Fui modelo de stock y ahora mi cara es un chiste a nivel mundial

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Fui modelo de stock y ahora mi cara es un chiste a nivel mundial

En un momento de inseguridad sin precedentes me dejé fotografiar para una web de fotos en stock, desde entonces soy el protagonista de una pesadilla que parece no acabarse.

Hace unos años, en medio de una relación a la que llamar tóxica sería hacerle un cumplido, decidí pedirle a un amigo fotógrafo que me sacase unas fotos, porque en ese momento de total inseguridad necesitaba sentirme más atractivo, necesitaba que alguien me hiciera sentir deseable. Sobre todo, necesitaba verme atractivo en los ojos de esa atractiva chica con el pelo, los ojos y el corazón negro.

Llegué al estudio de mi amigo —que se había especializado en fotos de stock desde hacía unos años— con una hora de retraso y destrozado tras haber pasado la noche discutiendo con ella. En un primer momento me sentí muy estúpido, pero luego empecé a notar un cierto placer al ver como mi mente se iba vaciando: era cómo si cada foto me hiciese olvidar mis problemas y me aportara un poco más de valor, sanando mi autoestima. Una sensación muy bonita, por cierto.

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"¿Quién podría comprarte mis fotos?" le pregunté en unos segundos de reflexión mientras mi colega cambiaba el objetivo. "Eso ya lo descubrirás poco a poco", me dijo.

Acabada la sesión me despedí profesionalmente, salí a la calle y me encendí un cigarro. Eché el humo por la boca de manera vistosa y mirando el cielo, me dejé llevar por los lindos sueños de popularidad que pasaron por mi cabeza, sueños donde yo era la estrella indiscutible y donde todos me admiraban, gracias a esas fotos que justo acababan de sacarme.

Ahora me parece increíble pensar que ese día fue el principio de una pesadilla pública que todavía sigue y que probablemente nunca me dejará vivir como vivía antes.

Me di cuenta de que no tenía ningún tipo de control sobre esas fotos y que, cualquier empresa —grande o pequeña—, revista, web, persona privada, asociación, etc., podía utilizarlas sin que yo pudiese hacer nada para impedírselo

La primera vez en que tuve que enfrentarme con las consecuencias de mis acciones fue justo unos meses después: la primera foto que el mundo había decidido utilizar salió en un portal muy lamentable llamado http://thosecatholicmen.com/: una web de artículos escritos por católicos y para católicos.

Tampoco estaba muy mal, aunque en mi cabeza tenía planes mucho más gloriosos. El articulo iba sobre "terroristas protestantes" y el link original era este, lástima que hayan decidido quitarlo. Llamé a mi madre unos minutos después del estrepitoso descubrimiento y se lo comenté muy entusiasta. Lo primero que me preguntó fue "¿Te pagan por eso?", y al contestarle que no, que no me pagaban, porque había firmado la liberatoria sobre los derechos de imagen se calló unos segundos y sentenció con el clásico y siempre actual: "¿Por qué no vuelves a casa?".

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Al colgar me di cuenta de que no tenía ningún tipo de control sobre esas fotos y que, cualquier empresa —grande o pequeña—, revista, web, persona privada, asociación, etc., podía utilizarlas sin que yo pudiese hacer nada para impedírselo. Vaya putada.

Mientras lo iba dejando con mi novia, sufriendo a un nivel que no pensaba posible a los 28 años, empecé poco a poco a desaparecer de las redes sociales, como consecuencia de las cada vez más frecuentes apariciones siempre lamentables de mis fotografías en los rincones más tristes de internet y que, puntualmente, colegas de todas partes del mundo me enviaban para que lo supiese.

Las estrellas de cine seguían ignorando por completo mi existencia y todo lo que iba saliendo con mi cara no era suficiente para volver a enamorar a mi ex. ¿Mostrarle con orgullo mi cara anunciando unos productos Costa para intolerantes al gluten habría vuelto a enamorarla? Sabía que no. ¿Ver mis ojos sugerirle beber Aguardiente "Amarillo" de Manzanares porque es "jueves" le habría hecho pensar que dejarme había sido un error? Joder no sé, pero creo que no.

