Mi compañera de piso es una mujer de 85 años

Arriba: Esta señora podría ser amiga de Iside, aunque seguramente no lo sea. Foto por Andi Schmied de Tel Aviv Grannies Have All the Fun

Este artículo se publicó originalmente en VICE Italia.

La 4ª Sinfonía de Beethoven —la favorita de Iside— suena a todas horas en el salón. Ya han pasado tres meses desde que me vine a vivir con ella; tengo habitación y baño propios (aunque de vez en cuando Iside utiliza mi ducha), pero compartimos la cocina y una absoluta devoción por el salmón. “Me voy a un concierto. ¿Por qué no sales a que te de un poco el aire?”, me pregunta. Le digo que tengo trabajo pendiente y le deseo buenas noches.

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Tengo veinte años y hace poco me tuve que mudar a Milán por trabajo. Como cualquiera a mi edad, necesitaba urgentemente encontrar alojamiento barato. Uno de los clientes habituales del hotel en el que trabajaba era de Milán, por lo que decidí llamarle para pedirle consejo. Me dijo que preguntaría por ahí y que me avisaría si encontraba algo que se ajustara a mi presupuesto. Varios días después me llamó para decirme que ya me había arreglado el tema del alojamiento: “La madre de mi amigo vive sola en una casa enorme en la ciudad; te puedes quedar con ella”, me informó. “Lo único”, añadió, “es que… la señora tiene 85 años”.

Pese a ello, me pareció que era una oportunidad que no podía dejar pasar, sobre todo porque no tenía que pagar nada de alquiler. Bastaba con que de vez en cuando le hiciera a mi casera algún que otro favor. Pensé que no podía ser peor que cuando vivía en Londres, donde me había trasladado al acabar el instituto para cambiar de aires. Resultó que mi compañero de piso era camello, así que yo pasaba la mayoría de mis noches de insomnio intentando controlar mis ataques de pánico viendo documentales de la BBC en YouTube, junto con las ratas y el olor a papel de plata quemado que infestaban la casa.

La casa se construyó a principios del siglo XX y se encuentra en una zona residencial acomodada de Milán. Iside había sido directora ejecutiva de una empresa y era viuda desde hacía diez años.

Todavía recuerdo el aroma a naranja, canela y miel que me invadió la primera vez que entré en el piso y de que tenía un miedo atroz a mancharle la moqueta beis. Iside me mostró mi habitación, el baño y la cocina. Actuaba con mucha formalidad, como si fuera una agente inmobiliaria.

En la casa reinaba el orden más absoluto. Las sartenes estaban organizadas por tamaño y en las vitrinas brillaban los cubiertos de plata y la cristalería. Cuadros y muebles cuyo valor era incapaz de determinar decoraban las estancias. En el salón había un gran sofá frente a una chimenea, una enorme librería repleta de antiguas partituras de Einaudi, una mesa baja de cristal sobre la que descansaban varias botellas de whisky y, junto a ella, una escultura del mismo tamaño que yo. Plantado frente a la escultura, pensé que los meses venideros serían un viaje al absurdo, la envidia y la nostalgia.

Con el tiempo, la relación entre Iside y yo era cada vez más familiar. Poco a poco, ella fue abandonando los formalismos y yo la timidez inicial. Empezamos a cenar juntos, sentados a su larga mesa de madera de cerezo y con una enorme araña de cristal sobre nuestras cabezas. Nos solemos sentar cada uno en un extremo de la mesa y hablamos de literatura, filosofía y viajes. Un día incluso fuimos juntos a comer fuera. Entre bocados del sándwich y sorbos de su zumo de naranja, Iside me preguntó si quería escribir su biografía. Estaba claro que Iside no era Baddie Winkle, pero tenía una vida bastante interesante.

También había momentos no tan agradables: una vez, llegué tarde a casa del trabajo y encontré a Iside sentada a la mesa frente a un plato de sopa. Fuera llovía y agradecí poder comer algo caliente para entrar en calor. Justo en el momento en que Iside me preguntó si me gustaba la sopa, noté algo extraño en la boca: era un pelo. Un pelo blanco. Me lo saqué de la boca como si nada. “¡Buenísima, gracias!”, respondí.

Luego están las peculiaridades que cabría esperar de una persona de su edad: tenía ciertas dificultades con las nuevas tecnologías y estaba convencida de que la “señora del súper” le tenía ojeriza, por lo que comprobaba compulsivamente la fecha de caducidad de los cartones de leche. Por supuesto, siempre se escandaliza por el comportamiento de la gente joven. Pero, ¿qué otra cosa esperaba encontrar cuando me vine a vivir con una señora de 85 años?

Nunca he sentido un apego especial por la gente mayor, quizá porque nunca antes me había relacionado con ellos. Mi abuela por parte de madre murió en un accidente de tráfico cuando mi madre tenía mi edad y mi abuelo lleva los últimos veinte años encerrado en un psiquiátrico. Mis otros abuelos viven en el extranjero y los veo una vez al año.

Nunca seré un nieto para Iside, ni ella será una abuela para mí, pero su amistad me ha enseñado a ver la vida desde otro ángulo. También me ha servido para ser consciente de mis prejuicios sobre lo que suponía vivir con una pensionista. Inicialmente pensé que tendría que asumir el papel de su cuidador, acompañarla en sus paseos y hacerle los recados, pero no ha sido así.

Cuando hablo del tema con gente de mi edad, su reacción siempre es la misma: “¿A quién se le ocurriría vivir con alguien tan mayor?”, me preguntan. Se piensan que soy trabajador social, pero yo no lo veo así. Mi libertad personal no se ha visto comprometida en lo más mínimo. Solo nos vemos por la tarde-noche, nunca he tenido que cargar con la compra ni me he encontrado dentaduras en la repisa del baño. Los fines de semana, ella sale más que yo y, a diferencia de mis anteriores compañeros de piso, Iside no me roba la comida ni deja calcetines sucios tirados por ahí.

Por otra parte, yo creo que ella me ve como a un jovencito educado por el que empieza a sentir cierto afecto. Tiene cinco nietos y siempre recalca que no se considera buena abuela. “Me he pasado la vida siendo madre. Ahora no tengo ganas de hacer de abuela”, me dijo una vez. “Obviamente, quiero a mis nietos y nos vemos muy a menudo, pero no soy de las abuelas que los llaman por teléfono a todas horas. Ahora quiero centrarme en mí misma”, añadió.

Cuando conversamos, Iside no intenta darme lecciones de vida —aunque después del episodio del pelo, quiso enseñarme a hacer sopa—. Lleva bien lo de ser mayor y pocas veces habla del pasado. Dice que prefiere centrarse en el futuro y en los sitios que quiere visitar. A diferencia de mí, ella no teme a la muerte. “¿De qué debería tener miedo? La vida sigue, no dejes que el miedo la detenga”, me dice a menudo. Algo muy a tener en cuenta viniendo de una mujer que cada día apaga el router porque “se calienta mucho y podría provocar un incendio”.

Traducción por Mario Abad.