Esta historia hace parte de la edición de febrero de VICE.
¿Qué es “chukiar”?
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Mientras me vestía en mi cuarto pensaba en este término que desde hace unos meses hizo su aparición en redes sociales y alrededor del cual, desde entonces, se han hecho todo tipo de comentarios, burlas, memes y especulaciones. Algunos aseguran que chukiar viene de bailar choke. Otros afirman haber hecho juiciosos la tarea de googlear y dicen que significa darse besos sin ser novios. Los más sensacionalistas juran que se trata de ponerse en cuatro ahí, en plena fiesta.
Kämiilä Kiitty fue la responsable de este fenómeno, todo por haber creado un evento en Facebook, la famosa Farra a lo Maldita Sea, que se iba a hacer a mediados de diciembre en Soacha. Viendo por encima los cientos de likes y comentarios en sus fotos, supuse que Kämiilä era muy famosa entre su parche, y que probablemente no era la primera fiesta que armaba. Es que ya el título del evento denotaba experiencia y recorrido fiestístico, porque uno no farrea a lo maldita sea de primerazo, y en la descripción la pelada ya dejaba claras las condiciones de la jornada: no se iban a permitir ñeros ni cuchillos dentro del lugar, la fiesta no iba a “flayar” (fracasar) y habría apagones cada cierto tiempo, claro, para que todos pudieran “chukiar”.
Fue justo este término lo que detonó la viralización de la noticia de que iba a haber una farra a lo maldita sea en Soacha, que empezó a propagarse por todo Facebook en cuestión de días, trascendiendo edades, gustos musicales y, sobre todo, esa frontera que separa al norte y al sur de la ciudad, tan invisible y tan infraqueable a la vez. La cosa avanzó tanto que en cuestión de días centenares de personas que, estoy segura, jamás habían ido a este municipio, le pusieron attending a la fiesta que parecía una broma, pero que no lo era, y comenzaron a taggear amigos y a hacer su aporte clasista. Pronto, los auténticos asistentes empezaron a ser catalogados de ñeramenta, de ratas, de guisos. En fin. Ya fuera por lo malo o por lo bueno, la Farra a lo Maldita Sea estaba en boca de todos y prometía ser LA FIESTA.
El día del evento me miré al espejo para ver cómo había quedado mi pinta: unos leggings negros medio rotos, un saco azul Converse con capota, una chompa negra que había comprado en un segundazo y unos Vans vinotinto. Me sentía horrible: era la primera vez que me iba en esas fachas a una fiesta. Pero, primero, no sabía cuál era la indumentaria femenina ideal para salir en Soacha, segundo, quería pasar lo más desapercibida posible, y tercero, pues si pasaba algo, al menos llevaba unos buenos tenis para correr.
Acá en Bogotá crecemos acostumbrados a la idea de que el norte es de los ricos y el sur es de los pobres, pero con el tiempo vamos aprendiendo que en realidad toda Bogotá está llenitica de nortes y de sures, con anillos de periferia envolviendo barrios “bien” de la capital. Porque esa es otra palabra que hemos adoptado, bien, cuando nos referimos a alguien de estrato alto que vive en un barrio bonito y que tiene con qué pagar el semestre en una universidad privada. Así pues, fuimos nosotros, los niños bien, del nortecito, quienes desde hace un par de meses empezamos el jueguito de buscar fiestas que fueran a ocurrir en barrios populares en Facebook para darles attending y burlarnos de los que van. Ahora, de la nada, salían en mi newsfeed fiestas de todo tipo, con reglas y covers parecidos a los del evento de Kämiilä: Party de Bienvenida a Luisa Fernanda, en Soacha Compartir, No Flaya Chukilandia, en el Quiroga, o Party Number One, en Providencia Alta Sector Zarasota, la de la entrada más barata (1000 pesos mujer, 1500 pesos hombre y 2000 la pareja “si se gozan a la entrada”) y la que aparte tenía la regla de no dejar entrar gente que le cayera mal a los organizadores.
Después de trabajar medio día en VICE, empaqué una arepa de huevo de almuerzo, dejé absolutamente todas mis pertenencias en la oficina (menos el carné de salud, 15 000 pesos y la cédula) y arranqué, junto con mi novio, a las dos de la tarde de la estación de la 45 hacia el sur, rumbo a Soacha.
