Albert Rivera volvió a ser lo mejor/peor del debate

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Que Albert Rivera era un meme era algo que veníamos tiempo sospechando. Pero lo de ayer en el debate no fue sino su consagración, su ascensión a los cielos como paradigma memético de la política nacional. España cenaba y miraba a la tele pendiente de qué sacaría del atril: corchopanes, pergaminos, unos boletos de la Lotería del Niño, el jodido satisfyer, al perro Lucas…

Pero Rivera, que es como Ceci y siempre gana, sacó un adoquín. Un jodido adoquín de “su ciudad, Barcelona”. Porque también se ocupó a lo largo del debate en dejar bien claro dónde había nacido, de dónde provenía y lo orgulloso que estaba de sus raíces charnegas. Faltaría más. La sensación al verlo era la de estar viendo un espectáculo de magia por segunda vez, sabiendo cuál es ya el desenlace de cada truco. La de volver a convivir con el notas de cuarto de la ESO que repetía una y otra vez la broma del abogao y a la primera hacía gracia, a la segunda tenías que esbozar una ligera sonrisa pero en el tercer trimestre ya le habías mandado callarse durante 80 años unas cuantas veces.

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Y mira que el pobre lo intentó. Lo intentó con sus anécdotas de yerno que intenta agradar a la suegra en la primera comida de domingo, hablando de sus abuelos andaluces a los que algunos consideran, dice, “bestias”. O mentando a su hija Daniela y prometiendo que Ciudadanos será el partido de la familia —una lástima que eso solo sea creíble para las que quieren comprar niños—.

Tras el adoquín volvió a sacar el pergamino y unos cuantos corchopanes. Y vino la sensación de que, ante un debate más o menos serio, Rivera quedaba totalmente fuera de juego. Por mis grupos de WhatsApp y supongo que por los de mucha gente el comentario recurrente anoche era que menuda mierda de debate. Que qué aburrido. Pero el problema, quizá y por una vez, no fueran ellos sino nosotros.

Nosotros ávidos de retuits y de likes, nosotros asistiendo al mayor acto de campaña televisado como quien ve el debate de Supervivientes o un partido de Champions, nosotros interesándonos por segunda vez este año —la anterior fue con motivo del debate del 28A— por la cosa política, nosotros queriendo rascar un puñado de likes a cuenta del feminismo haciendo mofa de que esa “masculindad tóxica habría que haberla aprovechado metiéndolos en un ring en lugar de en un plató”, nosotros con el cargador portátil en el sofá, no fuera a ocurrir el drama: quedarnos sin batería y no poder subir un par de Stories de Abascal con el filtro del payaso para que el mundo en general y el tío que nos echa fichas en particular comprobara una vez más lo que somos.

Lo de ayer fue un debate serio mal que bien, más o menos a la altura de lo que probablemente ocurra el próximo domingo: que los españoles votaremos exactamente lo mismo que en abril y que el lunes amaneceremos de nuevo en el día de la marmota. Y eso es lo realmente aburrido y lo realmente jodido. Eso y los que ayer quedamos a ver el debate como quien queda a ver Eurovisión, los que nos aburrimos, claro, por no tener demasiadas razones para decir, como de costumbre, lo de “tenemos los políticos que nos merecemos, vaya putos memes”.

La vergüenza que a veces sentimos ante sus apariciones —véase lo de Rivera adoquín en mano— no es ajena sino propia: si existen es porque existimos, si son como son es porque nosotros también lo somos. Por eso que hoy hablemos más de ese trozo de asfalto que de lo poco que se mencionó ayer la mochila austriaca, las pensiones o la emergencia climática no es, por una vez, culpa de Albert.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

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