Me enamoré de una chica de clase y la cagué hasta el fondo

Imagen vía usuario de Flickr Andy Bernay—Roman

Este lunes, cuando le confesé a Lorca que, bueno, estaba más o menos enamoriscado de ella (la mirada huidiza, el discurso saboteado por continuos “ahm’s” y “ehm’s”, una mano revolviendo histéricamente la espuma del café y la otra despeinando no menos histéricamente mi propio pelo), sus cejas se elevaron con una especie de piedad que a mí, más proclive a encajar desprecios que a la condescendencia, me resultó un poco hiriente.

—Jo —dijo tras escucharme.

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Y es posible que yo respondiera entonces con un nuevo:

—Ehm…

Además del tema aquel de las cejas, parecía también que su labio inferior estaba adelantando pucheritescamente al superior, lo que no facilitaba las cosas. Seamos claros: yo sabía que ella no sentía lo mismo. Y ahora seamos más claros todavía: nadie, absolutamente nadie que confiese su amor a una persona, por muy pesimistas que sean sus expectativas, deja de abrigar una esperanza ínfima, ridícula pero vivificante, de que ese amor puede ser correspondido. Yo la tenía, esa esperanza, y lo que obtuve a cambio fue una miradita de pena, un “¡iccssss, qué vergüenza!” hecho rostro. Digamos que he visto a alguna gente mirar vídeos en YouTube de perros minusválidos con mayor dignidad de la que estaba recibiendo mi desahogo.

Pero ¿quién es Lorca? Lorca es una chica de clase. Llevamos sólo dos meses con el máster, tiempo suficiente para que los compañeros veamos como normal encontrar grafitis de provocadora tiza por los pasillos, pegatinas en las que se nos asignan papeles que debemos interpretar o excentricidades varias. Se mueve entre lo naïf y lo incendiario; es irónica, punzante, ágil; y es también, vaya, rubia, alta y adicta a la purpurina. Hay en ella una infantilidad sibilina, de niña que está siempre a punto de desatar el caos, lo que se traduce en una puñalada de inquietud cuando aparece por la puerta como una espiga de trigo manchego bañada en glitter. Tú vuelves del baño, te encuentras con los apuntes llenos de dibujos de pollas, miras a un compañero, dices “¿Lorca?”, el compañero asiente y entonces repites “¡Lorca!” con gesto de risueña negación en la cabeza, una sonrisa en los labios y los dos puños en las caderas. Es fácil pillarse por una chica así. Y todavía quedan, ¿cuántos?, ¿siete meses de clase? En fin.

No soy el único al que le pasa esto. Sara, de 31 años, me cuenta que estuvo enamorada durante tres del mismo chico. “Éramos amigos, pero no amigos-amigos. Supongo que más bien colegas. Nos lo pasábamos bien juntos, pero siempre en contextos muy de clase“. Le pregunto si la situación afectó a su rendimiento académico. “Oh, sí. Yo siempre he sido de sacar buenas notas, y cada vez que me tocaba con él en un trabajo de grupo… Era un vago, te arrastraba a no hacer nada. En el momento me daba igual, pero luego lo piensas y dices: menuda gilipollas. Encima le daba consejos sobre las tías con las que se liaba, y lo peor es que me ponía en plan honesta y era incapaz de hablarle mal de ellas aunque interiormente las odiara a todas”.

¿Cómo acabasteis? “Nos alejamos cuando él se fue a estudiar un año fuera. Me lo quité de la cabeza, empecé una relación, acabé la carrera, encontré trabajo… El mes pasado en mi empresa entraron tres personas nuevas y adivina quién estaba allí”. Parece que se ríe al decirlo, pero la cara se le deshace en una especie de rabia, como si le trepara un mono por ella. “Y eso no es lo peor. ¿El otro día no va y me dice que él y yo nos acostamos en la primera cena de clase?”. Le pregunto si es verdad y me da el nombre, los apellidos y hasta el nick de Twitter de la persona con la que sí se había acostado su amigo. Siento un fuerte hermanamiento al empaparme de la ira con la que se expresa.

