Mi vecina de arriba se llama Charo. Tiene 67 años. Suele vestir minifalda. No hay quien le gane subiendo escaleras. Y tiene más marcha que yo.
Siempre la miro embobada. Es un torbellino de alegría y vitalidad. Si no tengo prisa, a veces me detengo a hablar con ella un rato. Seguro me regala alguna carcajada inesperada y me proporciona un buen chute de adrenalina. Es un fenómeno de la naturaleza.
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El otro día me la crucé en el rellano. Iba cargada de bolsas, pintada como una puerta, el pelo rubio a lo Rafaela Carrá, el flequillo impertérrito.
“¿Que tal guapa?”, me dice. “Te tengo que pedir un favor, a ver si tú me puedes ayudar. ¿Tú tienes Facebook?”. “Claro Charo, ¿por?”, le contesté.
“Por nada. Es que mi hermana me etiquetó en una foto en la que salgo horrible. Y la tengo ahí y no la puedo quitar. No sé cómo desetiquetarme. Y como no es la primera vez que me ha pasado, me he abierto ya cuatro perfiles y tengo un lío tremendo. ¿Tú te crees? Como ella sale bien, le importa poco que yo esté con los ojos medio cerrados, que parezco el hermano feo de los Calatrava”.
Somos muchos los que aún no nos hemos muerto y no queremos ver el asilo ni de lejos — Charo
Me quedé estupefacta ante tal confesión, así me ofrecí a ayudarla y subimos a su casa para sentarnos delante del PC. Charo tiene el piso más limpio que una patena, la decoración no me gusta, pero le pega. Vive sola desde que se separó de su marido hace cerca de 10 años, cuando sus hijos se hicieron mayores y se independizaron. Yo sé que aguantó lo que pudo, pero en el momento que decidió vivir su verdadera vida, no lo dudó y dio el paso. Tuvo que aguantar las habladurías de unos y otros, cerrar bien todos los temas económicos y sobretodo, lo más importante, encontrase a si misma.
Fue tomando ese café de agradecimiento sobre el calor del brasero, que me confesó Charo que ahora era plenamente feliz. Feliz con sus hijos, sus amigas, sus novios, su pensión, su gimnasio y sus salidas nocturnas.
“¿Donde vas, Charo?, ¿Por donde sale la gente de tu edad?”, le pregunté.
“No me llames carroza, ¿eh? Que yo soy muy moderna. Te tienes que venir conmigo a la Sala Tango, que ahí me pego yo unos bailes los fines de semana. Para que veas lo que hay. Que somos muchos los que aún no nos hemos muerto y no queremos ver el asilo ni de lejos”.
Supongo que me lo dijo en broma, pero no contaba con lo curiosa que soy y me apunté cámara en ristre, dispuesta a conocer a los llamados la generación de la “tercera juventud”, de la nueva era, que no perdonan ni un solo fin de semana. Cada vez son más, han venido para quedarse, y no precisamente en casa.
La Sala Tango abrió sus puertas en Barcelona en el año 1985. Pocas cosas han cambiado desde entonces. Se conserva la misma decoración, las lámparas modernistas con su tenue luz, las barras de madera maciza, el brillo de las cortinas, su fiel personal ( los mismos de toda la vida ) y lo que la hace más genuina y auténtica: Sus clientes de siempre.
Personas que rondan los cincuenta y largos en adelante que encuentran en este sitio un lugar perfecto de esparcimiento los jueves, sábados y domingos a partir de las seis de la tarde. Allí se sienten como en casa. Nadie está excluido: Solteros, casados, viudos, separados… Algunos vienen a bailar, otros a charlar, otros a reírse y en su mayoría a ligar. Así de claro lo dicen.
En la puertas del local del carrer Diputació, circulan los asiduos de esta fiesta vespertina. Hoy actúa la Orquesta Millenium. Hay que ponerse guapo y esa actitud deja su huella en el ambiente. El cardado de peluquería, el olor a jazmín, a Brumel, a tabaco, el traje planchado, el carmín perfecto, los collares de perlas, los tacones de media altura, y en la mirada, la ilusión de lo que les deparara la oscuridad de la sala. El portero se llama Álex y conoce todo el mundo. Las conversaciones más divertidas se producen siempre en la puerta del Tango.
Me aventuro a hablar con un hombre que está sentado en la terraza del bar de al lado tomando un café. Está con su amigo gallego. Él se hace llamar ‘El maño’, porque es de Zaragoza, “y a mucha honra”, me dice. Está haciendo tiempo hasta que la cosa se anime y me cuenta los entresijos del local.
“Yo llevo viniendo toda la vida. Aquí nos lo pasamos muy bien. Si entras verás de todo, no te escandalices”, me advierte. “Me encanta bailar, pero más me gustaría encontrar una mujer. Lo que pasa es que es difícil, ¿sabes? Yo busco una pareja seria, no me gusta que hablen en plan ordinario y tampoco me gustan creídas. Busco una relación desde hace años y no me voy a rendir”.
Le deseo mucha suerte y le digo que nos vemos dentro, a ver si me dejan pasar.
Fernando y José Luis son los encargados del buen funcionamiento de la sala. Con el primero hablo para pedirle permiso para hacer fotos, pero no me lo pone fácil:
“Piensa que no todos quieren que les retraten. Sus motivos tienen y para mí es importante mantener la discreción. Aquí somos profesionales. Supongo que lo entenderás”, me comenta.
Pero al final me deja hacer algunas, con el permiso de los clientes. Me cuelo en la cabina de DJ Juan, que pincha temas de Manolo Escobar mezclados con boleros, rumba, mambo, salsa, merengue y demás ritmos latinos. Suena un temazo: Lamento boliviano. Casi todo el mundo está coreando el estribillo: Y yo estoy aquí, borracho y locoooooo… La cosa se anima.
Después empieza el baile con la orquesta Millenium. Avanzar entre los bailarines es complicado. El territorio está copado.
Hay parejas de toda la vida y parejas nuevas, mujeres que bailan con sus amigas huyendo de algún insistente, y apoyados en las mesas, algunos hombres solos esperando encontrar pareja. Pero sin duda, el amor está en el aire.
Dos mujeres me piden una foto, pero como no salen guapas me dicen que no la publique. Eso me recuerda a Charo, a ella tampoco le gusta salir mal en las fotos. ¿Dónde estará? Hace rato que la he perdido de vista. Finalmente la encuentro en una mesa que está repleta de cubatas. Ya son las ocho y media pero la fiesta continúa. La veo feliz, rodeada de amigos. No le gusta hablar de su pasado, aunque a veces suspira eso de “amarrada a la cama y con la pata quebrá”. Prefiero no pensarlo.
Algunos se escandalizan de que gente de edad avanzada se divierta así y se rebele ante todo. Encuentran fuera de lugar que se siga buscando sexo a los setenta años, o compañía o amor verdadero. Pero la vida, tal y como la entendemos algunos, muchos no han podido ni olerla, así que… ¿Quiénes somos para juzgar o no entender estas cosas?
Dejo a Charo con su sonrisa y sus brillos, tonteando con un señor de media melena blanca. Nunca entendí tan claramente como hoy eso de “Vive y deja vivir”.