Qué vergüenza con ustedes.
Ilustración por: Curzi
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Finalizaba el mes de octubre del año 2009. Sí, era halloween, nuestra antigua época favorita del año. Ese día la fiesta se ponía tan seria que se desencadenaban en un revuelto imparable de tragedia y diversión, tanto los sucesos más memorables como los más atroces.
Nos alistábamos para una fiesta underground que se llamaba ‘La Jabonera’. Esta pelotera sin precedentes y de niveles exagerados de libertinaje, se realizaba a las afueras de Bogotá tomando la vía a Mosquera. Era una especie de rave punkero en el que las bandas de una naciente escenita capitalina (que brotó al calor del indie, el shoegaze y el new wave) iban a mostrar sus ruidosas tonadillas a un montón de jóvenes necios hasta el hueso, desjuiciados como diría mi mamá. La fiesta llegó a convocar por lo menos 500 personas en su versión más concurrida y se llevó a cabo en una casa maldita, abandonada y a punto de desplomarse.
En la época éramos muy cuidadosos a la hora de hacer nuestros mal llamados disfraces de Halloween, porque en realidad eran trajes confeccionados al detalle por nosotros mismos. Para esa ocasión diseñamos unas chaquetas de plástico negro, entalladas al gusto, con distintos acabados en el cuello y unos pantalones recubiertos por un polímero plateado, pegado con cauchola, que daban la sensación de haber sido importados directamente desde Marte. El resultado: parecíamos una suerte de estrellas porno intergalácticas que habían aterrizado por equivocación en Bogotá.
Del maquillaje ni hablemos.
Así que tomamos prestada la van del papá de un amigo, metimos una provisión más que generosa de licores y partimos a lo que sería una nueva instantánea de la adolescencia, digna de ser puesta en el corcho de la posteridad.
La señal era llegar a una vieja bomba de gasolina abandonada a mitad del camino, después del municipio de Madrid, y tras un viaje más bien corto y sin sobresaltos, llegamos. Ya nos habíamos bajado la mitad de la provisión etílica pero menos mal la cosa estaba bien prendida. Había buen quorum y se sentían esos nervios que daban antes de las grandes fiestas.
Pero de repente octubre hizo lo suyo y un palo de agua muy bogotano por poco termina cagándose la fiesta, inundando absolutamente toda la casa.
El lugar se convirtió en un lodazal gigantesco. En la zona central de la casa, donde había un patio, se formó un mar de agua-tierra que podía llegar fácilmente hasta la rodilla. Pero éramos jóvenes e irresponsables y eso no fue motivo suficiente para que los casi 200 ravers que habían se rindieran y pararan la fiesta, así que justo cuando el agua menguó, salieron personas de los muchos escaparates de la casa a seguir la fiesta en el lodo, sin mente, como si nada hubiera pasado. Los organizadores se dieron mañas para que la música siguiera sonando y tuvimos así la oportunidad de tomarnos las botellas y botellas de licor que habíamos llevado.
Recuerdo que en el lugar había un sentimiento de destrucción y éxtasis tan increíble que nos vimos sumergidos en una euforia colectiva sin igual. Nos abrazábamos todos con todos como loquitos. Tal era la euforia que el trago prácticamente nos pasaba derecho como agua y se fue en una sola sentada.
Mientras el baile en el lodo transcurría, logré un acercamiento exitoso con una chica, tan exitoso, que tuve que pedirle las llaves de la van a mi amigo, ¿saben?
No recuerdo bien cómo terminó eso pero en esa van amanecimos, y amanecieron con nosotros mis amigos y mi hermano.
Éramos un desastre. Enguayabados, con el lodo hasta las orejas, maquillados y con esos trajes intergalácticos puestos, parecíamos sacados de una película que aún no se ha escrito. Tomé las placas de la chica y nos devolvimos a Bogotá. Mientras regresábamos tuvimos la brillante idea de terminar de tomarnos el trago que quedaba, que era tanto, que se podía armar una nueva fiesta con eso.
Yo me emborraché al instante y lo siguiente lo cuento como me lo contaron.
Yo ahí ya estaba en piloto automático.
***
Dicen que al llegar a Bogotá parqueamos en la suba con 126, cerca de la casa del dueño del carro. Justo al lado de ese lugar había uno de esos lavaderos llamados ‘Lavafante’, queríamos a hacer vaca para mandar a lavar el carro…
y pues lo demás es historia, historia patria.
La ecuación, era sencilla: lodo hasta el jopo, trago hasta el cogote, un Lavafante y mi hermano.
No pasó mucho tiempo y ya estábamos corriendo entre los chorros de agua automáticos, una y otra vez como niños en Piscilago. La risa estruendosa de los espectadores nos incitaba a continuar con el juego, así que le optamos por decirle a uno de los operarios del lugar, en tono bastante mandón y en letra cursiva, que nos bañara con una de sus mangueras de agua a presión. El operario al principio se reusó pero luego de vernos tan borrachos e insistentes, cayó en cuenta en lo divertido que podía llegar a ser que este hecho insólito interrumpiera su tediosa rutina laboral, y accedió a hacerlo con una sonrisa en la boca.
Primero el jabón, esa espuma rosada (que por cierto duele bastante en los ojos) cayendo lentamente sobre nosotros, y luego, el momento cumbre, esa manguera de agua a toda velocidad que es capaz de quitar de los rines y los motores el lodo más adherido de todos.
Quedamos relucientes, pero tuvimos que esperar bastante para poder regresar a casa. Y así fue como terminé amanecido y borracho bañándome en un Lavafante.
Qué vergüenza con ustedes.
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