Bajo la mirada de desaprobación de varios pasajeros, entre estación y estación nos fuimos tomando un aperitivo Vincoca empacado en botella plástica para que no nos jodieran a la entrada. Mientras avanzábamos, el panorama de la ciudad que conocíamos empezó a cambiar. Por la estación NQS Calle 38 A Sur vimos el Centro Comercial Centro Mayor, nos alejamos del Portal Sur, sentimos un olor raro cuando pasamos por la estación de Venecia y nos entretuvimos durante la última media hora de trayecto leyendo nombres de paradas que no nos generaban ningún recuerdo: La Despensa, León XIII, Terreros…
Finalmente, después de casi dos horas de recorrido, llegamos a San Mateo, la última estación de Transmilenio en Soacha, el segundo municipio más poblado de Cundinamarca, cuna de las grandes salsotecas de los años setenta, receptor disfuncional de miles de desplazados de nuestra guerra y productor de la tasa de homicidios más alta de Cundinamarca: 42 asesinatos por cada 100 000 habitantes.
Faltaba un par de días para la fiesta cuando recibí una notificación de Facebook: pese a contar con miles de asistentes potenciales y cientos de posts en la página del evento, Kämiilä Kiitty lo había cancelado. A pesar de lo frustrada que estaba, creo que podía entender a Kämii. Después de ver a tantos gomelos burlarse de mi fiesta, de mis amigos y del lugar de donde éramos, seguramente yo habría hecho lo mismo. Intenté contactarla para corroborar si estaba equivocada, pero nunca pude hablar con ella; con la desaparición de la Farra a lo Maldita Sea también desapareció el perfil de la pelada, quizá para evitar las trolleadas de la gente y los mensajes privados de personas sapas como yo.
¿Qué hacer? La cancelación del evento sólo me había provocado más ganas de ir, una controversia así sólo podía ser la garantía de una fiesta épica, o al menos de algún tipo de noche memorable. Juan Sebastían Serrano, mi colega en VICE y experto navegador de submundos en Facebook, salvó la patria con la Full Party Uncontrolle Total y la Partys Kings and Queens, dos fiestas muy parecidas a la Farra a lo Maldita Sea, organizadas por diferentes parches de amigos de Soacha; dos celebraciones que casualmente, al rato, decidieron unir fuerzas y fusionarse, quizá con la intención de botar la casa por la ventana.
Ya en el camino hacia el lugar, luego de un largo paseo en Transmi, y de cara a esos cerros tupiditos de incontables casas de ladrillo a las que aprendí a llamar “barrios de invasión” desde pequeña, me hacía sendos cuestionamientos: “¿En serio podrían chuzarme en una fiesta de estas, como algunos escribieron en el muro del evento de Kämiilä Kiitty? ¿Iba a haber mucho trago? ¿Muchas drogas? ¿Una orgía? ¿Una silla eléctrica como alguna vez encontraron en una chiquiteca de Bosa?”. Y, sobre todo, pensaba: ¿Cuántas personas de las que jodieron en el evento de la Farra a lo Maldita Sea realmente se hubieran pegado la rodadita para ir a chukiar hasta Soacha?
Apenas saliéramos de la estación de San Mateo y cogiéramos un bus rumbo al centro comercial El Parque, tendríamos que empezar a improvisar. Sólo sabíamos que la farra iba a ser en un sitio que llamaban El Lavadero, que el cover era de 3000 pesos para todo el mundo y que los organizadores recogerían a la gente en ese centro comercial, al lado de la Uniminuto de Soacha. Al llegar al sitio de encuentro, a eso de las 3:30 p.m. y después de coger un bus que nos cobró menos de mil pesos por pasaje, identificamos rápidamente tres o cuatro grupitos de niños, y digo niños porque estoy segura de que ninguno de ellos pasaba los 17 años.
