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Cultură

Mi eterna lucha por aceptar mi peso

He sufrido sobrepeso casi toda mi vida debido a un trastorno genético raro que también me hace infértil. Después de más de una década luchando para sentirme a gusto con mi cuerpo, por fin me siento bien.
Retrato de la autora de niña

Tendría unos nueve años. Estaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados. Recuerdo haber contado hasta 30, mientras canturreaba para mis adentros, "Dios, por favor, haz que esté delgada cuando abra los ojos". Pasados esos 30 segundos, abrí los ojos y bajé la vista para mirarme el cuerpo desnudo. Dios no había hecho nada.

Volví a intentarlo, pensando que quizá era cuestión de paciencia. Cerré los ojos nuevamente y esta vez conté los segundos intercalando la palabra Mississippi. Sorprendentemente, eso tampoco funcionó, pero aún así probé una última vez. Ahora, no solo conté los segundos con Mississippi, sino que deletreé la palabra. "Un Mississippi, M-I-S-S-I-S-S-I-P-P-I. Dos Mississippi, M-I-S-S-I-S-S-I-P-P-I…" Nada.

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Le había dado a Dios tres oportunidades muy generosas para que transformara mágicamente mi cuerpo a mi gusto y no había hecho una mierda. ¿Qué te pasa, tío? Eres capaz de abrir las aguas del mar Rojo y de construir un barco lo suficientemente grande como para meter a dos animales de cada especie y no puedes quitar un par de insignificantes kilos del cuerpo de una niña de nueve años? En ese momento empecé a entender el ateísmo.

A esa edad, estaba obsesionada con mi peso. Ni siquiera estaba gorda, pero me consumía el temor a poder llegar a estarlo. Pero como la mayoría de las personas que sufren trastornos alimentarios, aprendí a esconderlo muy bien. Después de comerme una rebanada de pan, me apresuraba a coger la cuerda de saltar para quemar las calorías consumidas. En el colegio, sustituía la comida por una piruleta. Al fin y al cabo, ¿qué puede ser más saludable que un caramelo?

Un día le dije a mi médico que me dolía el estómago y resultó que sufría estreñimiento. Me mostró una radiografía del estómago, sobre la que trazó grandes círculos con el dedo. "¿Ves todo eso? Eso es tu caca." Yo no veía lo que me estaba señalando, pero al parecer mi padre sí lo vio. A partir de ese momento, él y mi madre supervisaron mi alimentación de forma estricta. Después de varias semanas, dejé de preocuparme tanto por mi cuerpo y empecé a sentirme bien conmigo misma.

Bueno, tan bien como puede sentirse una niña en plena pubertad. Pero por desgracia, lo de odiar tu cuerpo parece ser una especie de ritual de iniciación por el que toda mujer ha de pasar, junto con el primer periodo y descubrir la masturbación con el teléfono de la ducha. Yo pasé por la fase inicial, que suele ser la más drástica, a una edad muy temprana. Para cuando estaba en el instituto, mis temores se habían hecho realidad: tenía sobrepeso, solo que esta vez no me importaba.

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Nunca supe con exactitud a qué se debió mi aumento de peso, pero supuse que tendría que ver con el hecho de que no tuviera la regla de forma regular. Más tarde supe que tenía el síndrome del ovario poliquístico (SOP), un trastorno hormonal que sufren millones de mujeres. No se conoce la causa, aunque lo más probable es que sea un trastorno genético.

Las mujeres que lo sufren tienen muchos problemas internos, como quistes en los ovarios y ciclos menstruales irregulares. Puede incluso causar infertilidad, lo cual, teniendo en cuenta mi edad e ingresos anuales, podría incluso considerarse una ventaja. El efecto más visible del SOP en las mujeres es que hace que ganen peso con facilidad y que les cueste perderlo. Cuando empecé a tener alteraciones en el ciclo menstrual, me hinché como un globo.

La época del instituto fue delirante. Como adolescente segura de mi heterosexualidad, mi prioridad número uno eran los chicos. Lo único que quería era un novio, pero de alguna forma me convencí a mí mismo de que la única forma de conseguirlo era trabajando en mi personalidad. Dejé de preocuparme tanto por mi imagen y me centré en dar a conocer lo que esperaba de mis pretendientes: un gran sentido del humor y por las cosas que yo consideraba de un alto nivel intelectual (las películas de Wes Anderson y Devendra Banhart).

