Así fue crecer en: Hermosillo

Sobreviviendo, gracias a la bruja.

A Francisco y Ana María, mis padres robóticos.

He conocido hippies que dicen recordar episodios de tranquilidad en el vientre de su madre. Hay, incluso, algunos que recuerdan el tracto genital al nacer. “Acaricié con mis dedos las paredes del útero. Alucinante, loco”, me dijo una vez un chico con camiseta de colores en espiral (que ahora mismo leo en Google se llama “estilo Tie Dye”), mientras sostenía un cigarrillo de mariguana. Yo no recuerdo, por supuesto, nada de mis primeros años de vida, mucho menos el vientre de mi vieja. Pero, Padre, siempre que llevo a algún amigo a su casa, cuenta una historia que lleva por nombre el Episodio Metafísico de la Vida Recién Inaugurada y que da cuenta del principio.

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Nací en 1981, en una ciudad apartada de todo (nota 1). Hermosillo, una gran plancha de concreto sobre el palpitante y brutal desierto del noroeste de México. Por esos meses, cuando ya había crecido una fina y rala mancha sobre mi cabeza (nota 2), caí enfermo de una misteriosa afección que, para esa década, resultaba tan perturbadora y desconocida que los doctores abandonaron toda esperanza de mantenerme con vida y fueron diluyendo la desilusión con eufemismos del tipo “No hay nada qué hacer, excepto prepararse para lo peor. Lo sentimos mucho” o “Se hizo todo lo que pudo, pero el producto vino mal al mundo”. Me llamaron producto. Producto sin expectativa de vida. Me tenían en una vitrina y le permitieron a mis padres observar, detrás de un cristal, mi lenta extinción. Pero ocurrió lo metafísico.

Nota 1: De todo, excepto de sí misma, o del reflejo de sí misma.
Nota 2: Hablo de mi cabello. Que no haya confusiones.

La única vez que he sido vaquero.

Dice Madre que una bruja (nota 3) se apareció (nota 4) detrás de ellos y preguntó qué es lo que tenía. Es decir, qué es lo que tenía yo. El bebé que fui en ese episodio metafísico en mi vida recién inaugurada. “No come, no puede tomar agua, no reacciona”, dijo Don Efe. “Yo sé lo que tiene”, dijo la señora, “llévenlo a mi casa, aquí no me dejan hacer nada, sáquelo de aquí o se va a morir”. La bruja le dio su dirección a papá y después se desvaneció de la misma manera en la que llegó (nota 5). Padre y Madre discutieron con el personal médico. No dejaban sacar al bebé (es decir, a mí mismo en ese episodio metafísico) del hospital. Al final, mis viejos tuvieron que firmar una carta en la que ellos se hacían responsables por mi muerte y, por lo tanto, irían a la cárcel, acusados de negligencia (nota 6). Según recuerda Madre, la casa de la bruja carecía de servicios públicos. No había luz y el agua potable la obtenía cada dos o tres días gracias a una pipa que la suministraba en el barrio. La bruja me colocó en una mesa y con una cuchara recorrió todo mi cuerpo (que no era muy grande, flacucho y panzón) desnudo haciendo presión en algunos puntos del vientre y la espalda (nota 7). Y sin mayor aviso, de manera inesperada, estallé (nota 8). Salió por el culo (nota 9) una cantidad inmoderada de mierda oscurecida que fue a dar a los pantalones de mi padre a quien se le pegaron las moscas en el trayecto a casa (nota 10). Una bruja me salvó (nota 11) de la muerte inevitable (nota 12). Lo que vino después fue la catastrófica vida.