Mientras esperábamos movimiento nos acabamos el Vincoca y nos compramos un vino con sabor a vencido. Sentados en una escalera, veíamos a los grupitos cuchichear ansiosos entre sí. Las niñas con jean doblado hasta la mitad de la pantorrilla, tenis de colores, camisetas cortas, mucho delineador y mucho brillo labial. Y yo en estas fachas. Los niños también se mandaban sus pintas, con pelos parados llenos de gel, rapados de figuras a los lados, carrieles de todo tipo, jeans rotos, gafas oscuras y camisetas con muchos arabescos. Me recordaban a los tales Vercettys, ese parche salido de la segunda olla más grande de Bogotá que se volvió nacionalmente famoso por un video en el que retan a una pelea a los Old School, otro parche del Samber.
Finalmente, escogimos un grupo que parecía fácil de abordar: tres niñas y un niño que lucía menor que ellas, de unos 15 años, con una cara preciosa. Mi novio los abordó preguntándoles que dónde era la farra. Nos empezaron a dar indicaciones que no entendíamos, hasta que confesamos que no éramos de por ahí. El parchecito nos miró con cara de burla y con curiosidad de saber quiénes éramos y, sobre todo, por qué veníamos. “Nosotros ahorita vamos, pero es que estamos retacando la entrada”, me dijo una peladita que tenía cuando mucho 16 años, vestida con un top negro y con muy poquito maquillaje. “¿Están pidiendo rebaja? ¿Cuánto les falta?”, les pregunté. Me dijeron que tres mil. En monedas reunimos 1900 y se los dimos, pero el trato era que a cambio nos llevaran a la fiesta. Escasamente me pusieron atención, sólo empezaron a caminar entre cuadras mientras los seguíamos, sin tener idea de adónde estábamos yendo.
El año pasado la Policía publicó un informe que confirma el evidente incremento de la violencia en Soacha; los que más pagan son precisamente los pelados. De 2010 a 2014, los jóvenes asesinados sumaron 372, con víctimas que tenían entre 13 y 29 años, una cifra que representa el 60 % de los asesinatos del municipio. El reporte también afirma que la mitad de los asesinatos ha ocurrido en fines de semana, y que la mayoría de estos, casi 300 casos, se cometieron entre las 7:00 p.m. y la 1:00 a.m. En resumen, que los jóvenes son los que más la llevan en Soacha. Y que mueren de noche.
Pensaba en esto mientras caminaba hacia el tal Lavadero. Después de diez minutos llegamos a la Autopista Sur y la cruzamos, y ahí entendimos todo: no es que el sitio se llamara así, sino que en verdad era un lavadero de vehículos grandes. Busetas, camiones y mulas hacían fila para que un grupo de tipos en overol los enjuagaran con mangueras gigantes. Detrás de esto se divisaba la entrada de la fiesta.
Para ser más específica, la fiesta quedaba encima del lavadero. Un edificio de cuatro pisos se erigía sobre este, pintado a medias con un verde desteñido y reflejando un aspecto de abandono que muchos de los parches de techno underground, tan de moda en las zonas bien de Bogotá, envidiarían.
El grupito de niños avanzó rápidamente, abandonándonos, así que empezamos a caminar con los pies titubeantes hacia la entrada, sintiendo las miradas pueriles puestas sobre nosotros, analizándonos de arriba a abajo. Mientras avanzaba, pensaba en la pinta de ciclovía que llevaba en ese momento, en que nos veíamos mucho más viejos que todos esos pelados y en que, muy seguramente, estos parches se enfiestaban todos los fines de semana con la misma gente en el mismo lugar, razón por la cual se hacía muy fácil detectar gomelos que venían perdidos después de viajar durante dos horas en Transmilenio. Por un momento caí en cuenta de mi ansiedad, de mis piernas de gelatina, de la pesadez del aire, hasta que un grito amable nos rescató: “¡¿Cuánto tienen, cuánto tienen?!”, preguntó un tipo medio guapo, con una cachucha brillante y una camiseta amarilla. La pregunta, más el grupito con el que nos vinimos, me hizo concluir que lo del cóver a 3000 era más simbólico que otra cosa y que entre organizadores y asistentes se las arreglaban para entrar a la fiesta. Bonito.
En nuestro caso dimos 9000 pesos, nos pusieron una señal en la mano con un marcador permanente naranja y nos explicaron por encima las reglas: no se podía entrar botellas de vidrio y sólo podía salir uno de la fiesta, para que no diéramos visaje a la entrada y la Policía no jodiera.
