Nos matan porque cada sociedad tiene las violencias que tolera. Y nuestra sociedad tolera que a las mujeres nos maten y nos violen los hombres. Lo sé porque la semana pasada cinco mujeres fueron asesinadas en dos días en España, y no ha pasado nada. No se ha parado el país, no hemos salido masivamente a la calle, no ha habido una reunión urgente del Consejo de Ministras, ni siquiera se ha convocado una rueda de prensa de ese gobierno -que se considera feminista- con las medidas de emergencia que se van a tomar. Tampoco ha ocupado demasiado tiempo en los medios de comunicación, ni más de un par de columnas en las portadas.
Parece que hemos conseguido que la mayoría de la gente se enfade un poco -de un enfado demasiado efímero- cada vez que nos enteramos de que “han matado a otra”. También que los líderes institucionales se pongan pines y lazos, y se pongan muy serios en las concentraciones de rechazo. Como si no fuera con ellos. Pero sigue sonando ese discurso tan anestésico de la “lacra” de la violencia machista. Como si fuera una plaga que viniera de no se sabe dónde, que nadie puede explicar y que nadie sabe cómo combatir. Pero no es así.
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La violencia machista es la expresión más brutal de una violencia contra las mujeres que vivimos todas, todos los días, y que empieza porque algunas de nosotras ni siquiera nos demos cuenta de ella. Cobramos menos, somos más pobres, trabajamos el triple en casa -porque es un trabajo gratis-, tenemos miedo al andar solas de noche, matamos y robamos mucho menos, pero nos matan y nos violan infinitamente más… y así podríamos estar días describiendo la violencia contra nosotras que garantiza nuestra desigualdad en el sistema heteropatriarcal. Pero algunas no la ven y a muchos les da miedo que -cada vez más- la veamos. Porque es la violencia que mantiene este sistema.
Sigue sonando ese discurso tan anestésico de la “lacra” de la violencia machista. Como si fuera una plaga que viniera de no se sabe dónde, que nadie puede explicar y que nadie sabe cómo combatir
La violencia contra las mujeres, hoy, en nuestra sociedad, es ejemplarizante. Más de la mitad de las mujeres asesinadas, lo son por su pareja o expareja hombre. A la práctica totalidad de ellas, las matan en el proceso de separación. Cuando deciden irse, cuando deciden dejar de obedecer, cuando deciden dejar de ser animales domésticas. Para eso sirve la violencia contra nosotras. Para recordarnos que a la que no se marcha de casa, a la que no renuncia a trabajar como esclava, a la que no sale de fiesta, a la que no se va con cualquiera, a la que no lleva minifalda, o escote, o va como una guarra; a la que no se emborracha, a la que no vuelve sola a las tantas a casa, a la que no protesta, a la que no se enfrenta, a la que se no se queja… a la que obedece, y se calla -y a ellos les gusta porque está como ausente- a esas, no les pasa nada. Porque las cosas malas, les pasan a las mujeres malas. Que siempre estaban donde no debían, o bebían, o se subían al coche equivocado, o enseñaban más carne de lo adecuado, o habían denunciado, o no lo habían hecho, o se quedan quietas cuando las violan entre cinco, o se enfrentan al violador y le hacen convertirse en asesino.
Detrás de cada asesinato, de cada violación, de cada agresión, hay una advertencia: ten cuidado, no hagas cosas malas, sé buena. Deja claro que no te lo mereces, que no eres una cerda, ni una loca, que no eres de esas. Y, entonces, no te pasará nada. La forma en que se presenta la violencia contra las mujeres en los medios de comunicación, es una representación de cómo la vivimos -y de cómo la legitimamos- en nuestra sociedad. Mujeres que “aparecen muertas” -como La Chica de La Curva- aunque las haya degollado delante de sus hijas, las haya destrozado a puñaladas, a hachazos o a planchazos, el hombre que se entrega, confeso y ensangrentado, o se suicida porque ya ha destruido su objeto de tortura y no le queda nadie a quien joder la vida. Hombres que son “buenos padres” aunque hayan ahogado a sus hijos en la bañera, justo antes de prender la casa, o porque llamaban “princesa” o llevaban a la puerta del cole la merienda a la niña a la que han estrangulado. Defensores de violadores sentenciados, que se pasean por las televisiones diciendo que tenemos una idea equivocada del consentimiento, que ponemos denuncias falsas por arrepentimiento. Periodistas que hablan del pasado de las asesinadas, de sus parejas sexuales, de sus hábitos, de sus fotos, de sus redes sociales, de las razones que ellas mismas han construido para el destino que les ha tocado. Jueces que ven jolgorio en violaciones en grupo, secuestro en madres poniendo a sus criaturas a salvo, consentimiento donde hay disociación causada por el terror, mentiras donde hay llamadas de auxilio, libre expresión donde hay amenazas, denuncias falsas donde hay protocolos de actuación inútiles…normalidad donde hay violencia.
Detrás de cada asesinato, de cada violación, de cada agresión, hay una advertencia: ten cuidado, no hagas cosas malas, sé buena
Pero, detrás de cada asesinato, de cada violación, de cada agresión, al menos nosotras, deberíamos encontrar otras razones para estar inquietas: ¿por qué nos da miedo cruzarnos con desconocidos, cuando más de la mitad de los que nos asesinan son los que decían que nos querían? ¿Por qué nos asusta viajar solas, si en siete de cada diez casos son los hombres de nuestro entorno íntimo los que nos violan? ¿Por qué creemos que estamos más seguras con un hombre cerca si, en el mejor de los casos, seguramente nos acabará pidiendo nuestra libertad a cambio?