Quizá os sorprenda, pero estaba equivocada. Los chicos no iban detrás de la chica regordeta del grupo de improvisación del instituto que recitaba petulantemente citas de Rushmore. Puede que sea una narcisista acabada, pero en lugar de pensar que no era lo suficientemente buena, opté por creer que el resto de la gente no era lo suficientemente buena para mí. De ese modo, acabé siendo extremadamente exigente a la hora de salir con chicos. (En algunos ambientes esto se conoce como "mecanismo de defensa", pero a mí me gusta pensar que sencillamente tengo muy claro lo que quiero.)

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Con los años, por algún cruel giro del destino, reafirmé mi confianza en mí y en mi aspecto. Lamentablemente, para una mujer con sobrepeso, eso equivale a ganar la lotería. Indudablemente, también había momentos (y todavía los hay) en los que odiaba mi estúpida y rechoncha cara y mi horrible estómago. Pronto me di cuenta de que casi todas las mujeres sienten lo mismo en algún momento, al margen de su delgadez o sobrepeso relativos.

En la universidad alcancé el cénit de mi sobrepeso. Con mi 1,52 m de altura, llegué a pesar 79 kilos, así que oficialmente era obesa. En esa época no me preocupaba demasiado. Sabía que debía preocuparme (según mi madre, la sociedad, etc.), pero no era así. Cuando me miraba al espejo, no veía a una persona fea. Finalmente perdí algo de peso, en parte gracias a que ya no podía atiborrarme en el bufé libre de la cafetería de la universidad, pero aún seguía estando gorda.

Tras muchos años siendo obligada a intentar perder peso por parte de fuerzas externas sin éxito alguno, llegué a la conclusión de que era mejor vivir la vida sin estar contando calorías constantemente o sin sentirme como una fracasada por comer un trozo de pan en un restaurante. Todavía puedo oír las voces que me instaban a perder otros 18 kilos. Me siguen adondequiera que voy, como en Una mente maravillosa. Como John Nash, el esquizofrénico prodigio de las matemáticas, aprendí a no permitir que esas voces controlaran mi vida, pese a que aún sigo oyéndolas.

Pensaréis que no soy consciente de que esos 18 kilos podrían suponer que me acosaran sexualmente el doble de extraños en los bares, o que no se me ha pasado por la cabeza que esos 18 kilos me permitirían hacer la rueda a la perfección. Sí, soy consciente de todo eso, y a pesar de todo no me importa nada. Actualmente, me siento muy bien llevando una vida moderadamente saludable y ejercitándome con paseos. Aunque me encanta publicar tuits en los que declaro mi amor incondicional por la pizza, he llevado una alimentación bastante saludable la mayor parte de mi vida. N muy estricta, quizá, pero mejor que la del estadounidense medio. Sé que no es gran cosa, pero al menos en mi nevera puedes encontrar quinoa para calentar en el microondas y sé lo que son las semillas de chía.

No voy a mentir diciendo que odiaría ser delgada, eso sería una chorrada. Solo digo que no me molesta tener sobrepeso. Hay un hombre de mediana edad que suele tocarme la vagina con objetos metálicos (también llamado ginecólogo) que me asegura que perder peso podría contribuir a curar mi SOP. Esa es la única razón que me motiva para perder unos kilos, pero tampoco tengo prisa. Es un sentimiento extraño de que hay algo malo en no despreciarme a mí misma.

Algunos pensaréis que no debería estar promoviendo la positividad corporal porque según vuestros cánones no es estético. También es posible que intentéis disfrazar vuestro rechazo hacia las mujeres con sobrepeso con argumentos sobre la salud y ese rollo. De todas formas, todos vamos a morir. Pero no pasa nada. Por cada diez de vosotros que penséis que soy horrible, habrá otros diez a los que mi cuerpo les ponga, a pesar de las estrías en mis pechos y la celulitis de mis caderas. Pero yo me siente muy bien.