A grandes rasgos, esta farra era una chiquiteca, una de las modalidades de fiesta más perseguidas y condenadas en Bogotá y poblaciones cundiboyacenses como Duitama o Tunja. Fiestas que en los medios siempre aparecen retratadas como encuentros ilegales, sin permisos para realizarse, en espacios clandestinos donde se mezclan mayores y menores entre el alcohol, las drogas y la violencia pandillera.
Con el reloj marcando las 4:00 p.m. subimos por una escalera oscura que nos condujo a una puerta a la izquierda, con varios pelados sentados afuera y una bicicleta atravesada, bloqueando el paso hacia el piso de arriba. Entramos por la puerta, de donde más que humo salía vapor, e inmediatamente se nos empezaron a pegar los sacos a la piel. El calor era inclemente, pero era proporcional a los cerca de cien pelados que había dentro bailando. El lugar era genuinamente un bar, con una barra pequeña que en vez de trago tenía un equipo de sonido trepado encima, sillas Rimax repartidas en las esquinas, esferas de luz azul pegadas al techo, bicicletas arrumadas en un hueco y hasta un tubo en toda la mitad, que quizá estaba ahí como soporte de la estructura, pero que servía como soporte para el baile en medio del arrebato fiestero.
Un reguetón que no conocía sonaba a todo taco mientras todos bailaban emparejados. La ropa se nos seguía pegando al cuerpo mientras las parejas se apretaban en un baile lento, arrítmico, casi tántrico, que nos dejó perplejos. Las manos de los niños se agarraban a los torsos medio descubiertos de las niñas arrimándolas contra su pelvis, con ese tacto incómodo tan propio de la adolescencia.
Mientras los veía recordaba mis épocas de fiesta de salón comunal en 2007, cuando teníamos 15 años y descubríamos qué se sentía estar prendos y bailar W&Y marcando duro el paso con las caderas, bajando, volteándonos contra nuestro parejo para restregarle toda nuestra humanidad y luego descender otra vez. Ahora, a mis 23 años, me sentía en un territorio completamente inexplorado: los pelados que tenía frente a mí estaban dejándome más que claro lo lejos que se había quedado mi generación.
Las miradas rayadas habían disminuido desde nuestra entrada a la fiesta. Nos sentamos en unas sillas ubicadas en una esquina mientras el reguetón daba paso a un rap cuyas voces me recordaron a Flako Flow y Melanina. La atmósfera cambió completamente: pelados con chaquetas anchas y tapabocas desechables se pararon de las sillas, cogieron a sus parejas sin importar si eran del mismo sexo y empezaron un baile lleno de vueltas y saltos donde el único contacto entre los dúos era una mano, que servía como soporte; algo parecido a cuando uno se agarraba de las manos de su amiguito para dar vueltas en el parque.
El DJ, que se la pasó todo el tiempo en frente del computador al lado del equipo de sonido, volvió a cambiar la música. Una canción de EDM famosa cuyo nombre no recuerdo empezó a sonar en la fiesta y todo el mundo se dispersó, dejando en el centro a los tipos más grandes del lugar. El grupito se movía haciendo amagues de movimientos, como si estuvieran calentando, mientras el resto de la fiesta los miraba con ansias, comentando entre ellos. Nosotros también los mirábamos. Tuve la sensación de que todo el mundo sabía exactamente qué estaba pasando menos yo.
De repente el drop de la canción cayó y los tipos, totalmente enloquecidos, empezaron a darse puño y pata entre ellos, armando un pequeño círculo apretujado donde no paraban de jalonearse. Mientras intentaba no morir, mi cabeza procesaba el descubrimiento: estos chinos pogueaban con EDM. El género, que desde hace más o menos cinco años se apoderó de los big stages en todas las latitudes, volviéndose el símbolo de una generación que revivió la palabra raver con un popurrí de comprimidos de éxtasis, coronas de flores y esqueletos color neón, ambientaba ahora el pogo salvaje de un combo de manes con cachuchas de la Warner, gafas oscuras, tapabocas blancos, chompas grandes y gel en el pelo, en una fiesta celebrada encima de un lavadero de mulas en Soacha. Mi corazón palpitaba a mil.
