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Cultură

Así es una noche en Pachá Ibiza con mi padre

Cuando salimos de la disco puso la radio del coche y dijo: «¿Ves? Esto sí es música». Sonaba Melendi. El jodido Melendi.

Mi padre. Todas las fotos de la autora

«Va uno y se muere. Va otro y se muere. Va otro y se muere. Moraleja: no vayas». Este era el chiste con el que mi padre me decía que saliese del paso si el profesor me pillaba descojonándome en clase y me hacía, según él, el clásico: «¿De qué te ríes? Compártelo con todos». Cuando le propuse ir a Pachá para hacer este reportaje no sabía cómo reaccionaría, pues es un hombre al que le cuesta desprenderse de las costumbres, se le quedan bajo las uñas como la tierra mojada después de escarbar con los dedos. El café muy cargado, con mucha azúcar y la leche tan caliente que la capa de nata que sobra en el cazo —en mi casa no hay microondas—, de espesa que es, parece la sábana blanca con la que me tapo en invierno. Hay dos cosas que cumple religiosamente: acostarse pronto y proveer a su familia de comida y felicidad. Inclinar la balanza hacia lo segundo y convencerle de que una noche en ese paraíso de sexo y drogas se arreglaba con un: «Hazlo por mí, por mi futuro como periodista».

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Ibiza es una isla que ha envejecido mal. Yo la imagino como un joven que camina con bastón. Hay mucho turista veinteañero que por la noche renace pero que por la mañana se arrastra por las aceras como una tortuga centenaria. En Biografía del hambre, Amélie Nothomb hablaba de la fascinación que le producía el archipiélago de Vanuatu, que durante siglos vivió en la abundancia de alimentos. Nunca nadie tenía ganas de comer. «Tener hambre es terrible, pero no tener la posibilidad de pasar hambre es aún peor», escribía la autora. La isla balear se me antoja como Vanuatu, un edén de la droga que se convierte en un infierno aburrido y lento: el deseo de colocarse se ha suprimido en tanto que no hay problema para colmarlo. Al llegar a Pachá esperaba ver trapicheos, algo de esa Ibiza obvia y manida que tanto muestran los programas de televisión. Mandíbulas batientes y bocas secas. Pensaba que yo protegería a mi padre, que tendría que distraerle para que no se escandalizase al ver a hordas de jóvenes glorificando estupefacientes. «Eso no se ve, hombre, Noemí. Se irán fuera, o irán al baño, o vendrán ya colocados», me dijo desde la barandilla en la que estuvo posado como un pájaro durante las casi tres horas que aguantamos en la discoteca. A veces me sorprende esa sabiduría de viejo que se gasta y que conjuga con la inocencia de un chiquillo. Vale, él sabía que la droga se esconde, pero antes de salir de casa le dijo a mi hermana: «¿Me llevo una botella de agua?». En mi casa solo hay de litro, así que me imaginé a mi padre con camiseta blanca, vaqueros y 'litrona' transparente bajo el brazo intentando atravesar Pachá. Esa costumbre, la de ir a un sitio ajeno pero con cosas propias, define a mi familia. A la playa siempre nos llevamos los bocadillos, la fruta y la neverita con las bebidas. Y al cine entramos con paquetes enormes de palomitas que mi madre ha preparado crujiendo dentro de nuestros bolsos. Por supuesto, mi padre no pensaba pagar los 15 euros que vale un refresco (no un cubata) en Pachá.

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A él le gusta decir que es extremeño, pero solo nació en Eljas (Cáceres) y pasó algunos veranos allí. En realidad se crió en Bilbao y es tan vasco que su manera de ligar con chicas cuando tenía las hormonas efervescentes era pegándoles chicles en el pelo. A la basta manera. Es de los que cuando le dices «te quiero» te contesta con un «vale», pero con La vida es bella abre mucho los ojos para que no se note que llora. Nosotras, mi madre y yo, le picamos y le abrazamos cuando vemos un atisbo de emoción, y él rápidamente nos aparta con la mano, como si fuéramos moscas sobre la comida, con un «Quita, hombre». No es muy expresivo y sus abrazos no duran más de dos o tres segundos, pero es capaz de hacerle una almohada con arena a mi madre en la playa porque está mal de las cervicales y necesita apoyar la cabeza sobre algo. Mi padre se mea en Haneke, la verdad. Por eso tampoco me sorprendió mucho cuando a la salida de Pachá me dijo: «¿La gente ahí cómo liga? Si no se oye nada, no se puede ni hablar». No le llamó la atención que los tíos bailaran dando saltos espasmódicos como si se les hubiese introducido una serpiente venenosa en los calzoncillos. Tampoco que las zonas reservadas estuviesen llenas de adolescentes treintañeros que, subidos en los sofás blancos, hacían la 'putivuelta' con la mirada para observar el ganado femenino. «Papá, yo creo que hablar es lo que menos les interesa». «Ya, pero imagínate que es muy guapa o lo que sea pero que al abrir la boca tiene la voz de pito o solo dice tonterías», me contestó. Querría haberle dicho: «Papá, van a follar y ya», pero a ver cómo le suelto eso a alguien que cuando estamos viendo la tele cambia de cadena si aparece en pantalla una escena de sexo. Lo hace sutilmente, como si lo hubiese decidido de repente. Silba un poco, se estira, coge el mando. Y yo silbo con él también, me gusta respaldarle en esas pequeñas decisiones. En el fondo le estoy diciendo: «Eh, te apoyo muy fuerte en esto, voy contigo al 100%».