Nota 3: No imaginen una bruja envuelta en una tela negra y sombrero de pico. Era una anciana, con la piel llena de costras, sucia y con olor desagradable. Se apoyaba en un bordón de madera, una rama de árbol bastante tétrica, dice recordar mi viejo.
Nota 4: No por arte de magia, sino que llegó repentinamente.
Nota 5: Normalmente, caminando, sin humo ni nada de eso.
Nota 6: Es decir, aunque era seguro que en el hospital yo iba a morir, mis padres serían acusados de homicidio imprudencial por buscar una alternativa y por no caer derrotados frente a la inminencia del desconocimiento médico. Recordemos que es Hermosillo en los ochenta. Los médicos perdían la batalla contra la famosa Dispepsia Transitoria del Lactante a la que acreditaban de enfermedad incurable y misteriosa. Tiempos oscuros en el Instituto Mexicano del Seguro Social.
Nota 7: Madre no puede recordar qué puntos exactamente.
Nota 8: No como un automóvil en las películas de acción. Sólo es una forma de decirlo.
Nota 9: Es decir, mi culo. Mi culo de bebé.
Nota 10: Sin contar la cantidad de muecas y groserías, los gestos de desaprobación de la gente en el camioncito urbano, que lo acusaban de haberse cagado extrañamente, tremendo viejo incontinente, por la parte delantera de sus piernas.
Nota 11: Me salvó de una enfermedad mítica: El Empacho. Al parecer esta condición pediátrica ha sido rechazada por la Medicina durante siglos. Es considerada una enfermedad popular que tiene registros desde el siglo XVI y que, si uno lee en foros de Internet, los médicos, a la fecha, siguen rechazándola e incluso negándose a curarla. Excepto, claro, que se tope uno con un Doogie Houser. O que, cientos de miles de madres estén mintiendo frente a la computadora. No podemos meter las manos al fuego. Como sea, la bruja que a mí me tocó dijo que estaba empachado y me sacó la mierda a cucharazos.
Nota 12: Esa misma bruja, después de que mis padres llevaran la buena noticia a su familia, hizo que uno de mis tíos en silla de ruedas, se pusiera en pie y caminara. Se recuperó hasta la fecha. El tratamiento fue el mismo, una cuchara, presionando puntos secretos en las piernas. No hubo excremento porque él tenía otra enfermedad.

Especulando sobre el mar en la presa de Hermosillo. Mi pandilla, de izquierda a derecha: Jacobo, El Fito, yo, El Kabula, El Laga, y El Pano.

Hermosillo estuvo desconectado del resto las ciudades. O más bien, estaba desconectado del resto de las ciudades mexicanas y al mismo tiempo demasiado conectado a una sola ciudad norteamericana: Tucson. Entre los hermosillenses hay un lugar común. Todos lo dicen. Es como un emblema: “Lo más interesante de Hermosillo es Tucson”. Por lo que, en los ochenta, en esta ciudad infernal no había un afecto muy profundo por lo que venía del centro del país, baleros, atrapasuegras, tomatodos, matatenas, etcétera (nota 13). Los jovencitos de mi generación no tenían demasiado en común con los chicos del programa de televisión “Sale y Vale” o los niños entrevistados en “Los cuentos del espejo” (nota 14). Los niños de mi generación en mi ciudad (nota 15) tenían otras aspiraciones menos sentimentales y mucho más comerciales. Nuestros héroes eran MacGyver, Highlander, Michael Knight y el Auto Increíble, Mágnum, Bud Spencer y Terrence Hill en las películas de Dos contra el crimen y Dos súperpolicías en Miami, The Rocketeer, Roger Rabbit, Bugs Buny y Michael Jordan en Space Jam, Martin McFly, Peter Beckman, Robocop, todos los personajes de Loca Academia de Policía, en especial el que hacía soniditos guturales, el gran Leslie Nielsen en ¿Y dónde está el policía? (nota 16), etcétera. Nuestros grandes juguetes (hablo de la clase media baja de la que provengo, aunque no sé si realmente provengo de esa clase) eran sacados de las tienditas llamadas “Todo por 5 mil”. Juguetes inútiles, monos sin articulaciones y juegos de mesa incomprensibles que algún chino pensó sería diversión en estado puro para los occidentales pobres.

Nota 13: Sin duda, quienes crecimos en Hermosillo conocemos esos juguetitos, pero no eran, realmente, los que tenían los vecinos. Sólo hace falta echar un vistazo al pasado y la melancolía que producen es mínima. Nosotros, en Hermosillo, amábamos los monitos que venían en la Cajita Feliz.
Nota 14: Los niños de la televisión hablaban demasiado extraño. Su acento era cómico para nosotros, los pequeños salvajes del norte.
Nota 15: Además de haber nacido en el sitio incorrecto y en el tiempo incorrecto.
Nota 16: Las traducciones son muy importantes. Para los chicos de nuestra generación, estos doblajes aportaban un conocimiento empírico del inglés que no tenía nada que ver con la interpretación literal de los títulos, sino con el conocimiento generado a través de conceptos entre nombre y contenido. Para más información sobre esto, véase el libro Jaws de Xitlálitl Rodríguez.