Después de más de una hora de estar en la Full Party Uncontrolle Total me había acoplado a varias dinámicas. La primera de ellas era que acá se mezclaban las canciones cortándolas a la mitad, y nadie protestaba. La segunda es que los apagones eran mucho menos emocionantes de lo que creía; sólo apagaban las luces azules por un rato, todo se ponía un poco más oscuro y luego las volvían a prender. La última de ellas, la que más me sorprendía, era que no veía el vicio ni la inseguridad por ningún lado. Si acaso un par de cigarrillos, un par de cervezas y el humo discreto de un porro, pero pare de contar. Por más que buscamos y preguntamos, no veíamos las drogas ni las armas, ni las puñaladas, ni las manoseadas, nada de lo que los gomelos en Facebook esperábamos.
Y yo, por mi parte, seguía esperando a que llegara el chukeo.
La fiesta continuaba y yo me iba aburriendo de a poquitos. Finalmente sonó un bolero y esa fue la señal que marcaba el final de la Full Party Uncontrolle Total. En menos de cinco minutos el vapor se disipó, las luces azules se apagaron, los menores de edad empezaron a bajar por las escaleras y los organizadores montaron las sillas unas encima de otras. Miré la hora: apenas las siete de la noche. Cuando salí me mojé un poco, pero no porque estuviera lloviendo: estaban lavando una mula gigantesca justo en frente de la entrada de la fiesta.
Un perro de 2000 y una porción de longaniza después, emprendimos el regreso a casa. En la estación de San Mateo un mar de gente regresaba a la suya. Enfrentada al gentío, me pregunté cuántos de estos rostros regresaban de largas jornadas como empleados de salario mínimo en el norte mientras sus hijos bailaban a lo maldita sea entre un pogo electrónico.
Había pasado exactamente un mes desde la Full party Uncontrolle Total, y en ese tiempo pasaron muchas cosas. Empezó un nuevo año, viajé a Medellín, conocí Coveñas, Lemmy Kilmister y David Bowie murieron de cáncer, atraparon de nuevo al Chapo, Petro no fue a la posesión de Peñalosa y yo me hice medio amiga de Daniel, uno de los organizadores de estos eventos.
Tras intentar establecer una conversación fluida con cualquiera que apareciera como organizador de los eventos de ese día en Facebook, recibir respuestas hostiles y preguntas inquisidoras, por fin di con él. Quería saber quiénes estaban a cargo del Uncontrolle Total de los fines de semana y cuál era la historia de esas fiestas que montaban. ¿Era algo netamente monetario? ¿Batalla de popularidad entre los parches? ¿La farra por la farra? Aparte de eso, y más importante, no había aprendido a chukiar.
“A mí me dijeron que el miércoles estaban unos periodistas en la fiesta y que nos estaban grabando para un nuevo caso de policías, ¿eso es cierto?”, me preguntó de entrada. Le solté una risa virtual y entre chiste y chanza le dije que más o menos me metían a la cárcel a mí primero. Él me insistía: “Quiero verlos, quiero hablar con ustedes, las fiestas no son como muchas personas lo piensan, ustedes nos entenderían más de frente, te lo juro que sí”.
Así que después de hablar mucho con él, y de tanto insistirme, volví a otra farra en Soacha.
Daniel tiene un amigo, Mora, y desde que salió del colegio (a los 16) lleva haciendo fiestas. Ahora, a los 18, está a punto de terminar su técnico en Mesa y Bar en la escuela técnica Cencabo, allá en Soacha. Después de conseguir prestado el bar del lavadero, con un horario hasta las siete de la noche y un alquiler de 300 000 pesos, Mora y él pusieron a andar su empresa, un negocio que, como todo, ha tenido sus buenos y sus malos ratos, los últimos casi siempre por la falta de permisos con la Policía, necesarios para hacer una fiesta en un establecimiento y, sobre todo, con menores de edad, lo que los pone en una zona legal gris. “Nosotros hemos hablado con policías, con personas importantes en Soacha, y les hemos explicado nuestro proyecto, porque esto para nosotros es un proyecto”, enfatiza Daniel. “Muchos papitos llegan diciendo ‘Aquí está mi hijo, están echando vicio…’, pero en realidad es un ambiente muy sano. A mí los chinos me entregan cuchillos, navajas, marihuana, porque yo les digo: ‘Esto es solamente suyo, yo no quiero que usted me vuelva esto un fumadero, yo quiero lo mejor para usted’”.