Decido hablar con la otra parte de este tipo de historias. La psicología nos dice, con estudios como los de Baumeister y Wotman, que el llamado amor no correspondido destruye la autoestima no sólo del sujeto desplantado, sino también del desplantador. María, de 24 años, se pasó dos de ellos sabiendo que una compañera estaba enamorada de ella. “La cosa no tardó mucho en hacerse evidente. Es verdad que tuvimos un lío de una noche, pero la chica se puso realmente pesada. No sólo me incomodaba a mí, todos en clase eran conscientes y se sentían violentos”. ¿Cuándo pensaste que se estaba pasando de la raya? “Cuando le escribió un mail a varios profesores diciendo que no podía hacer trabajos en grupo conmigo porque le hacía el vacío. ¡Era mentira!”.

Imagen vía usuario de Flickr Richard

No todos los casos se dan entre alumnos y no todos son de amor no correspondido. Antonio se enamoró de una profesora y llegó a vivir un año entero con ella. Sin embargo, él también la cagó. “Se enteró todo el mundo. De hecho, vino un día a verme a la universidad y se peleó con la bibliotecaria. Tenía mucho genio”. La conquistó, al parecer, utilizando el mismo método que yo para encontrar trabajo, sólo que en su caso fue más afortunado: “Le enviaba correos electrónicos a altas horas de la madrugada”. El final no fue feliz: “Llevaba al extremo lo de ser profesora. No me dejaba usar el GPS en el coche porque decía que no podía ser tan tonto como para no entender las señales. Y una vez me echó de casa blandiendo un cuchillo porque había dejado miguitas en la cocina”. Le pregunto qué nota sacó en su asignatura y me dice que “un 7”.

Sí, enamorarse en la universidad parece mala idea. ¿Me consuelan estas historias? La respuesta correcta sería: “bueh”. A todo el mundo le alivia no sentirse solo con un problema, pero a nadie se lo soluciona. Y yo sigo dándole vueltas al mío. No sé cuándo empezamos a coquetear Lorca y yo, exactamente. Puede que cuando le diera por pasarme notitas, como si estuviéramos en el instituto; puede que cuando me pidiera clases particulares sobre mi nombre, de pronunciación algo difícil para los que, como ella, no son gallegos.

—Repite, repite.

—Anxo.

ANCHO. ¡Anchoa!

—Je. Prueba como si fuera con “sh”, “Ansho“.

ANTSO.

—Uh, eh, hm… Je. Sí. Más o menos.

—¿Qué significa?

—Ángel.

—Hala, mucho más sexy así, con equis, ¡dónde va a parar!

—Ehm.

Hay gente que flirtea como respira. ¿Era Lorca una de ellas? ¿O le gustaba de verdad? Yo le seguía el juego porque además de divertida y espontánea y vivificante era culta en las mismas cosas en las que yo soy culto, y eso, claro, pues mola. Empezamos a recomendarnos películas por Whatsapp y a burlarnos el uno del otro si no nos gustaban, aunque nos gustasen. Un día se quejaba de que la máquina de snacks le había racaneado unas galletitas de manzana y al día siguiente yo le preguntaba, desde la otra punta de la clase, “ey, Lorca, ¿cómo vas de reflejos?”, mientas le lanzaba esas galletitas y me daba la vuelta con la banda sonora de un alarido suyo de júbilo. Veinticuatro horas después era ella la que me traía un yogur y una cucharilla (que se sacaba, grácil, del bolsillo). Al devolvérsela, le advertía:

—Está babada.

Y ella contestaba:

— Bueno, le daré besitos por las noches.

En fin. Todo muy en ese plan.

Seguimos con el rollito hasta que pasaron cosas y empezamos a tener “atics”, anagrama con el que ella llamaba a las citas para no sentirse culpable (tenía y tiene novio, dato que recibí tarde y con una especie de gélida petrificación, pero que decidí relativizar, esperanzado). Me dijo que la llevara de excursión a sitios. Sitios gallegos, sitios agrestes, sitios bonitos.

