México exporta muchas plantas célebres al mundo, pero en las regiones donde se cultiva amapola uno puede conducir durante horas por caminos que no merecen ese nombre con la sensación de que la agricultura se esconde. En la sierra de Guerrero, un estado situado en la costa del Pacífico en el que se siembra más del 60 por ciento de la amapola del país, el maíz y los árboles frutales solo crecen en pequeñas parcelas alrededor de las casas. Encontrar matas de café es casi un imposible. Para escuchar historias sobre cómo la vida giraba alrededor de estos cultivos hay que hablar con los más viejos del lugar o rebuscar en los recuerdos infantiles. Incluso en ellos, el rojo intenso de las flores de amapola es parte fundamental de las escenas.
La amapola es una joven extranjera en México: llegó a Sinaloa, en el noroeste del país, durante la segunda mitad del siglo XIX a través de la migración china. En poco más de un siglo ha arrinconado a los cultivos endémicos, pero sin ella no se explica la supervivencia de cientos de comunidades del campo mexicano. Por eso en las zonas amapoleras lo nuevo e ilegal preside el paisaje y la tradición se refugia.
Videos by VICE
Hace unas semanas hablé con una cultivadora de Guerrero a la que llamaremos Yuma porque ha pasado demasiados días encogida entre las balas para dar su nombre real. El inicio de su historia parecía sacado de un cuento costumbrista sobre el campo, pero su vida encaja mucho mejor en un tratado capitalista. Cuando tenía cinco años, en la década de los 80, Yuma vio la planta por primera vez. Fue un día de cosecha en el que la comunidad subió al monte para extraer la leche de la amapola: el opio. A los 16 años aquella planta se había convertido “en su forma de vida”. En realidad, de la de ella, de su familia y de todo el pueblo: los que no sembraban se contaban con los dedos de una mano, el que tenía una tienda de abarrotes también dependía del dinero de la amapola para su negocio, el maíz daba solo para las tortillas. La amapola era el único recurso y desde hace un par de años ese dinero se acabó porque desde China, el país de donde había llegado la planta, y sobre todo desde la ciudad de Wuhan, hoy célebre por ser el origen del coronavirus, se comenzó a exportar el fentanilo, un opiáceo sintético, más barato, potente y sencillo de transportar a Estados Unidos que la heroína.
Desde finales de los 90 el boom de la demanda estadounidense y la pobreza estructural de México regaron la amapola por los campos mexicanos.
Un lugar remoto del campo mexicano, a veces inaccesible por las lluvias o por la violencia, entró en una “crisis de producción” de manual. Desde finales de los 90 el boom de la demanda estadounidense y la pobreza estructural de México regaron la amapola por los campos mexicanos. En 2017, el año pico de producción de goma de opio, las hectáreas de amapola se habían multiplicado casi por 25 respecto al 2000. Un competidor más cualificado bajó el valor del producto a los suelos. En solo tres años el kilo de opio pasó de unos 1.800 dólares a 250. Hace tiempo que los campesinos se habían convertido en proletariado.
“La gente mayor te dice que los jóvenes no son campesinos, son amapoleros. No saben sobre otros cultivos. Se han convertido en rayadores o almacenadores, que son oficios especializados. Es un proceso que, sin ser endémico, se vuelve central en la vida de las comunidades”, dice Romain Le Cour, investigador de Noria Research y doctor por la Universidad de la Sorbona.
Yuma dejó de plantar amapola el año pasado porque no le cubría los costos. Intentó sobrevivir vendiendo el poco excedente de duraznos a diez dólares la caja en el cruce de caminos que pasaba por su pueblo. Llegó la pandemia, los caminos se cerraron y ya nadie pasa por ahí. Ahora mantiene a su hija, que tiene una discapacidad, a sus padres y a dos de sus sobrinos con el trueque.