En cuanto a los buenos ratos, Daniel recuerda la vez que hicieron una de sus fiestas y se llenaron los dos pisos del lugar. “Venía gente de Bosa, Suba, Kennedy, Compartir… mejor dicho, de dónde no”. Para esa vez, como pocas otras, Daniel y su socio pusieron piñatas sexuales, rifaron aguardiente y contrataron strippers, dos hombres y dos mujeres, que bailaron durante toda la fiesta.
Fui sola esta vez. La niña bien volvió a cruzar la ciudad entera desde su casa en la 170, para llegar hasta allá y estrellarse de frente con el hecho de que en el lavadero de Soacha también podían negar la entrada, tal y como hace cualquier club del norte de Bogotá para cuidar su reputación y la de sus asistentes. En El Lavadero, en cambio, estaban cuidando el lugar de los mayores de edad, o al menos eso me dijo una señora malacarosa a la entrada atravesándome con sus ojos, disfrutando cada palabra que me decía para no dejarme entrar, por intrusa, por sapa, por mayor de edad, mientras todos los pelados me miraban de arriba abajo como mosco en leche. Mierda.
No me quedó más remedio que quedarme afuera, mirar, y hablar con Daniel, que volvía a mi lado cada vez que podía: “La vez que más ganamos fue un millón de pesos que nos quedaron libres. Repartimos 500 y 500, cada uno le dio al resto de pelados de a 30, 40 000 pesos, y nos quedamos con el resto”, me contó en una de sus salidas. Sus amigos les ayudan en toda la logística: controlar que paguen en una entrada de al menos 2000 pesos, encargarse de que no haya mucho parche afuera para que la Policía no los moleste, poner la música arriba, y revisar dentro de la fiesta pues “si alguien está echando vicio se saca de la farra”.
“¿Y qué haces con la plata que ganas?”, le pregunté. “La plata la ahorramos, y saco de ahí para el técnico, que son 150 al mes”, me respondió Daniel. “Lo que nosotros en verdad queremos es montar un bar en Sibaté que queda como a media hora de acá”. Le pregunté por qué en Sibaté, y me contestó que allí hay muy pocos bares y que va mucha gente de fiesta los fines de semana, por lo que pinta como un buen negocio. “Nosotros ya hicimos cuentas y más o menos empezar con el bar nos sale por dos millones de pesos, más el arriendo. Nosotros ya tenemos eso ahorrado”.
La tarde y el frío iban cayendo en Soacha, y yo entendía muchas cosas. Entendía, por ejemplo, el temor que los pelados le tienen a la Policía, no tanto porque les acaben la fiesta, como por el miedo a ser judicializados debido a problemas previos con la Ley. Entendía que, haciendo farras, Daniel estaba saliendo de ellas, pensando en su futuro, algo que muy pocos pelados hacen por acá, según me contaba. “Acá llegan muchos manes que no se llevaban con sus mamás y nos dicen: ‘¿Sabe qué, socio? En la buena, porque usted me está sacando de esta vuelta’, y uno ve que está ayudando, que está haciendo bien a muchas personas”.
Entendía también que los propios pelados defienden sus fiestas para asegurar su continuidad, unas fiestas autorreguladas en las que cuidan al otro, donde el cover no es lo más importante después de todo, sino procurar un ambiente “chimbita”, un territorio seguro donde probablemente hay consumo e inseguridad pero en niveles casi nulos, porque entre todos respetan el espacio. Entendí, por último, que la fisura entre nortes y sures es más profunda de lo que pensaba, siendo más ancha del lado de los niños bien. O sea, sí, a mí me negaron la entrada a una puta fiesta en Soacha, pero Daniel me demostró algo que a los niños bien nos hace falta, como a muchos en esta ciudad: la empatía por el otro.
“Bueno y a todas estas, ¿qué es chukiar?”, le pregunté a Daniel antes de irme. “Pues chukiar lo usan los más ñeros, pero significa parchar con alguien en la fiesta, estar con esa persona. Nada más”.