El domingo pasado, fuimos en su coche hasta la cascada de Ézaro, donde el río Xallas se funde con el océano Atlántico; fuimos también a la playa de Boca do Río, en Carnota, y a Muros y a no sé dónde más. En algún momento yo hice eso que hacen las personas cuando se sienten amorosas, besar, y ella hizo eso que hacen las personas cuando no se sienten de la misma manera, retirarse.

Antso, ¡¡¡nooo!!! —me dijo, claramente disgustada, como si no se hubiera esperado para nada aquel gesto.

Yo empecé a ver imágenes de Steve Urkel, Carlton Banks y Milhouse dando vueltas alrededor de mi cabeza. Al día siguiente me convocó en el Café Casino de Santiago de Compostela, alarmada ante mi frialdad en clase, y fue ahí cuando le confesé todo, ella respondió con un “jo” y yo con un tembloroso “ehm”. Vamos, lo del principio de este artículo.

—Entonces, ahora…

A Lorca le preocupaba (en fin) nuestra amistad. Aprecié los contorsionismos lingüísticos que empleó para no decir, literalmente, “te quiero como amigo”, pero vamos, que ése era el núcleo de su argumento. Quería saber si debíamos dejar de tener relación o qué.

—No lo sé.

—Jo.

—¿Qué pasa?

—Que me parece injusto.

—¿¿Injusto??

hasta entonces, yo había procurado no sonar reprochador en ninguna de mis intervenciones; ni siquiera entré a desmenuzar la innumerable cantidad de coqueteos que habían llenado mi ánimo de emoción justo antes de entrarle el día anterior, con triste resultado; sin embargo, no pude evitar que esta repetición de la palabra “injusto” entre interrogantes sonara con un claro deje de indignación.

—Quiero decir que me parece injusto que tenga que perderte por esto.

Medité, porque parecía apenada. Y todavía medito ahora.

Aunque la entiendo, también me parece injusto forzarme a mantener una relación de amistad con ella cuando, en el fondo, esa amistad me lacera. ¿Me convierte eso en un monstruo misógino que utiliza el cliché de la “friendzone” para maquillar que sólo quiere a las mujeres como objetos? Creo que no. ¡Yo tengo muchas amigas! Pero claro, no me gustan. No como Lorca. De todos modos, temo convertirme en un tipo resentido por su masculinidad tóxica; un heterocerdo.

Consulto a una de las máximas autoridades en estos temas, el cineasta Nacho Vigalondo, cuya filmografía muestra predilección por los personajes ridículamente heridos en su orgullo machito. “No sé por qué, pero me gustan los hombres rotos, los ‘machos alfalfa’, pero no en el sentido victimista del cliché que se asocia a Woody Allen, sino como una fuerza abiertamente destructiva e inconscientemente demoníaca”. ¿Corro riesgo de convertirme en alguien así?, le pregunto, y expongo mis reservas a mantener una relación de amistad artificial con Lorca. “La friendzone es un concepto muy siniestro, porque categoriza la frustración sexual de toda la vida a través del desprecio a la amistad femenina. El deseo sexual no correspondido es una circunstancia a la que todo hombre y mujer se enfrenta al menos diez veces en la vida, y es buena idea afrontarla con dignidad, respeto y serenidad. Anticipar la vida adulta en vez de prolongar hasta el infinito la adolescencia”.

Duras palabras, pero supongo que tiene razón. Enamorarte de alguien de clase y que no te corresponda es una putada porque te aboca a compartir trabajos de grupo, cañas, cenas y demás eventos con una sonrisa gélida y la sensación permanente de que te están hurgando con un sacacorchos en el pecho, pero ¿qué vas a hacer? ¿Enfurruñarte? ¿Vagar por los pasillos de la facultad como un espectro? ¿Echarte ácido en la cara, mudarte al sótano de su piso y empezar a tocar el órgano? No. Lo mejor, como dice Vigalondo, es que lo afrontes con dignidad.

Eso o que escribas un artículo.