Ni la dependencia del campo mexicano de la exportación es nueva, ni tampoco que la razón de sembrar amapola es llegar a Estados Unidos. En el libro El siglo de las drogas el académico Luis Astorga recoge un testimonio de la década de los 30, cuando las autoridades empezaban a enfocar los sembradíos de amapola cada vez menos como un asunto de salud y cada vez más como un tema de seguridad. El protagonista es el jefe de la Campaña contra el Alcoholismo y otras Toxicomanías que hablaba en un periódico local sobre cómo los cultivadores a los que se les había erradicado sus plantas “consideraban injustificado este acto porque la cantidad de opio obtenido se exportaba totalmente a Estados Unidos y, por lo tanto, no correspondía, según su criterio, al Gobierno de México la represión de estas actividades, supuesto que ellas no perjudicaban a los mexicanos”. Lo nuevo es que el opio no sea rentable. Sabemos qué ocurre cuando el mercado de valores entra en crisis —lo veíamos en los libros de historia con el crac del 29 y lo vivimos en 2008—, pero desconocemos las consecuencias de la crisis de un mercado ilegal en un campo empobrecido donde es el único sostén de miles de familias.
Rosa Julia Leyva, una guerrerense que conocí hace años, me contaba que mientras ella era una niña fascinada por la belleza de las flores de amapola que acaban de llegar a su pueblo, había visto la luz eléctrica por primera vez. Un cultivador me dijo en una ocasión que su padre había estado preso dos años y medio por tráfico de drogas, pero que él y sus hermanos hacían lo mismo porque qué iban a hacer. En la sierra de Sinaloa conocí a una familia de una comunidad a seis horas del último camino asfaltado. Habían regresado a su casa después de más de dos años desplazados por las luchas de los grupos criminales. La comunidad era un pueblo fantasma: casas calcinadas, vidrios rotos y un par de gallinas picoteando. Lo único que había permanecido igual eran los plantíos de amapola, donde la familia trabajaba antes y después de huir. Su hijo pequeño veía cómo las avionetas sobrevolaban su casa y soñaba con ser piloto para escapar.
Que una droga dé pérdidas es la última de las paradojas alrededor de la amapola, una planta que ha sido al mismo tiempo condena y salvación. Aunque convirtió los cultivos tradicionales en recuerdo, permitió que la migración dejara de ser el destino de mucha gente. Los jóvenes miraron a las modas de la ciudad —el coche del año, la ropa de temporada—, pero permanecieron en las comunidades. La convivencia de varias generaciones recuperó tradiciones culturales. Cultivar amapola criminalizó a los campesinos, alrededor de la planta se generaron luchas de grupos armados y la militarización, que disparó la violencia, pero a la vez fue un punto de unión para la organización de la defensa de las comunidades. La planta ilegal que llegó de Asia a uno de los países más biodiversos del mundo se convirtió en identidad y cierto progreso, en principio y fin para el campo. También en un delito que en cierto modo funcionaba a las autoridades encargadas de perseguirlo.
“Cuando la amapola ilegal funcionaba le funcionaba a mucha gente, no había que hacer ni rutas, ni servicios públicos y sociales. Es como una anestesia esponsorizada por la amapola. Cuando sales de esto te das cuenta de que no hay nadie dispuesto a sacarlos de la economía ilegal. La inversión pública gubernamental está por los suelos. Al final te das cuenta de que convenía a todos porque no te tienes que hacer cargo”, dice Le Cour.
Los sembradíos siguieron creciendo en medio de la célebre guerra mexicana contra el narcotráfico, solo las leyes del mercado consiguieron que algunas familias dejaran de cultivar porque la amapola, más que otra cosa, es una planta industrial. No sabemos si la crisis será temporal o permanente, si estas son las últimas cosechas de la amapola o una interrupción en un ciclo que vuelva a arrancar por el estímulo de los mercados, pero entre tanto la situación de lugares como Guerrero es crítica. La amapola no hizo que se abandonara la vida del campo, el abandono del campo convirtió a la amapola en la solución.
Pensar en una alternativa, sea la regulación o la sustitución de cultivos, en caminos que no merecen ese nombre es complicado. El simple hecho de transitarlos lo es. No solo por la violencia, el control territorial del crimen o la desconfianza que genera la ilegalidad. La fragilidad se puede entender desde algo más sencillo. Hace unos cinco años casi me muero —y mato a dos personas— porque la potencia de mi coche no fue suficiente para superar una pendiente embarrada. El coche derrapó y una de las ruedas traseras quedó en suspenso en un precipicio.
Este artículo hace parte de la sexta edición de Vice en Español, Planta: Latinoamérica desde la raíz, en la que tratamos de entender las relaciones que como latinoamericanos tenemos con estas plantas maestras. En los enlaces puedes leer las historias sobre peyote, chile, coca, tabaco, cacao, ayahuasca y marihuana.