El tsunami de humillaciones que internet tenía pensado para mí estaba en su máximo esplendor: Arabia Saudita, Alemania, Venezuela, los Países Bajos y más, si tenían que poner cara a algo asqueroso o lamentable —Dios sabe el porqué— siempre acababan eligiendo la cara de ese tío —yo— que solo quería volver con su ex.

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Alguien dijo que me vio en la Puerta del Sol de Madrid en un cartel enorme, pero que no había podido sacar ninguna foto. Un colega desde Aberdeen (Escocia) me dijo que había visto a alguien que me parecía mucho a mi en la fachada de una tienda de productos para bricolaje. Una amiga que reside en Tokio me vio pegado en un cubo de basura que promovía la recogida selectiva, señalando a aquel que no reciclaba con mi dedo inquisidor.

Una cantidad impresionante de artículos sobre toda clase de hombres mezquinos, violentos, machistas, insomnes, psicópatas y demás, parecían estar de acuerdo con que mi cara fuese la mejor entre millones y millones de otras caras a disposición para representarles. Guay.

Había perdido por completo el control de mi imagen pública. Ya no era cosa mía. Ya no tenía ningún tipo de derechos sobre mi cara. Como si fuera un esclavo, empresas y privados utilizaban lo que mi madre y mi padre habían creado para vender un producto cualquiera, y lo que en principio me hizo sentir algo excepcional había acabado mostrándome lo triste que es vender la propia imagen a los demás —o regalársela, como hice yo— y lo despreciable que es alimentar toda esa industria de vanidad que solo hace que quien se sienta guapo se sienta aún más guapo, y que quien se sienta feo se sienta aún más feo.

Fue un día muy particular aquel en que me di cuenta que un tal Guy-Manuel de Homem-Christo de Jordania —o de Arabia Saudita— decidió poner mi cara a la que probablemente sea la intro de una canción muy lamentable de un disco evidentemente prescindible. Siempre he estado convencido de que los árabes saben hacer las cosas a lo grande, pero no fue este el caso: solo 59 miserables visualizaciones, nada más para este horror de canción ilustrado con mi rostro.

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Esa misma noche soñé con Selena Gómez, después de haberme enterado de que ella lo estaba pasando mal por el mismo motivo, y recuerdo que le hablé más o menos así:

"Selena, ¿que nos pasa? ¿por qué nos importa tanto lo que dicen los demás? ¿por qué hemos decidido meternos en éste lío? ¿por qué no dejar el móvil, Facebook y toda esa mierda y abandonar la idea de ser famoso? ¿por qué quiero parecer perfecto para que otro me pueda amar? Seguimos buscando la popularidad, y esto también lo confirma ese famoso estudio de Robert Waldinger, ¿lo viste? la gran mayoría de la gente que el profesor de Harvard estudió a la largo de su larguísimo estudio, ha pasado toda la vida buscando la fama, el éxito, porque eso parecía lo mejor, la solución a todos sus problema. Pero a ti que te importa Selena, tu tienes 113.000.000,00 de seguidores en IG, yo solamente 657, y aunque tenga tan pocos también siento la necesidad de que me vean y les guste lo que hago".

El mensaje de un amigo que me mandaba el link del nuevo libro del super desconocido y probablemente muy malo escritor Scott Burtness, en venta a solo 3 dólares con 21 céntimos en Amazon —exclusivamente en formato Kindle, porque utilizar precioso papel para imprimir mi cara sería un malgasto de preciosa pulpa de celulosa— me despertó en el medio de esa conversación con Selena, a quien todavía no he vuelto a ver.

Pensé en hablar con mi amigo para pedirle que retirara esas fotos. Mi exnovia cambiaba su imagen del perfil dándome ataques de pánico, y yo seguía apareciendo en publicidades de cuchillas de afeitar. ¿Qué más me esperaba? Pues el golpe final, el más duro.