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Él también trata de tener esos gestos de acercamiento conmigo. De hecho, la idea de ir a Pachá juntos fue suya. Hace dos meses, en una de mis visitas a la isla para ver a mis padres —vivieron allí hace 20 años y ahora han vuelto—, íbamos en el coche hacia los Multicines a ver Mad Max: Fury Road —película que él describió como «un ladrillo, faltan diálogos; aun así es más entretenida que El árbol de la vida»— mientras hablábamos del trabajo. A ambos lados de la carretera íbamos dejando atrás discotecas como Amnesia y Es Paradís, así que mi padre, en uno de sus intentos de cortar ese silencio preñado de incomodidad, me dijo: «Si quieres ir a Pachá, puedo conseguir entradas». Yo lo interpreté como un «tienes 26 años, eres joven, divirtámonos, hagamos algún plan padre e hija». Más tarde supe que se refería a que fuese con algún amigo. Pero en aquel momento me pareció ver un atisbo de dulzura y modernidad en aquel hombre que todavía me baja la persiana y me tapa por las mañanas cuando estoy en casa. El mismo que nos pedía a mi hermana y a mí que un novio con tatuajes, por favor, no.

Quizá lo más significativo de la noche fue la entrada y la salida de aquella casa payesa reconvertida en ocio nocturno. Unas horas antes de irnos mi padre se durmió. Se puso el despertador a las 00:30 aproximadamente para vestirse y echarse colonia. Bajó las escaleras y se sentó en el sofá a esperar. Yo le gastaba bromas tipo: «Huy, qué guapo te has puesto para la cita» o «¿Me vas a recoger en la puerta con un ramillete y una limusina?». A lo que él contestaba con un silencio eterno, porque es de los que piensa que «si no tienes nada que decir, para qué vas a hablar». Solo rompió aquel sosiego para soltar: «Bueno, qué, nos vamos o qué. Que estás ahí venga a perder el tiempo». Mi padre puede sonar brusco, pero tengamos en cuenta que cuando lo dejé con mi novio me dijo: «Pues así son las cosas del corazón». No es insensible, es escueto.

Al salir de Pachá, entró al coche y encendió la radio. Sonaba una canción cualquiera que no identifiqué al principio. Resopló sacudiéndose el mal trago como hace mi abuelo, «brrrr», y dijo: «¿Ves? Esto sí es música». Sonaba Melendi. El jodido Melendi. No pude hacer otra cosa que darle la razón. El autor de Saraluna y Cheque al portamor era Wagner al lado de aquel ritmo que sonaba al cuchillo de un carnicero chocando contra una mesa metálica. «Joé, me retumbaba todo el cuerpo», fue como lo describió mi padre. Era imposible comunicarnos allí dentro con aquellas luces que parecían ser manejadas por un esquizofrénico y la música 'chundera' de la que solo pude descifrar una frase: «How deep is your loooveee…». Ni un día sin poesía. Cuando trataba de conversar con mi padre, él arrugaba la cara, me acercaba la oreja y decía muy alto: «¿Eeeh?». En dos ocasiones me preguntó: «Qué, ¿no bailas?» y «¿Vas a estar todo el rato haciendo fotos?».

Yo bajaba a la pista de baile, que olía a sudor, feromonas y alcohol, y siempre que me giraba lo veía vigilando desde la barandilla. Mi padre no estaba ahí para divertirse ni para acompañarme, sino para protegerme. Eso es lo que ha hecho con su familia desde que nació mi hermana, con sus dos kilos y seiscientos gramos, y mi madre, con apenas 22 años, le preguntó: «¿Y ahora qué hacemos?». A lo que él respondió: «Cuidarla, qué vamos a hacer».