz. Aquello no encajaba mucho con el esfuerzo económico que suponía para mis padres acoger a niños refugiados saharauis en casa durante el verano, pero no decía nada. Tardé algunos años en darme cuenta del valor de aquello.


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Al acabar segundo de bachiller mis amigos planearon un viaje a Conil. Yo quería ir, pero no quería pedirle dinero a mis padres, que se acababan de separar y tenían que aprender, además de a no echarse de menos, a vivir con la mitad. Durante varios meses, los que duró el proceso de venta, mi padre vivió en la que fue la casa familiar, ya vacía, sin más muebles que una mesita de madera, una tele pequeña y dos camas, para él y para cuando mi hermano y yo íbamos a dormir con él. Mi hermano, que tendría unos 4 años, las llamaba "las camas alfombra" porque en realidad eran dos colchones en el suelo.

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Cuando vendieron la casa mi padre pudo alquilar un piso, pero no podía pedirle dinero para un viaje cuyo fin último era hacer botellón en un pueblo de Cádiz en lugar de en el mío, al sur de Madrid. Mi amiga Sara se ofreció a dejarme la pasta, que tardé meses en devolverle con mi paga. Pero no le dije que no había querido pedirle dinero a mis padres porque sabía que su esfuerzo para dármelo era el triple de grande que el que tenían que hacer la mayoría de los padres de mis amigos. Creo que le conté que había discutido con ellos y que por eso no se lo quería pedir. Cualquier enfrentamiento paternofilial, hasta uno inventado, era mejor que ser pobre.

Tampoco les conté a mis compañeros de universidad, cuando andaban debatiéndose entre Manchester o París, que no era verdad aquello de que no quería irme de Erasmus que era lo que decía. Lo que ocurría era que no quería pedirle dinero a mis padres ni renunciar a mi trabajo como dependienta los fines de semana porque, aunque no me permitía independizarme mientras estudiaba, sí que me permitía vivir sin pedirle un duro a mis padres.

No le contaba a nadie las conversaciones de mi madre con los del gas si un mes se habían pasado con la factura o nosotros con la calefacción para fraccionar los pagos, ni que a final de algunos meses el frigo empezaba a parecerse a un bodegón minimalista ni que durante los años que estuve en la universidad compartí con ella, que también estaba estudiando y con mi hermano que estaba en el colegio un portátil que iba a pedales. Nos lo turnábamos para hacer trabajos.

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Hace no mucho estaba en un atasco con mi novio y le leí "Amor de clase", un artículo de Antonio Maestre en La Marea que me hizo llorar porque hablaba de su vergüenza, de su rechazo a una clase a la que de niño ni siquiera sabía que pertenecía, que es mi vergüenza y mi rechazo y la de tantos otros chavales de las periferias.

Cuando terminé de leerlo él, que ha crecido en un chalet del norte de Madrid y ha ido de Erasmus y no ha visto a su madre negociando con los del gas por teléfono un pago fraccionado me dijo que aquello era muy bonito, pero que qué significaba. No supe contestarle. No supe explicarle por qué de niña, de adolescente incluso no decía que mis padres eran carteros ni que mis abuelos eran feriantes ni supe decirle cómo y por qué la vergüenza se transforma de repente en orgullo, en amor. Que un día de pronto dejas de exigir, dejas de pedir y empiezas a valorar. Cada paga extra invertida en una excursión. Cada regalo de cumpleaños. Cada par de zapatillas "de las que tú querías".

Te das cuenta de que los vinilos que decoran las cristaleras de los bancos y dicen que "si quieres puedes" son una gran mentira. La misma patraña que repiten desde sus púlpitos los valedores de la meritocracia, los que nos dijeron que durante años vivimos por encima de nuestras posibilidades y que la culpa es nuestra, claro. Por vagos y manirrotos. Y que no somos clase obrera, que eso es algo de cuando las metalúrgicas y los mineros, un término antiguo y gris: somos precariado, que suena más moderno y menos mal.

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Ayer, leyendo el hashtag #CuentaTuPobreza impulsado por la periodista Cristina Fallarás y en el que cientos de personas han compartido que tienen una muela jodida pero no les da para ir al dentista o que van con abrigo en casa en invierno o que no pudieron irse de viaje de fin de curso cuando eran chavales y aún les escuece pensaba en la niña que no contaba que sus mejores recuerdos fueron en una caseta de feria y en la chavala que decía que no le apetecía irse de Erasmus para no tener que explicar de dónde venía.

Y pensaba también que, aunque no sabría determinar el momento exacto, seguramente la vergüenza se convirtió en orgullo y el odio en rabia cuando se dio cuenta de que no era la única. De que la culpa no era suya, la culpa no era nuestra. Y de que hacernos sentir vergüenza formaba parte de la misma estrategia que poner vinilos en las vitrinas de los bancos que dicen que persigas tus sueños. Y que si no los alcanzas es porque no has corrido demasiado rápido.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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