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Mientras me despertaba una mañana lluviosa, una amiga de Venezuela me preguntó por Whatsapp si yo tenía o había tenido una enfermedad del pene llamada parafimosis. Me alejé lo necesario para que la chica con la que había dormido esa noche no se enterase y le contesté a mi amiga que "no, he tenido alguna mierda en mi vida pero la parafimosis todavía no, ¿por qué lo preguntas?" le dije. "Nico, desde hoy toda Venezuela pensará que la tienes", me contestó.

Un tweet de "El Nacional".  Ese 7 de enero a las 22:50 de la noche, sus 4,09 millones de seguidores empezaron a asociar mi cara con esa "condición médica inusual en la que el prepucio retraído queda atrapado detrás del glande y no puede ser devuelto a su posición normal, cubriendo el glande del pene flácido" citando Wikipedia, que sigue diciendo "si esta condición persiste durante varias horas o si hay alguna señal de falta de flujo de sangre, la parafimosis debe tratarse como una emergencia médica, ya que puede causar gangrena", y de repente pensé en mi madre y del grotesco drama que su hijo estaba viviendo, él, que solo quería ser famoso, él, que solo quería que su madre, pegada a la televisión más horas de las que pasaba despierta, estuviera orgullosa de él. Había que hacer algo.

"¿Por qué ese mismo internet que tanto exalta y aprecia ese arte autocomplaciente me está destruyendo a mí, que solo quería un poco de gloria pero no demasiada?" me hubiese gustado preguntar a Selena Gómez, "¿Por qué una foto gris gusta menos que una donde hay mucha luz? ¿Por qué una playa de Menorca gusta más que una de Mallorca? ¿Por qué utilizan mi cara para un anuncio de productos para gente intolerante al gluten y no para la nueva campaña de Cristian Dior?".

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La depresión me acogió entre sus flacos y fríos brazos y parecía no tener intención de soltarme. "Mátame ahora mismo internet", gritaba en mi cabeza mientras fumaba desde mi balcón.

Y el teléfono sonó una vez más. Era una nota de voz de un amigo que vive en Sidney.

"Basta por favor…" pensé. "You're famous" me dice Sam al final de la nota de voz, y de repente la vida se convirtió en una cosa maravillosa. La compañía Exetel NBN, una de las más grandes y —espero— respetada empresa de telefonía de Australia había elegido mi cara como imagen de todas sus carteleras publicitarias para la campaña de marketing 2016-2017. De golpe, YO, estaba en casi todos los aeropuertos, buses, paradas de metro de esa fantástica monarquía constitucional federal parlamentaria que es Australia: 24 millones de personas veían —y ven todavía— el rostro de mi inútil persona por lo menos una vez por semana.

Estaba a punto de ser el nuevo Arshad Khan de Oceanía, listo para alcanzar la popularidad en las redes sociales y ver una K o una M al lado del numero de seguidores. Por fin el mundo se habría dado cuenta de mis capacidades como fotógrafo, como músico, como actor, como guionista, como chef, como critico musical, como modelo (obviamente), como artdirector, como dj de vez en cuando, y más.

Como burbujitas de un fresco champán que nunca podré saborear, los sueños de popularidad me embriagaron la cabeza día y noche durante esas excitantes semanas, hasta que me di cuenta de que en realidad nada iba realmente a cambiar y que mi ex no habría vuelto solo porque mi cara le recordara que Exetel NBN ofrece datos sin limites a 54,99 dólares australianos al mes.

Hoy, cuento esta historia para que tú —internet— sepas que te quiero y te odio a la vez como nunca me había pasado en mi vida con nadie, ni siquiera con ella. Es increíble como puedes hacerme subir hasta el cielo y luego dejarme caer. No sé si conseguiré dejarte un día, parece que no soy tan fuerte como para prescindir de ti, pero yo sé que debería intentar conseguir autoestima en la vida real, en las pequeñas cosas y en la calidad de mis relaciones más que en la cantidad.