Álvaro Uribe: el honorable empresario del campo

Con argumentos de fondo, y también de forma simplista y ligera, muchos colombianos repiten desde hace décadas esta sentencia: que la inequidad en la distribución de la tierra —un problema económico del siglo XX— ha sido una de las principales causas del conflicto armado. No lo dicen en vano, de todas formas. Incluso en los intentos de buscarle una solución al problema, las viejas violencias se replican hasta hoy. Un punto entero del acuerdo entre el gobierno y las Farc trata de eso: la tierra. De ahí hacia atrás, desde hace más o menos un siglo, nos la hemos pasado en esas: discutiendo sobre la urgencia de una reforma agraria integral.

Y nada.

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El problema es sencillo y tiene la forma de un círculo vicioso. En este país no solamente hay gente que tiene mucho, sino que también buena parte de lo que posee es producto de la violencia, del despojo y del desplazamiento. Seamos claros: la inequidad no va a parar si no se da una limpieza verdadera de los títulos sangrientos que demasiadas personas adquirieron en Colombia durante las décadas de la guerra. Y no se detendrá si nuestros líderes políticos siguen azuzando ese tipo de arreglos, si los siguen defendiendo, si siguen escudándose en cuestiones técnicas que, aunque amparadas por la ley, están lejos de algo muy sencillo: el mandamiento moral.

Seamos claros: la inequidad no va a parar si no se da una limpieza verdadera de los títulos sangrientos de la guerra

La semana pasada, para no ir muy lejos, la Contraloría General de la República difundió un listado de predios supuestamente adquiridos bajo la figura de la acumulación indebida de baldíos. Entre ellos, de primera, salía la finca más famosa de Colombia, El Ubérrimo, cuyo nombre sirve hasta de adjetivo, adueñada en Córdoba, entre los municipios de San Carlos y Montería, por el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

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Dice el documento que este era uno de los 322 predios que habrían pasado los límites de las Unidades Agrícolas Familiares por medio de la acumulación de baldíos. Es decir: un predio que habría violado un mecanismo legal para aumentar la inequidad en Colombia, al sobrepasar los límites en 103 hectáreas. Mucha tierra de por medio. La Agencia Nacional de Tierras investigará ahora si esto es cierto o no.

El expresidente, que por lo pronto es inocente de lo que se le acusa, se pronunció, muy a su estilo, persuasivo y seguro de sí mismo. Pidió que lo investigaran, pues todo lo había comprado legalmente. Y remató su defensa en Twitter con un video de un minuto y medio en el que sostiene que las 103 hectáreas fueron adjudicadas “ajenas a su familia o persona”; que las compras son legales porque el Estado adjudicó estos predios antes de la Ley 160 de 1994; que los predios, además, no tenían la advertencia de ser baldíos en la matrícula inmobiliaria; que irá hasta las últimas consecuencias; que no se dejará ganar del régimen castrochavista; que jamás renunciaría a su condición de “empresario honorable del campo”.

Por Dios.

Sus palabras suenan muy bien para quienes comparten esa concepción de Colombia: la de un poseedor de largas propiedades estrechamente ligado con la política, señalado de que habría enriquecido a familiares suyos durante su gobierno y manchado por su ministro de Agricultura, hoy encarcelado por haberles dado dádivas a los ricos de este país a través del programa institucional Agro Ingreso Seguro. Sus palabras, palabras de líder, se oponen por supuesto a cualquier asomo de equidad, y están veladas por un aura errada de justicia: ‘Esto yo lo compré y es mío, y ningún dictador viene a quitármelo’.

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Liderazgos como el de él nos sobran en la Colombia de hoy, pues nos sumen en otros 50 años de tener que lidiar con los mismos problemas del pasado. Dar la vuelta o hacer un proceso de paz o tener firmado un acuerdo para redistribuir la tierra no será posible con ese tipo de declaraciones.

Tal como lo afirma la experta en tierras Yamile Salinas, legalizar la acumulación de tierras en Colombia “impide documentar fenómenos de violencia, corrupción, proyectos económicos y estrategias de despojo disfrazadas de negocios legales, que propiciaron la acumulación de Unidades Agrícolas Familiares o la ocupación ilegal de baldíos, ampliamente denunciados por la Corte, la Contraloría y la Superintendencia de Notariado y Registro, entre otras entidades”.

Dar la vuelta o hacer un proceso de paz para redistribuir la tierra no será posible con ese tipo de declaraciones

En últimas, el mensaje debe ir hacia abajo, hacia nosotros, los ciudadanos que elegimos a este tipo de líderes en las urnas: ¿Qué país queremos? ¿Quién nos representa? ¿Quién vela por los muchos que no acumularon tierras y riquezas? ¿Seguimos con los mismos?

Las preguntas siguen abiertas mientras se prepara un proyecto de ley para solucionar el problema de las tierras. Si las posturas de “Lo mío es mío, ¿y qué?” son las que más resonancia tienen en Colombia, tal vez estamos escuchando a la parte menos representativa de la sociedad. Porque acá no todos somos grandes latifundistas: casi ninguno. Oír a las otras voces se hace necesario, sobre todo ahora, cuando podría limpiarse, por fin, el origen de la repartición desmedida de tierras en algunos pocos.

Debe haber, como alega el gobierno, un acuerdo en el que quepan todos (empresarios y campesinos). Pero no podemos hacernos los de la vista gorda con este problema. No jodás.

* Este es un espacio de opinión. No representa la posición de Vice Media Inc.


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