Salir de fiesta es una encrucijada, o la pasas bien o la cagas. No hay de otra. Esta es la historia de una recagada.
Era un viernes como cualquier otro. Trabajaba en una agencia de publicidad reconocida en la que no llevaba más de 3 meses, de hecho era mi primer trabajo y estaba descubriendo hasta ahora las mieles de ganar dinero y gastar sin pedir, pero sobre todo, despilfarrar en ocio sin arrepentimiento.
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Vivía en carne propia los matices no muy esperanzadores de la vida laboral, me bastaron tan solo tres meses para descubrir que el trabajo es el más anti-natural de los inventos del hombre, sobre todo el trabajo de oficina.
A la fecha, tras cuatro años de supuesta madurez, no termino de acostumbrarme.
Es que no existe algo más castrante que salir de la universidad todo entusiasmadito, ávido por explorar el mundo y ejercer lo que hasta ese momento consideras “tu pasión” y encontrarte, en cambio, con un cubículo estrecho, frío, con una luz blanca cristalizándote los huesos. Enfrentarte a la triste realidad de regalarle tus mejores ideas a un gordo codicioso que no tiene ni idea de quién eres, ni qué quieres y que además te paga un sueldo miserable . ¡No! Y pa’ rematar tus compañeros de oficina resultan ser la selección Colombia de personas que valen huevo en la vida.
Qué horror.
El caso, la cosa es que en estos entornos de agencia los viernes suelen ser una especie de revancha con la vida, un desquite inmoral contra lo insulso y vacío que puede llegar a ser el día a día en este tipo de trabajos. Todos los viernes entradas las 7:00 de la noche y conforme íbamos acabando los trabajos forzosos de la semana, una horda de alcohólicos no declarados y socialmente bien vistos se reunía a embrutecerse con aguardiente en un lugar dispuesto por la misma agencia para ese cometido. Vivaces siempre los empleadores, lograban que la platica nunca saliera de la agencia. El sueldo que le pagaban a sus empleados retornaba intacto a sus arcas cuando estos terminaban comprando litros y litros de aguardiente con la esperanza de ahogar temporalmente la pena de vivir de esa forma tan indigna.
Tuve la suerte, eso sí, de compartir mi primer trabajo con mis dos mejores amigos. Por cuestiones de la vida terminamos trabajando juntos y eso hizo que lidiar con el desasosiego que nos producía pasar los días ahí se hiciera mucho más llevadero. Además, no les voy a decir mentiras, los tres éramos fervientes hinchas del traguito. Esta junta en realidad era un arma de doble filo.
Pues bien, ese día salimos y comenzamos el antiguo ritual de viernes. Compramos unas botellas y empezamos a tomar trago como lo dicta la ley colombiana. Nuestro jefe estaba de cumpleaños y a la vez estrenaba apartamento, por lo que pronto nos trasladamos a su morada con buena parte de los compañeros de oficina.
La verdad, la idea era estar un rato corto y evitar el mayor número de sobresaltos posibles, ya que uno de mis amigos y yo viajábamos al otro día a Cali a tocar en un festival de música con una banda de punk que teníamos en esa época. La van pasaba por nosotros a las 5:00 de la mañana y ni él ni yo habíamos alistado nada. Ni maleta, ni instrumentos, ni nada. Teníamos que volver a nuestras casas a como diera lugar.
Ni por el putas podíamos cagarla, pero igual, ¿qué probabilidades había de hacerlo?
“Tomémonos otrica y nos vamos”, le dije a mi fiel escudero de juerga…
Y eso fue lo último que recuerdo.
Al día siguiente: me levanté sin un peso en la cuenta bancaria
* * *
La siguiente escena, en una secuencia de momentos desaparecidos, fue despertarme sofocado por el calor de otro piso térmico. Abrí el ojo lentamente con un punzante dolor de cabeza y una sed imposible, y vi por la ventana un letrero que para mi sorpresa decía “Bienvenidos al Quindío, corazón de la zona cafetera”
¡Jueputa!
Nunca me lo imaginé. Estaba altamente confundido. Sentía como si el haber pronunciado esa última combinación de palabras hubiese abierto un portal que me teletransportó, en un parpadeo, a un lugar lejísimos de casa.
Mis compañeros de banda ya habían prendido la fiesta en la van, y yo necesité un par de tragos para adaptarme al inesperado panorama. En el ambiente había burla y un empute más que justificado en mi contra, los manes habían tenido que buscar mis instrumentos en la madrugada.
Ya eran las 2:30 de la tarde y paramos en un lugar a almorzar. Fue en esa fonda a medio camino de nuestro destino donde aproveché para reconstruir de a pocos la historia de esa noche, que literalmente, se convirtió en una para el olvido.
Resulta que se nos pegó la aguja. Mi amigo me contó que después de comprar la supuesta última botella, le sucedieron otras tres, cantidad suficiente para que en combinación con el cansancio acumulado de la semana, quedáramos fulminados. Volvimos mierda el apartamento nuevo de nuestro jefe, pataneamos tanto que incluso habían huellas de nuestros zapatos en las paredes recién pintadas y en los muebles recién comprados, eso sin contar las verdades que resultamos cantándole cuando la sinceridad de borracho floreció, ni las veces que le mandamos la cara a nuestras compañeras de trabajo.
Obviamente el man nos echó de la casa, ya había sido suficiente para él y sobre todo para nosotros. Para ese momento yo ya estaba de recoger con cucharita y mi amigo, que por cierto sufre de un extraño estado pre-narcoléptico que se exacerba con el trago, estaba tan mal como yo. Éramos dos casos perdidos en una carrera contra el tiempo.
Mi amigo sacó fuerzas de no sé dónde y en un último momento de lucidez logró montarme en un taxi en el que me llevó a su casa, punto de encuentro para nuestro viaje. Al llegar no atinamos a más sino a timbrar hasta despertar a todo el mundo en la casa, incluyendo a la abuela. Yo permanecía a un lado botado como un despojo y fue la mismísima madre de mi amigo la que tuvo que cargarme y meterme a la casa a rastras. Qué vergüenza con esa señora.
La van que nos llevaría a Cali llegó una hora después de esto, y yo continuaba en un sueño profundo sin notar la complejidad de la situación. Me desperté 7 horas después camino a nuestro destino, en un parador de paso en medio del eje cafetero.
Llegué, pero tuve que pasar un fin de semana completo en el calor inclemente de Cali. Sin plata, sin maletas, sin desodorante, sin cepillo de dientes,con los mismos calzoncillos…
Y ese fue mi castigo.
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