Historias terribles de gente que ha alquilado su piso durante las vacaciones

La vivienda turística lo está petando. No en vano, y según datos del V Barómetro del Alquiler Vacacional en España (2018), se emplean hoy día en más de 110 millones de viajes (29 millones por parte de los residentes en España).

Es obvio que a nadie le amarga un dulce y que, sobre todo en verano, la práctica les puede reportar suculentos beneficios a los dueños de esas viviendas. Lo que pasa es que, como en cualquier otro negocio, también conlleva sus riesgos.

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Y aunque los anfitriones y propietarios suelen toparse con gente convencional, hay ocasiones en las que meten en su dulce morada a gente rarita. Gente capaz de realquilar el piso sin autorización, de dejarlo hecho un asco o de, directamente, convertirlo en un cutre burdel.
Hemos recabado varios testimonios de personas que decidieron alquilar su vivienda y se arrepintieron de haberlo hecho:

La bolsa de los condones

Decidí alquilarle una habitación por unas semanas a un chico, quien a su vez metió al camarero de un bar heavy para compartir la habitación. Con ellos se apuntó también otro heavy, este último sin pagar ni un euro y para vivir en mi sofá.

Yo ya había tenido antes otros parásitos viviendo en el sofá, y no hablo sólo de los chinches. Incluso alguna vez he sido yo el parásito. No pasa nada cuando se trata de algo temporal y se respetan una serie de normas de convivencia. No era este caso.

Un día llegué del trabajo y encontré un saco lleno de preservativos usados sobre mi escritorio. No entendía qué podía hacer eso allí. Lo cogí con la punta de los dedos y lo llevé al salón, donde estaban todos.

— He encontrado esto sobre mi mesa, ¿de quién es?
— ¡Ha! ¡Son míos! —dijo el tipo que vivía gratis en el sofá.
— ¿Y qué hacían en mi cuarto?
— Nada, es que hoy me he follado a una en tu cama y se me han olvidado…

Empezó a picarme todo el cuerpo y pasaron unos segundos hasta que por fin reaccioné. Yo no soy de los que se enfadan con facilidad, pero ese sintecho ya se había pasado. Con una voz de demonio que ni yo mismo pude reconocer, le grité a desgarro y con todas mis fuerzas que se largase ahora mismo del piso.

Él echó a correr hacia la calle y salió por la puerta como alma que lleva el diablo. El resto de compañeros me miraban atónitos y en silencio. Entonces pensé en voz alta: “No, quien se larga soy yo”.

Felipe, 30 años, Madrid

Albergue juvenil

Alquilo el piso que heredé de mis abuelos todos los veranos desde hace un tiempo. Una semana de julio llegaron tres amigos italianos que pensaban quedarse un mes y medio. Se les veía muy majos y educados. Les di las llaves y, como de costumbre, no quise atosigarlos durante las siguientes semanas. Yo me fui a casa, vivía a poco más de una hora del piso alquilado, y así quedó la cosa.

Da la casualidad de que una de mis vecinas del piso es también amiga mía. Un día me escribió y me comentó que menudo jaleo y trasiego de gente había por allí cada dos o tres días. Me extrañó, porque mis huéspedes eran solo tres y se les veía bastante ‘tranquilos’. Además, les dejé claro que solamente podían quedarse en el piso ellos.

El caso es que al cabo de tres semanas, esta amiga me volvió a escribir y opté por acercarme allí una mañana para ver si todo estaba en orden. Al llegar a la puerta, me topé con una chica que no conocía de nada, abriendo la puerta de la casa con su propia llave. Pero es que al entrar, vi por el pasillo a otras dos señoras que conocía aún menos. Me empecé a poner de los nervios y les pregunté qué hacían allí y que dónde estaban los huéspedes a los que alquilé el piso. Una de ellas, la más jovencita, me dijo que no tenía ni idea, que a ella le había alquilado el piso por unos días otra de las chicas que estaban allí.

En el salón, que apestaba a marihuana, había dos colchones tirados en el suelo, rodeados de todo tipo de bebidas alcohólicas. En uno de los dormitorios había dos chicos más en calzoncillos que decían no tener relación alguna con las otras chicas. Al cabo de un rato apareció por allí uno de mis huéspedes, y se quedó blanco al verme.

Le pregunté por los otros jetas y también qué demonios pasaba allí. Me dijo, sin despeinarse, que los otros se habían ido dos semanas a la ciudad de al lado y que para no perder dinero habían decidido poner el piso en una página de anuncios. ¡Como si fuese suyo!

