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‘Russian Doll’ de Netflix es un bálsamo para estos tiempos de soledad

La serie original de Netflix, protagonizada y por Natasha Lyonne, habla de la fuerza de los vínculos personales.
Lauren O'Neill
London, GB
MA
traducido por Mario Abad
Russian Doll VICE
Todas las capturas vía Netflix 

Vivimos en la era del individualismo. El presidente de los Estados Unidos quiere construir un muro en la frontera; el Reino Unido se irá de Europa en cinco semanas.

Con este clima general, parece una consecuencia lógica que algunos —sobre todo los millennials— hayan terminado por abrazar la soledad en sus vidas. Muchos de nosotros hacemos cola en las cajas de pago automático porque, si tenemos la opción, preferimos no hablar con desconocidos. Prestamos tanta atención a la tecnología que manejamos y a nuestros avatares digitales que la gente nos pone enfermos y neuróticos. Y muchas veces se ha dicho que vivimos en una era en la que, pese a tener la posibilidad de estar conectados en cuestión de segundos, vamos más a la deriva que nunca antes.

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El cine y las plataformas de streaming como Netflix constituyen una parte importante de este fenómeno de aislamiento masivo. Por una parte, nos mantiene separados mirando una pantalla, mirando, mirando… En el sofá o en la cama, comiendo pasta; en el tren, abstrayéndonos de la multitud a nuestro alrededor. Sin embargo, desde otro punto de vista, estas plataformas fomentan el espíritu de comunidad alimentándonos constantemente con nuevas piezas de cultura popular en torno a las que reunirnos.

De ahí que Netflix, con todas las cuestiones que plantea, sea una plataforma interesante para la serie Russian Doll, una comedia dramática estrenada este mes y protagonizada y creada por Natasha Lyonne. Eso es porque, aunque Russian Doll empieza con una divertida situación que recuerda al Día de la Marmota, termina con una profunda moraleja: en esencia, lo que nos hace humanos son los vínculos vividos con otras personas y nuestra relación con nosotros mismos. Y así aporta cierta calidez y esperanza al momento actual.

La idea general es esta: la protagonista de Russian Doll, Nadia Vulvokov (Lyonne), queda atrapada en un bucle temporal tras ser atropellada por un coche en Nueva York. En lugar de morir allí mismo y quedar relegada al olvido, Nadia de repente es transportada al cuarto de baño de la fiesta en la que había estado esa misma noche, celebrando su 36 cumpleaños.

Nadie sigue muriendo y resucitando una y otra vez hasta que aprende a despojarse de su doloroso pasado y a abrir su corazón a los demás en el presente, en lugar de distanciarse. Solo entonces puede volver a su vida lineal y a la existencia que el universo le tenía deparada.

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Todo esto podría sonar a manido o confuso si hubiera estado mal ejecutado, pero las creadoras de la serie (¡todas mujeres!) lo sacan adelante sirviéndose de un sentido del humor y una cadencia magistrales —la trama principal se va desgranando a cuentagotas, pero los dinámicos diálogos y la ingeniosa edición hacen que el ritmo no decaiga—, con la electrizante vigorosidad de Lyonne como eje central.

Dediquemos, por favor, un momento a Natasha Lyonne y su soberbia interpretación en la serie. Os voy a explicar cómo yo lo veo. Natasha Lyonne enfundada en una gabardina enrome; Natasha Lyonne con unas gafas de aviador de las que llevan los magnates del porno; Natasha Lyonne pronunciando “cucaracha” en inglés con un acento neoyorquino que le da una nueva dimensión a la palabra; Natasha Lyonne con un corte de pelo que no puede ser más maravilloso, de esos cortes de pelo totalmente celestiales —con perfectos tirabuzones de fuego rizados por los mismísimos ángeles con sus propios dedos— y el único flequillo de la historia de la humanidad que no parece el resultado de una crisis de identidad.


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Cada vez que aparece en pantalla, deslumbra con la fuerza imponente de su personalidad: todo el peso escénico recae sobre sus hombros, y ella mágicamente hace que parezca una tarea de lo más sencillo, pese a estar atravesando momentos emocionales difíciles y haber hecho constataciones existenciales de gran calado.

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Constataciones que abofetean a Nadia en la cara cada vez que ella y su compinche, Alan Zaveri (magistralmente interpretado por Charlie Barnett) viven y mueren y vuelven a vivir. Y la verdad es que, en este mundo en el que vivimos, saturado de distracciones, lo más sencillo sería no malgastar tiempo prestando atención a esas constataciones. Por eso resulta tan significativo que, aunque Nadia y Alan estén viviendo una experiencia sobrenatural, lo que realmente se ven forzados a afrontar no es un monstruo o una entidad maligna, sino su propio yo.

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Nadia debe deprenderse del sentimiento de culpa por la muerte prematura de su madre enferma mental (resulta significativo que el bucle temporal de Nadia comience el día de su 36 cumpleaños, la edad que su madre nunca llegó a tener) y de su incapacidad de mantener relaciones íntimas, fruto de esa carga autoimpuesta. Por su parte, Alan debe dejar atrás su perfeccionismo y esa necesidad de hacerse valer por medio de una relación que está muerta desde hace tiempo. El universo parece unirlos a ambos a través de un encuentro fortuito en una tienda y luego en un ascensor averiado, porque ambos tienen un poco de lo que el otro necesita. Asimilando sus traumas y aceptando todo ese dolor emocional, llegan a un punto de aprendizaje y apoyo mutuos.

Si todo lo que estoy diciendo suena a una sarta de chorradas hippies, es porque lo es. Gran parte de la terapia consiste en reconciliarte con tu pasado y pasar página, y Russian Doll lo ejemplifica maravillosamente. Pero en última instancia, la redención llega a través del vínculo que se establece entre Nadia y Alan, un vínculo forjado a base de respeto mutuo. Russian Doll ensalza el valor de la bondad para con el prójimo y demuestra cómo eso puede ayudarnos a ser buenos con nosotros mismos.

@hiyalauren

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