En una de esas tiendas, Madre compró mi primer diario, a principios de los noventa. Lo conservo. Reproduzco acá algunos fragmentos para ustedes:

28 de marzo de 1992

Querido Bartolomeo (nota 17). Hoy es jueves. Mi cumpleaños caerá en domingo y como siempre Judith (nota 18) no me abrazará. Ni nadie en la escuela (nota 19). Madre vendrá otra vez con un pastel barato del supermercado y todos bailarán excepto yo, en mi fiesta. Papá terminará borracho en el piso de la sala. Gritará y lanzará patadas a demonios imaginarios (nota 20), mientras Madre concluirá el día con los cajones de su chiffonnier en el pecho, en un inútil intento por ponerse la pijama para dormir. Cumpliré once años. ¿Cuántos tienes tú, Simpson?

Nota 17: La portada tenía un Bart Simpson.
Nota 18: Mi amor platónico de la primaria.
Nota 19: Es decir, porque nadie va a clases en domingo, según entiendo.
Nota 20: Padre tiene episodios psicóticos porque fue boxeador. Recibió bastantes derechazos.

1 de abril de 1992

Querido Bartolomeo. Soy un hombre nuevo. De aquí en adelante llegaré a los 18 en un parpadeo. Mi fiesta salió casi perfecta. Padre logró subirse al sillón y Madre alcanzó a ponerse el pantaloncito rayado. Alguien vomitó en el baño (nota 21).

Nota 21: Las mejores fiestas son las de mis padres en los noventa. Nadie salía ileso. Todos bebían a morir y la seguridad pública era distinta, porque siempre estaban las puertas abiertas de par en par, como ese día que me levanté temprano por la mañana a comer cereal y revisé los fiambres de la borrachera anterior. Fue un 12 de diciembre. Salí al patio a ver a la virgen a la que le habían rezado, un par de horas antes de beber sin control como dicta la norma y la liturgia mexicana. Me tropecé con el tronquito sobrante de un árbol de guayaba que habían cortado días atrás. Me fui de boca y caí sobre la virgen haciéndola pedazos. Era una virgen bendecida, supuestamente, por Juan Pablo II. Limpié los rastros de leche y Corn Pops y volví a ocultarme entre las cobijas. Madre descubrió el asunto un par de horas más tarde. Culpó a los gatos. Es decir, a los felinos callejeros. Desde entonces, los odia a muerte y piensa que son emisarios del Oscuro. Los caza cuando puede tratando de vengar a Guadalupe, la virgen destrozada de la que guarda, todavía, un ojito que siento, me sigue mirando, cuando descubro sus restos en uno de los cajones del mismo chiffonnier. Un ojo acusador. Volveré a la matriz un día y seré castigado. Ya se verá.

Falta la última página del diario. Fue arrancada. Con un lápiz, rayando por uno de los costados del grafito, no con la punta, descubro el mensaje en negativo:

18 de junio de 1992.

Querido Barto (nota 22). Hoy me reí como nunca. Me levanté muy temprano para ver “En familia con Chabelo” y fui al cuarto de mis padres a (ilegible) para después (ilegible) como todos los domingos. Pero descubrí algo. Papá estaba recostado con las piernas dobladas. Tenía su tradicional short azul (nota 23). Por uno de los lados se le escapaba el testículo derecho. Es distinto al mío. Estaba repleto de vello y se transparentaban las venas de su escroto. Debo decirte que me acerqué un poco para ver su piel. Pienso que Padre es muy fuerte y tiene los testículos estupendos. Cuando yo sea grande también quiero tener los huevos como mi papá. Chabelo estuvo aburrido.

Nota 22: En sólo tres meses había logrado una confianza con el diario y me tomaba la libertad de llamar a Bart como Barto. Ya éramos íntimos amigos.
Nota 23: De la selección argentina. Un pantaloncillo deportivo bastante corto, a decir verdad. A principios de los noventa, los futbolistas usaban uniformes muy pequeños. No sé si para ahorrar gastos o porque los deportistas eran mucho más exhibicionistas por aquellos años.

El tren de la cordura, dejándonos atrás. Llevo googles y una cangurera. Además de los calcetines por encima de pants. Había perdido la batalla de la normalidad.

Con una lágrima en la mejilla, meto mi mano entre los calzoncillos. El índice y el pulgar hacen su trabajo para recolectar información. La medida no me convence (vamos, chicos, no pasa nada), padre sigue siendo el vencedor. Ahora lo recuerdo todo. Al día siguiente fui a clases y traía mi diario en la mochila. Cuando volví del receso, tres de mis compañeros, que supongo eran la reencarnación de Gengis Kan, Atila y Calígula, gritaban a los cuatro vientos que yo deseaba tener los huevos de mi papá. Coreaban tomados de las manos, emulando La danza de Matisse: “Quiero tener los huevos como mi papá, quiero tener los huevos como mi papá”. Debo admitir, ahora que soy un tipo maduro, que fue una excelente forma de acomplejar a un niño. Estos tres tipos —que espero estén cumpliendo una condena en prisión— abrieron mi mochila y sacaron mi diario, arrancaron mi candado de oropel y pusieron en evidencia mis más hermosos recuerdos familiares. La culpa de todo esto la tiene Topo Gigio. Este bastardo italianizado, marioneta en parte, manos humanas por otra, tenía una canción que yo reproducía en un acetato. La letra decía: “Yo quiero ser como mi papá, me haré un bigote con la crema de rasurar, su corbata y sus zapatos me pondré, sí, sí y me iré como él a trabajar”. Jamás volví a escuchar esta canción, ni porque era mi favorita.

