A las nueve y media de la noche del 4 de enero de 2020, varios tiros rompieron la tranquilidad del barrio El Centenario, en la parte alta de Algeciras, Huila, al suroeste de Colombia. Dos hombres encapuchados llegaron en moto y, sin tocar el timbre ni mediar palabra, desocuparon los proveedores de sus armas contra la casa de Javier Montaño. En ese momento, Javier veía televisión con sus hijos y, al observar que las balas atravesaban puertas y ventanas, todos se tiraron al suelo y el padre cubrió a los jóvenes con sus brazos. Cuando cesaron de tronar los disparos, se detuvo el tiempo por un instante: olor a pólvora, silencio absoluto y vidrios rotos por todas partes. Luego, un aullido de dolor y pánico hizo aterrizar de un golpe a Javier. Un caudal de sangre espesa corría libre por el piso de baldosa, emanando a borbotones de la pierna de su hijo John Héctor, de 17 años.
Javier llevaba varios años sin ver heridas de guerra, desde cuando integraba las filas de la Columna Móvil Teófilo Forero de las FARC-EP. Después de acogerse al acuerdo de paz que la guerrilla firmó con el Estado colombiano en 2016, creyó que no volvería a ver sangre brotando de esa manera, mucho menos del cuerpo de su hijo menor. Tiempo antes del atentado, en septiembre de 2017, Javier y otros veinte compañeros de la antigua guerrilla y sus familiares —unas cuarenta personas en total—, salieron del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Miravalle, en Caquetá, con miras a establecer una cooperativa cafetera en Algeciras, un municipio bien situado, donde abunda la agricultura y de donde son oriundos varios de los excombatientes de La Teófilo.
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Para Javier y su socio Miguel Suárez, quien también militó en la Columna Teófilo Forero, la vida en el “posconflicto” —como algunos llaman el periodo que vive Colombia desde el desarme de las FARC— nunca llegó a ser tranquila: la esperanza duró hasta que empezaron los problemas económicos y las amenazas. La tan esperada paz rápidamente dio paso al miedo y la incertidumbre, a los asesinatos selectivos en campos y ciudades. A cuatro años de la ceremonia que refrendó el acuerdo de paz en el Teatro Colón de Bogotá, han sido asesinados 251 excombatientes según el partido Farc y un número incierto de sus familiares.
La mayoría de los ETCR —zonas establecidas para facilitar la adaptación de los exguerrilleros a la vida civil— fueron construidos en lugares remotos donde no hay trabajo y adonde la infraestructura prometida nunca llegó, por lo que ha sido muy complicado poner en marcha proyectos productivos allí. Miles de exguerrilleros han tenido que migrar a otros lugares en busca de oportunidades para prosperar en su nueva vida civil, convirtiéndose en blanco fácil de los grupos paramilitares y de las mafias que ahora dominan varias regiones de Colombia. Se estima que, actualmente, de los 13,000 miembros de las FARC en proceso de reincorporación, menos del 25% —unos 2800— siguen habitando los ETCR.
A finales de 2019, Javier, Miguel y sus compañeros de la cooperativa recibieron las primeras amenazas, cuando ya llevaban dos años en Algeciras trabajando por sacar adelante Cafepaz, como bautizaron su proyecto. Los mensajes y las llamadas intimidantes pronto se materializaron: uno de los miembros de la asociación fue abaleado, aunque se salvó, y luego vino el atentado contra Javier, en el que resultó herido su hijo John Héctor. Así las cosas, en febrero de 2020, el local de Cafepaz en el pueblo quedó cerrado, la producción se paró y los excombatientes salieron huyendo con sus familias hacia la ciudad de Neiva. En plena pandemia y contando con muy pocos recursos, alquilaron entre varios una casa pequeña en un barrio periférico de calles sin pavimento. Y para sobreaguar, montaron un puesto de arepas con el que ganan unos 50.000 pesos (15 dólares) al día, que se reparten entre todos.
En abril pasado, sentados en dos sillas rimax en el porche de su casa, Miguel me comentó que le parece inverosímil que los sicarios asesinen excombatientes y líderes sociales, a plena luz del día, en un municipio donde hay un batallón de alta montaña del Ejército, una estación de Policía y la presencia permanente de agentes de la DIPOL y de la Fiscalía. Solo en 2020 en Algeciras fueron asesinadas al menos unas veinte personas cercanas al proceso de paz, incluidos cuatro familiares de un excombatiente que murieron en una masacre en el mes de julio.
