Apología de las papas fritas
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Apología de las papas fritas

“Tardé en aprender el oficio de la papa frita, que no es fácil. Acá pura papa güera, no quemada, con un chingo de sal."

"Quítame todo lo que quieras menos la papa", le dije a mi nutrióloga hace 5 años. Era la primera vez que iba a una clínica para combatir el sobrepeso y no estaba dispuesto a quedarme sin mi alimento favorito.

Parece un drama bien montado, pero no es exageración. Para mí la papa es una conexión con la tierra. Así de cabrón.

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Al salir del colegio —mi aborrecido Montessori— mi madre me llevaba, como premio por aguantar que un engendro malvado me pegara chicles en el cabello, a comprar papas fritas que don Armando, con su camisa sport muy sudada, vendía en una casa de finales del siglo XIX. Eran rebanadas gruesas bien fritas, crujientes, salpicadas de sal gruesa y salsa. Caminaba por la calle chupándome los dedos con cada papita que me llevaba a la boca y eso me hacía feliz.

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Papas fritas. Todas las fotos son del autor.

Cuando llegué a la adolescencia tomaba un medicamento terrible para combatir el acné y no podía comer fritas, pero así conocí la papa al horno, las sancochadas, los purés, las quesadillas y otras más expresiones de mi adorada papa. Así, mi amor por la ella creció.

Pero no fue sino hasta que cumplí 19, en el 2000, cuando se confirmó este idilio entre nosotros. Llegué a la Facultad de Letras en Nantes, Francia, y lo único que le dio sentido a mi alimentación fue un saco de papas que encontré en el cuarto de residencia de un amigo. Fui al súper a preguntar cuánto costaba ese tesoro. El equivalente a $10 pesos mexicanos. No lo pensé y me llevé dos.

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Con el tiempo me volví especialista en papas. Las cocinaba de distintas formas, pero la que más me gustaba era la papa al horno con paprika y limón. Así pasé mis años en la universidad francesa, calmando mi hambre y mis antojos con guisos varios papiles, inventos para aminorar la nostalgia que sentía por las chips callejeras con salsa y limón de mi infancia en México.

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Papas en el puesto de "El Jarocho".

Cuando mi economía mejoró me hice fanático de una papas a la francesa que hacía un señor parecido al Barón Munchaussen, cerca de la escuela. Todos los días curaba mi depresión invernal con una ración de esas papitas gruesas y generosas, nadando en sal y cubiertas de mayonesa y cátsup caseras. Diario llegaba tarde a clase por culpa de esas francesas, y lo peor es que siempre terminaba con la barba batida. Mis compañeros me llamaban "Monsieur Potato".

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LEE: ¿Por qué a los mexicanos nos encanta ponerle limón a todo?

Pero nada como las chips mexicanas que se fríen bajo toldos rojos en puestitos callejeros repartidos por toda la ciudad. ¿Las quieres con Valentina o Botanera? La segunda es mejor, menos artificial, más sabrosa y picosita. Igual puedes ponerle Miguelito o Tajín, pero nunca te olvides de la sal y el limón. Mucho limón —¿recuerdan que a los mexicanos nos encanta ponerle limón a todo?—.

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Papas fritas en "El Jarocho", en la Ciudad de México.

Todos los días en un puesto exitoso en la calle vende cerca de 15 kilos de papas convertidas en bocaditos crujientes. "El Jarocho", un papero que tiene más de 6 años con su imperio en la esquina de Álvaro Obregón e Insurgentes —en la Ciudad de México—, dice que a veces fríe hasta dos costales de papa blanca, o Mochis o Saltillo, depende de la que encuentre, al día. "La chamba de la papa la aprendí con un señor que vende papa frita en el Centro. Tardé en aprender el oficio, que no es fácil", me cuenta "El Jarocho", a quien no le gusta que lo llamen por su nombre real. "Quemé muchas papas y muchas veces me pegué unas buenas cortadas; creo que una vez hasta un cachito de dedo me llevé; pero ni modo, ahí le sigo". "El Jarocho" sigue el método tradicional: corta las papas con mandolina manual directamente sobre el enorme cazo de cobre con aceite hirviente. A diferencia de otros paperos, él hace cortes gruesos, no es tímido con la sal y no utiliza aceite quemado o reciclado mil veces. Puedes ir a cualquier hora del día, desde la mañana hasta la noche y siempre lo verás ahí, cortando papas, escurriéndolas, aderezándolas. "Acá pura papa güera, si sale rayada (quemada), la quito, y les pongo un chingo de sal, me gasto kilos de sal al día, porque así están buenas", dice mientras continúa rebanando tubérculos sin siquiera mirar. Bromea: "Lo que sí es que a lo mejor un día te toca un pedazo de dedo frito".

Estoy enamorado de estas papas. Cuando no están cerca, las sueño.

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Papas fritas de "El Jarocho".

Un día, cuando me operaron los cornetes, pedí un puré de papa para comer algo comfortable; pero nadie me dijo que con los tapones en la nariz, sin poder oler nada, no iba a sentir un carajo de sabor. Cuando este compuesto de mantequilla y tubérculo entró a mi paladar, lo único que sentí fue una masa hirviente y pastosa. Salté de mi cama y grité: "¡Estos hijos de puta me han jodido el sentido del gusto!". Cuando me arrancaron esos pedazos de algodón de mis fosas nasales me apresuré por unas papas fritas que habían en el refrigerador de mi casa desde hacía un par de semanas. Me las comí frías, con la sangre escurriendo en la nariz. El amor duele. Y para mí, la papa, un alimento tan minimalista como romántico, es una gentil representación del amor del hombre por la comida.