Les di media hora a todos los que había allí dentro para largarse. Lo mejor fue cuando una de las chicas me preguntó si le dejaba darse una ducha y pintarse, ya que siempre que sale de casa tiene que ir maquillada…

Marisa, 24 años, Barcelona

El picadero

Mis padres tienen un apartamento chiquitito en la playa (de una habitación) y me dijeron hace un par de años que probase a alquilarlo por Internet, por lo que lo puse en una página de anuncios. Un día me hicieron una reserva de dos semanas dos chicas inglesas que venían a disfrutar de la playa, aparentemente normales. Quedé con ellas para darle las llaves y no me causaron mala impresión. Durante la mayor parte de los días que estuvieron allí, no me llamaron para nada ni hubo problema alguno con los vecinos (cosa que yo temía al principio).

Pero el penúltimo día sí que se puso en contacto conmigo la vecina de al lado para decirme que a las tantas de la madrugada las chicas estaban de fiesta, música, gritos y peleas, y que no paraban de entrar y salir chicos del piso. Yo llamé a las chicas pero me dijeron que solo habían hecho una pequeña fiesta y que lo sentían por las quejas de los vecinos. El mismo día que se iban les escribí para decirles que me pasaría por allí, y me dijeron que se habían tenido que ir un poco antes y que me habían dejado la llave dentro del buzón. Cuando llegué allí, aluciné con el percal.

El piso estaba patas arriba y apestaba a tabaco. Pero lo peor llegó cuando entré al salón y a los dormitorios y los encontré llenos de botellas de vodka y cerveza y condones usados por todo el suelo, los sofás y las camas. También había tampones usados en el suelo del balcón. La cocina no estaba mucho mejor, y la montaña de platos y vasos sucios en el fregadero y la encimera llegaba casi al techo. Y el baño daba asquito: había cuchillas de afeitar por todas partes también. Lo habían usado de picadero, básicamente.

Todavía me quedaba el susto mayor. Estando en uno de los dormitorios veo que de debajo de la cama sobresale un trozo de mano. Me puse a gritar asustada y al cabo de diez segundos ¡salió de allí debajo un tío! Un chaval moreno y delgado español que no tendría más de veinte años, medio borracho y preguntándome por las chicas. Se había quedado frito allí mismo y las dos inglesas ni cuenta se habían dado. Lo mejor fue cuando me dijo el cabrón “¿Ya ha terminado mi colega? Entonces me toca a mí”.

Le di dos minutos para salir de allí por patas, y que si no llamaría a la policía. Y el tío cogió su cartera y se piró. Como era de esperar, nadie me cogió el teléfono cuando intenté llamarles para pedir explicaciones. Me quedé con todas las ganas de cantarles las cuarenta y preguntarles por qué eran tan guarras. Después de eso tuve que limpiarlo todo y no volví a alquilarlo nunca más. Lo quité de la web y todavía no le he contado a mis padres exactamente lo que vi. De hecho, suavicé la historia para que no le diera un soponcio a mi madre.

José, 29 años, Málaga

Los vampiros

Suelo alquilar mi piso en verano. Esa vez, estábamos en agosto, en plena Feria de Almería. Unos hombres, que parecían ser amigos de tiempo, hicieron una reserva e insistieron en que tenían que entrar en el piso por la mañana. Les dije que, como ponía en mi anuncio de la web, la entrega de llaves se hacía normalmente por la tarde. Pero se pusieron tan pesados que les dije que vale, aunque les advertí de que podían pillarme limpiando cuando llegasen. Y después de todo, se presentaron en el piso por la tarde, tardísimo. Me tuvieron esperando dos o tres horas allí y, justo cuando ya estaba en el portal a punto de irme a mi casa, aparecieron. Les di la llave y ni subí arriba a ‘recibirlos’.

Se quedaron pocos días. Al irse, dejaron trozos de cebolla y ajos en los dormitorios, debajo de todas las camas. En el pasillo había cáscaras de cebolla también. Cuando vi aquello, me quedé flipando. Me entró la paranoia. Y les escribí a través de la plataforma un comentario que es el más borde que he escribo en mi vida:

“Después de advertirles innumerables veces que la hora de llegada era a las tres, accedí a recibirlos a las dos. Sin embargo, llegaron a las cinco. Poco importó que les llamara, pues no respondían al teléfono. Una vez se fueron, dejaron dientes de ajo por las habitaciones. ¿Qué tipo de ritual hicieron en mi piso? Nadie lo sabrá. ¿Por qué habrá restos de cebolla en el pasillo? Espero que esto me traiga al menos buena suerte, y no sea una maldición. Si quieres volver a Almería, por favor, no te quedes en nuestra casa. Espero que, por lo menos, hayas disfrutado de la feria de la ciudad”.

Ramón, 29 años, Almería