Los colombianos que eligen recordar ven la situación actual como un flashback al exterminio sistemático de movimientos políticos de oposición como la Unión Patriótica y ¡A luchar! en los ochenta y noventa del siglo pasado. En ese entonces, los noticieros anunciaban, casi a diario, cómo iban cayendo, uno a uno, reconocidos líderes políticos y sociales, activistas estudiantiles, defensores de los derechos humanos y todo aquel que resultara incómodo para el establecimiento. Hoy en día, basta con leer los periódicos: el Estado repite sus pasos y es cómplice por acción y omisión en los crímenes, mientras una sociedad indolente se limita a mirar desde la tribuna. Así prosigue la violencia fratricida, nuestra verdadera identidad patria.
Iván Duque, quien prometió en campaña “corregir” el proceso de paz, ha sido duramente criticado dentro y fuera de Colombia por su incuria a la hora de proteger a los exguerrilleros y de combatir los grupos paramilitares que ahora controlan los territorios que dejaron las FARC en su retirada. Basta con leer las noticias de los atentados para darse cuenta que atacan ante todo los proyectos productivos que son la base de la estabilidad del proceso de reintegración y eliminan líderes de gran talante político y organizativo, quienes denuncian el latifundio y saben movilizar a los campesinos. Javier y Miguel, por ejemplo, fueron amenazados, con nombre propio, por las AGC, el grupo paramilitar de extrema derecha que más se ha fortalecido desde que las FARC salieron de la guerra.
Sin embargo, hay quienes han querido tender un manto de duda sobre el carácter sistemático de los crímenes contra los exguerrilleros por una razón obvia: la sistematicidad en la persecución política constituiría un crimen de lesa humanidad, con consecuencias legales para el Estado colombiano.
En mayo, Emilio Archila, el Consejero Presidencial para la Estabilización y la Consolidación, me afirmó durante una entrevista que, para el Gobierno es claro que a los excombatientes de las FARC los están matando “los narcotraficantes” —el chivo expiatorio predilecto de los regentes colombianos, pensé. Luego, con firmeza expuso los grandes esfuerzos que hacen las agencias estatales para proteger a los firmantes del acuerdo de paz. Por ejemplo, han dedicado un batallón completo del Ejército y otro de la Policía para cuidar los ETCR y, para ese entonces, habían asignado 250 esquemas de seguridad individuales, “que en muchos casos son más fuertes que el que me protege a mí mismo”, me aseguró Archila (hoy son 271). En ese momento se contabilizaban alrededor de 200 asesinatos desde la firma de los acuerdos.
Pero los atentados continuaron y fue la muerte de Albeiro Suárez, en octubre de 2020, la gota que colmó el vaso para los amigos del proceso. Suárez simbolizaba al excombatiente ejemplar: era un luchador incansable y carismático que lideraba la reincorporación de un grupo de 60 exguerrilleros y un negocio de cacao para exportación apoyado por entidades de cooperación internacional. A raíz de su asesinato, el número 234, se organizó una peregrinación de miles de excombatientes que marcharon desde los 24 ETCR hacia Bogotá, para exigirle al Gobierno protección frente esta violenta arremetida.
“¡No estamos dispuestos a dejarnos arrebatar el futuro de paz!”, clamó desde una tarima el histórico comandante Carlos Antonio Lozada —ahora senador del partido FARC—, en el acto de llegada de la peregrinación a la capital. Para ese día, 1 de noviembre, ya los exguerrilleros asesinados eran 237 y en la manifestación había una energía totalmente distinta a la de hace cuatro años, cuando cientos de miles de colombianos salieron a las calles a defender al proceso de paz de los ataques de la derecha, encabezada por el expresidente Álvaro Uribe. El optimismo extático del 2016 pasó a ser una frustración espesa en el 2020. Muy poca gente acompañó esta vez a los excombatientes y sus reclamos se perdieron en el paisaje de manifestaciones casi diarias que pasan por la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Al terminar su discurso, le pregunté a Lozada, con quien he conversado algunas veces en los últimos años, si creía que hoy el proceso está en riesgo. “Hay una pérdida total de credibilidad por parte de la militancia nuestra, que ve cómo, día a día, se producen los asesinatos. Y eso de alguna manera favorece el discurso de aquellos que se fueron del proceso argumentando que el Estado no estaba cumpliendo”, me respondió detrás de su mascarilla quirúrgica. “De manera que este desangre, indudablemente, con el tiempo termina poniendo en cuestión la viabilidad del proceso de paz”. Oscurecía y hacía frío. Me despedí de Lozada mientras otro excomandante clausuraba el acto con solemnidad desde la tarima y salí de la plaza con un nudo en la garganta.
Por esos días, Alejandro Ramelli, un magistrado de la Jurisdicción Especial para la Paz —el mecanismo de justicia transicional diseñado para juzgar a los actores del conflicto armado— anunció que, en promedio, un excombatiente de las FARC es asesinado cada cinco días. Y agregó que, si la tendencia se mantiene, 1600 habrán muerto para diciembre de 2024.