Recuerdo la furia. Luego de ser señalado como el chico que espiaba los genitales de su padre, tomé mi diario, me paré frente al salón en un arranque de ira y desolación y desmenucé la hoja frente de todos. Me arrepentía de haber salido de ese testículo derecho de mi padre (nota 24). Me castigaron y tuve que hacer el aseo al final del día. Mientras barría los fragmentos de papel advertí varias palabras que habían sobrevivido al recorte. Incluso, había un par de oraciones con sujeto, verbo y predicado. No olvidaré que resistió un sustantivo con su adjetivo: “testículos estupendos”.

Nota 24: Aunque en realidad me arrepentía de haber escrito que había salido de ese testículo. Aunque bien pudo haber sido del otro, del izquierdo. No lo sabremos nunca.

Mi mejor amigo en los ochenta y yo mirando una avestruz y pensando en cómo se vería si fuera uno de esos pollos asados, sin plumas ni cabeza, sobre un plato humeante.

Además de diarios, en los noventa tuvimos un auge de productos norteamericanos que traían de Estados Unidos niños más afortunados. Esos chicos que viajaron a Disneylandia en su infancia y que se pasaban los fines de semana en los centros comerciales de Arizona porque los llevaban sus familiares. Todos ellos (a quienes agradezco profundamente) nos mostraron bandas de rock que sacaban de los catálogos de Columbia Records u otras disqueras. También comerciaban con cartitas prohibidas por la iglesia local llamadas Garbage Pail Kids, una deformación maravillosa de los muñecos Cabbage Patch Kids y que demostraban lo duro que era estar vivo: Un sujeto con todo el cuerpo lleno de granos, una niña jugando con el manantial de mocos salidos de su nariz, un niño que exige que lo coman porque su cabeza es una pizza, un niño con todos los orificios de su cuerpo cubiertos con corchos, un tipo derretido sobre la mesa, un bebé atrapado dentro del garrafón de agua, un pelirrojo abriendo su cabeza con una cremallera, exponiendo el cráneo, etcétera. Crecimos así, viendo estas imágenes. Y ahora podemos decir que somos personas normales. ¿Cierto?

Pero no todo era tan, torcido, malévolo y mercadológico. Nuestros padres tuvieron una vida mucho más sensible y estaban más conectados con la naturaleza y cada vez que podían, escapaban con toda la familia a (los ahora extintos o contaminados) ríos de la región para emborracharse en lugares preciosos. Tecate Roja de lata dura y un hermoso atardecer en el fin del mundo. Uno de esos lugares era Topahue, una comunidad muy pequeña, compuesta por poco menos de 150 habitantes y que tenía un riachuelo místico en el que todos chapoteábamos en la infancia. Era común encontrarte con los vecinos o los compañeros de la escuela. Además, si no sabías nadar, no importaba, porque era un riachuelo sin profundidad, donde podías simular bracear para que chicas como Judith te observaran desde una de las orillas como un campeón, mientras avanzabas, en realidad, con las rodillas clavadas en el suelo.

También íbamos a un lugar llamado Real del Alamito, mucho más cerca de la ciudad. Un complejo de casas de campo diseñado para escapar del calor citadino. Muchos hermosillenses eran propietarios de estos espacios bucólicos. Había piletas o albercas, asadores y animales indómitos en un corral. Ahí nuestros padres se reunían con sus amigos. Echaban carne al fuego y acariciaban la mejilla de Baco con la misma cerveza (nota 25). Recuerdo una de estas reuniones. Era la fiesta de la mejor amiga de Madre, una vecina del barrio que aseguraba ser pariente cercana de los Hermanos Almada (nota 26). Yo sufría graves problemas psiquiátricos que no conviene recordar ahora, pero, en pocas palabras, pensaba que unos demonios me hablaban y todos en el mundo, incluidos mis padres, eran robots. Me sentía muy solo en la medianía orgánica.

