Artículo publicado por VICE Colombia.
Si algo nos enseña la experiencia política es que una situación de opresión no tiene por qué inducir mecánicamente a las personas a pujar por una sociedad más igualitaria y democrática. Esta nueva enseñanza de nuestros tiempos implica un revés a la creencia de que existe un vínculo necesario e inmediato entra la subalternidad y el deseo de transformar la sociedad. De hecho, a menudo vemos cómo tiene lugar lo contrario y los oprimidos parecieran identificarse con los que perpetúan su opresión y rechazan instintivamente a los que buscan ponerle fin.
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En esa dirección, otro de los aprendizajes que podemos sacar es que la política no se mueve en el ámbito de las “buenas razones”, como si fuera posible revertir la opinión de la gente con argumentos o datos contrastables. Muy por el contrario, la política pertenece al terreno de los deseos y las pasiones, y es desde allí como se articulan de manera difusa, frágil y contingente ciertas transformaciones sociales.
Por eso, es un error de cierto liberalismo propiciar cierta neutralidad racional como condición de la política, como si fuera posible partir de una posición despojada de nuestras pasiones y de los conflictos asociados a ellas. Sin pasiones no hay política y sin política no hay vida en comunidad. De hecho se ha vuelto muy común ver a los defensores de estas posturas de centro sacando a relucir sus pasiones, empleando retóricas que apelan a las emociones.
Pero, asimismo, es un error muy habitual creer que desde la crítica uno se encuentra en una posición privilegiada para juzgar las pasiones colectivas de su pueblo, al punto de rechazarlas y despreciarlas cuando no se ajustan a un ideal de sociedad. Hegel llamaba a esta postura “el alma bella” y se trata de una especie de lucidez desencantada que surge tras descubrir que el mundo no se realiza según nuestro deseo. Así, si la postura de centro es la ficción que se organiza para poder esquivar los conflictos de fondo, la figura del alma bella es el abandono en el que sucumbe cierta izquierda cuando pierde su conexión con el pueblo al que busca interpelar.
Estas enseñanzas llevan a preguntarme si acaso el malestar experimentado a raíz de la consulta anticorrupción no estaría asociado a estas dos formas viciadas de pensar la coyuntura, como si perdiéramos de vista la oportunidad política que se abre tras esta votación popular. Lo primero que cabe resaltar es que se trata de una consulta popular, un mecanismo por el cual los de abajo tienen el poder de interpelar a los de arriba. Más de 11 millones de colombianos creyeron en ese poder e hicieron uso de su derecho. Menospreciar a los votantes, bajo la premisa de que se trata de una consigna vacía, habla más de nuestras propias limitaciones y prejuicios para comprender cómo se articula la voluntad popular que de la inteligencia o estupidez de un pueblo.
El éxito relativo de la consulta anticorrupción ha consistido justamente en su capacidad para funcionar como una especie de significante vacío capaz de articular un conjunto de quejas y malestares individuales y traducirlos en una demanda colectiva. A diferencia de otros países, donde las insatisfacciones sociales se traducen en políticas antimigratorias o manifestaciones de corte xenófobas, clasistas o fascistas -algo que el Centro Democrático intenta sin éxito producir en la ciudadanía-, y que crean un antagonismo entre los mismos sectores populares azotados por el neoliberalismo, en Colombia, por el contrario, se consiguió aglutinar fuerzas alrededor de una consigna popular, que remueve energías populares y que apunta a la posibilidad de fortalecer el discurso de la oposición a un gobierno de claro signo plutocrático.
Hay un hecho difícil de controvertir: el malestar social obtuvo más votos que el uribismo en las recientes elecciones. Y existe, sin duda, el riesgo de que los consensos alrededor de la bandera de la anticorrupción se transformen, en manos del gobierno o de los propios promotores de la consulta, en una retórica de vacuo moralismo, incapaz de lidiar con las causas profundas de la corrupción. Ahora dependerá de la astucia y la pedagogía de las diferentes fuerzas sociales para traducir los votos en una verdadera demanda democratizadora.