En Colombia seguimos sin entender que, para superar el círculo vicioso de la guerra, hay que hacer un esfuerzo consciente por dejar de reencauchar los estigmas que encienden la violencia. “El que a hierro mata a hierro muere” se volvió la muletilla del momento, siguiendo la tradición del “de seguro, esos muchachos no estaban recogiendo café”, que Álvaro Uribe acuñó para desestimar las denuncias por ejecuciones extrajudiciales durante su Gobierno. Nuestro arquetipo nacional nos empuja siempre a agravar a la víctima y a buscarle una justificación a cada agresión, en vez de cuestionarla.
“Mientras la gente no tenga claro que no es un acuerdo para las FARC sino un acuerdo para empezar a construir desde la diferencia un mejor país, va a ser muy difícil . . . porque el tema de la seguridad seguirá siendo muy sensible en Colombia”, me comentó Jorge Suárez, un miembro de la dirección distrital del partido FARC, mientras tomábamos té en una cafetería del barrio Teusaquillo, a pocas cuadras de la sede del partido en Bogotá. Sus escoltas —también excombatientes— vigilaban la puerta del lugar.
Jorge nació, literalmente, entre la guerra —su madre lo tuvo en un campamento guerrillero en 1984— y fue enviado en secreto a vivir con una familia de simpatizantes comunistas en la ciudad. “He estado amenazado desde que nací”, dice, aludiendo a que su padre fue Víctor Julio Suárez (conocido como “Mono Jojoy”), uno de los comandantes más notorios de la guerra colombiana. A sus 15 años tuvo que dejar sus estudios y su vida urbana y refugiarse con la guerrilla en las montañas porque, en pleno auge de la guerra sucia, los paramilitares habían logrado ubicarlo y lo iban a matar para escarmentar a su padre.
Con el proceso de paz Jorge finalmente volvió a Bogotá y siguió militando con la organización, ahora legal, que surgió de los acuerdos. Los medios de comunicación se enteraron rápidamente de su parentesco y de los pormenores de su vida de película y, tras estar en el ojo público, las amenazas no tardaron en llegar. “¡Asesino hijueputa, lo vamos a matar!”, le dijo una voz por el teléfono una noche cualquiera hace algunos meses. El peligro se volvió inminente y con él la necesidad de vivir y adelantar su trabajo político con permanente protección armada.
Pero pese a las circunstancias y a apechar el doble estigma de ser exguerrillero e hijo de un líder histórico de las FARC en un país que nunca perdona, Jorge carga un aura optimista que, francamente, me desorientó. Con el último sorbo del té, le pregunté si el miedo no paraliza. “Hay un miedo interior, pero también pienso que hay una esperanza de construir. Soy un defensor acérrimo del acuerdo de paz porque sí pienso que las nuevas generaciones no pueden repetir lo que nos tocó vivir a nosotros”.
Pagamos la cuenta y caminé con Jorge hasta su camioneta blindada y antes de despedirse sacó una fotografía enmarcada donde aparecen los miembros del secretariado de las FARC durante las negociaciones de paz del Caguán (1999-2002). En el retrato, que según Jorge fue un obsequio de un amigo periodista, aparece en el centro Manuel Marulanda, el fundador de las FARC, a su derecha Alfonso Cano —quien heredó su comandancia— y justo atrás, entre otros comandantes, el Mono Jojoy, todos ellos flanqueados por dos filas de guerrilleros que se pierden en el horizonte. Al mirar de cerca, reconocí a Jorge, muy joven, de camuflado y fusil, marchando entre los hombres fuertes de la que fue la insurgencia más poderosa del mundo. ¿A quién le conviene que se geste otro ciclo de violencia en Colombia? Los que miran la guerra desde lejos son los únicos que se pueden dar el lujo de oponerse a la reconciliación.
Antes de terminar de escribir este texto, quise hablar con Javier y Miguel para preguntarles por la cooperativa y si veían posibilidades de volver a Algeciras a retomar el trabajo. Me llevé una triste sorpresa cuando Javier, con la voz quebrada, me puso al tanto de su situación:
“Ya nos cobraron una vida aquí en la familia también: me asesinaron el hijo, el negrito que estaba ahí con nosotros el día que usted vino. Me lo mataron por retaliaciones conmigo y no puedo sacarme de la cabeza eso que le pasó a mi pelado, un pelado que no tiene nada que ver con el conflicto. Él era un niño nomás. Un niño más de la guerra que quedó ahí, vea. Este proceso sigue acabándonos a nosotros, las familias y todo. Y sí, ahí vamos, viejo”.
Habían matado a su hijo Yan Carlos, de 19 años, el hermano mayor de John Héctor, quien sigue sin recuperarse totalmente del balazo que le destrozó la pierna.