Nota 25: No había tantas opciones. Tecate Roja o Nada. O jugo. O morir.
Nota 26: Esta señora cantaba y participaba en las fiestas municipales del 15 de septiembre en la Plaza Zaragoza, antes de que dieran las 12 y el gobernador pegara el grito independentista. Fuegos artificiales y canciones rancheras. El pasado se vierte sobre nosotros. Esta misma señora, a veces se aparecía en el techo de la casa de mis padres (no místicamente, ni el mismo día de celebración independentista, sino en otras ocasiones). Decía estar persiguiendo un fantasma, por lo que hacía un recorrido total de la manzana habitacional, de azotea en azotea, dando pequeños brincos para no caer por las separaciones entre las casas, y así dar con el bribón fantasma que, decía ella, la espiaba mientras lavaba la ropa y le recomendaba cambiar de detergente.

Recuerdo esta fiesta. Mi hermano tenía cerca de cinco años y yo diez. Estábamos en la orilla de la piscina. El agua era cristalina y se podía ver el fondo sin problema. Mi hermano y yo estábamos asombrados porque en el centro de la alberca estaba una rana (nota 27) inmóvil. No podíamos creer que pudiera resistir tanto debajo del agua. Por lo que había tres opciones: a) su capacidad para aguantar la respiración era olímpica, b) estaba muerta y c) sólo era una piedra.

Nota 27: Una rana que también podía ser como un bestia salvaje y venenosa. Un peligro real, orgánico, vivo, del reino animal y que estaba ahí, por primera vez, frente a mí. Era una rana pero también era un agente extraño a mi vida y, por lo tanto, perverso. Una representación legítima de los anfibios y que no tenía nada que ver con Las Ranas del Barrio. Era una animal como la muerte.

Había otros niños que tampoco sabían nadar como nosotros y nos dedicábamos, desde la orilla segura, a tratar de descifrar la existencia de aquel objeto en el centro de la alberca. “Es una rana. No. Es una piedra. Una rana. Una piedra”. Todavía no oscurecía. Padre se acercó a preguntar qué hacíamos y le señalamos el objeto de la discordia. Recuerdo que ya tenía varias cervezas encima por la sonrisa monumental que le desdibujaba el bigote. Sin pensarlo. Sin decir nada, se lanzó de cabeza. Mi hermano se puso a llorar y a gritar. Yo estaba congelado (nota 28). Madre pegó una carrera (nota 29) hacia nosotros. Y sin pensarlo, se echó de cabeza también en la alberca. Padre no emergía. Y en el fondo, Madre dio con él. Y juntos miraban la rana como dos científicos submarinos. Como dos tritones. Como dos malditos seres míticos con branquias y un amor infinito. El agua, ondeando todavía, permitía ver lo que ocurría debajo. Se dieron un beso y salieron a la superficie. Padre tenía el objeto en las manos. Sacó el puño y lo sostuvo en el aire: “¡Es una rana!” El bigote estaba más despeinado que nunca. Madre daba piruetas y se sumergía como una campeona de nado sincronizado. Llevaba un vestido rojo con motivos negros. Flotaba.

Nota 28: Tres miedos. ¿Papá sabe nadar? ¿Papá no va explotar si es un robot? ¿Las ranas muerden?
Nota 29: Pensé que venía a ver a su hijo menor, el gran llamado de la civilización, el código primigenio entre una madre y sus hijos. El auxilio primitivo. Pero no era eso.

Aquello había sido lo más portentoso que hubiera visto en mi primera década de vida. Los viejos, mis viejos, se divertían y disfrutaban el agua como dos mamíferos alegres y envueltos en un halo de seguridad psíquica, de arrobamiento naturalista y, de paso, surrealista. Madre arrastró a mi hermano y lo rodeó con sus brazos y poco a poco fue ganando confianza. Y yo di un salto de bombita en el agua. Padre me atrapó y me sostuvo con el brazo derecho, evitando que me hundiera de nuevo, y con el izquierdo acercó el animal para que lo tomara. Lo sujeté unos segundos antes de perderlo de nuevo. La rana, al liberarse, nadó hacia una de las orillas en el fondo. Me sentí demasiado feliz. Como nunca. Recuerdo esto de mi infancia en Hermosillo como una fotografía. Una escena familiar que no volví a experimentar y que he conservado en el archivo de mi memoria y al que acudo constantemente cuando el futuro parece una pileta peligrosa. Un episodio extraño que me enseñó dos cosas: Mis padres no son androides y siempre hay que saltar al vacío, una y otra vez, sin miedo, al hogar de las bestias y los demonios, antes de que la bruja venga por nosotros.