Las propias víctimas diarias de múltiples formas de violencia, no nos damos cuenta. Creemos que cargamos con todo el trabajo en casa, porque queremos. Creemos que cuidamos a todo el mundo porque nos quieren. Creemos que no pasa nada porque nos increpen por la calle, creemos que no es para tanto que nos toquen, nos soben, nos follen sin que queramos. Creemos que somos las únicas que ya no lo soportamos. Tener menos tiempo, tener menos voz, tener menos espacio, tener menos representatividad, tener menos dinero, tener menos derechos, tener peores trabajos. Creemos que no tiene nada que ver que nos maten y nos violen con que las niñas ocupemos sólo un cuarto del espacio en los patios. Creemos que no hay relación entre la violencia sexual y los papeles que hacemos en el cine, en la televisión, en la publicidad, en la pornografía, en la moda, en la política, en la ciencia, en la cultura, en el mercado laboral, en el humor, en las conversaciones cotidianas, en los grupos de guasap o en el vaticano. Pero todas esas desigualdades forman parte de una misma violencia, de la violencia de fingir que la desigualdad es lo natural, y que está justificada por las diferencias. Que son neutras, inofensivas, incuestionables, inamovibles, sagradas, naturales, ancestrales, o cualquier mierda que se nos ocurra para justificar que un día, sin saber ni cómo, una de nosotras, que tenía una vida normal, un marido normal, una infelicidad normal, aparece muerte.
Por eso la violencia machista es la principal causa de muerte en las mujeres entre quince y cuarenta y cuatro años. En todo el mundo. Más que el cáncer. Más que las guerras
Cada vez somos más las que no nos tragamos eso. Cada vez están más asustados y más cabreados los que han vivido en el privilegio que les garantizaba todo esto. Y ven el final. Y, como los «buenos padres» y «buenos hombres» que nos acaban asesinando, no quieren que nada cambie. Prefieren matarnos, si no pueden seguir igual. O permitir que se nos mate y se nos viole, sin asumir su responsabilidad institucional, sin formarse para ejercer su profesión sin perpetuar este sistema que nos discrimina y nos somete a la mitad, sin reconocer que se aprovechan de los privilegios patriarcales en su vida personal, sin combatir las diferencias en el mundo laboral, sin entender que están violando cada vez que follan sin negociar, sin preocuparse de por qué nos dan el miedo que nos dan, sin asumir que los que nos violan y nos matan no serían tantos, si no se sintieran legitimados. Por los otros hombres y por las estructuras que el sistema ha creado.
Por eso la violencia machista es la principal causa de muerte en las mujeres entre quince y cuarenta y cuatro años. En todo el mundo. Más que el cáncer. Más que las guerras.
Las tres mujeres y la madre de las dos niñas asesinadas la semana pasada, había puesto denuncias contra sus asesinos, y no sirvieron de nada. Habían pedido medidas de protección del asesino y se las denegaron. Esto no es un fallo del sistema. Ni siquiera son cinco fallos del sistema. Sólo es la demostración de que el sistema está preparado para proteger a los hombres de la violencia de otros hombres, pero no está ni pensando en protegernos a las mujeres de la violencia que los hombres ejercen contra nosotras. Porque le llamamos paz al tiempo en que los hombres no se matan masivamente entre ellos. Pero, que nos violen y nos maten sistemáticamente a nosotras, forma parte de la normalidad pacífica y democrática. Y esta realidad sólo es posible en el marco de un sistema que decide sus prioridades, y que ha decidido que la violencia contra las mujeres no lo es.
“Si acabamos con la esclavitud, ¿cómo no vamos a acabar con el patriarcado?»
No hay lacras, hay violencias legitimadas por el sistema. No hay locos aislados, hay hijos sanos del patriarcado. No hay que mostrar rechazo abstracto, como si no supiéramos cuál es la causa y cuáles son las medidas. Las llevamos décadas demandando el movimiento feminista: apuesta institucional firme por las políticas de igualdad, recursos para trabajar, formación con perspectiva de género en todos los programas curriculares, desde educación infantil hasta los posgrados; revisión de la Ley Integral de Violencia de Género, interlocución con los grupos feministas locales, regionales, y estatales, generación de códigos deontológicos con perspectiva de género para todos los ámbitos profesionales, creación de observatorios de los medios de comunicación y la publicidad, generar medidas para combatir los discursos machistas y los posibles delitos de odio… y así podríamos estar días describiendo las medidas concretas a todos los niveles que venimos construyendo desde el análisis de la realidad, nuestra lucha diaria y nuestras experiencias vitales, individuales y colectivas. Deberíais sentaros y escucharnos.
La violencia machista no es invencible, no es normal, no va a estar ahí siempre. Creedme. Mi admirada Angela Davis desmontó para siempre mi pesimismo una vez, con una sonrisa eterna y colectiva, cuando dijo “Si acabamos con la esclavitud, ¿cómo no vamos a acabar con el patriarcado?». No hay paz sin justicia. No hay justicia sin igualdad. No hay igualdad sin feminismo.
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