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Así afecta la depresión a los adolescentes latinoamericanos en pandemia

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El siguiente texto toca temas sensibles de salud mental que pueden ser detonantes, como el suicidio. Si estás pasando por un episodio difícil, lee con precaución y no olvides pedir ayuda.

Antes de la pandemia, los días de Keiner, un chico de diecisiete años, estaban repletos. De lunes a viernes se despertaba a las seis de la mañana para ir al colegio, y de jueves a domingo trabajaba empacando bolsas en un supermercado hasta las ocho de la noche. 

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Keiner se ve como cualquier adolescente de su edad. Es delgado, un tanto desgarbado, lleva el pelo despeinado y tiene varios piercings. Le gusta el animé, el rock y el thrash metal. 

“Salvando muchas circunstancias, simplemente era un muchacho normal que asistía a sus clases, tenía un trabajo y de vez en cuando salía con sus amigos”, me dijo Keiner el día que lo conocí.

Una de las circunstancias a las que Keiner se refiere es la dificultad de vivir en un país como Venezuela que, durante años, ha sufrido de una continua crisis humanitaria, política y económica. La otra circunstancia es su situación familiar. Cuando tenía once años su mamá falleció, y en ese momento no recibió apoyo suficiente para lidiar con ese dolor.

“Mi familia no fue muy empática, y tampoco me ayudaron mucho, por más que de diferentes formas les hice saber que estaba sufriendo”, cuenta.

Un par de años después, cuando tenía catorce años, su papá sufrió de un infarto ocular debido a la escasez de medicina en el país. Perdió la visión. Desde ese día, Keiner dejó de ser el niño de la casa para hacerse cargo de todo. Tareas como hacer las compras, salir a trabajar o limpiar la casa pasaron a ser su responsabilidad.

Sostenerse a sí mismo y a su papá ha sido “un milagro”, cuenta Keiner. “No sé cómo he sobrevivido porque siempre estoy buscando dinero acá, buscando dinero allá, buscando esto acá, buscando esto allá…”.

A pesar de la situación del país y el salto directo a una adultez temprana, Keiner parecía tenerlo todo controlado hasta 2020, cuando empezó la pandemia. En marzo de ese año, el presidente Nicolás Maduro declaró la cuarentena y canceló las clases presenciales. Mientras en otros países los niños han vuelto a las aulas, en América Latina la educación a distancia se ha prolongado por más de 16 meses en algunos países, y Venezuela es uno de ellos.

Hoy Keiner cursa el último año de un bachillerato técnico. La pandemia trastocó toda su rutina y la escuela a distancia se volvió una pesadilla. Dice que se sentía aislado. En su escuela, debido al precario servicio de Internet en todo el país, las clases por videoconferencia eran inviables. La interacción con los maestros se limitaba entonces a mensajes de WhatsApp. 

“Los profesores han visto el trabajo en casa como algo más simple de lo que en realidad es, nos están sobrecargando con muchas tareas”, dice Keiner, quien me explicó que ahora les mandan el triple de tareas. “Entonces, si tú tienes una dinámica familiar complicada, o no estás bien contigo mismo, resulta difícil no solo entender lo que te están tratando de enseñar, sino también cumplir con las metas que te está poniendo el sistema educativo”.

Poco a poco, la ansiedad y la presión por alcanzar las metas fueron invadiendo a Keiner, afectando hasta los aspectos más pequeños de su vida: desde su alimentación hasta sus patrones de sueño. Había días en los que comía una sola vez y dormía apenas tres o cuatro horas. La presión fue tal que al terminar el año escolar Keiner quedó agotado emocionalmente. 

“Me sentía extremadamente cansado, lleno de tristeza y desesperanza” dice.

Pero no solo eran las metas que Keiner se autoimponía las que lo angustiaban. Desde que se quedó ciego, su papá también comenzó a ejercer presión sobre él. La complicada relación con su padre y la exigencia de los estudios a distancia pronto tuvieron su efecto. Keiner se notaba cada vez más angustiado, perseguido por la tristeza no resuelta de la muerte de su mamá. Sentía que antes las rutinas de trabajo, estudio y cuidado de su papá lo protegían de pensar demasiado en sus traumas. Pero la pandemia lo cambió todo. Para finales de 2020, Keiner empezó a soñar a menudo con la muerte: la suya o la de alguien cercano. 

Para Keiner, el punto de quiebre llegó en diciembre de 2020, cuando su familia se reunió para cenar en Navidad, después de un largo tiempo sin verse debido a la pandemia. Durante la reunión tuvo una discusión con su tía, quien le dijo que no hacía lo suficiente para sacar a su papá adelante.

Esa madrugada, Keiner pensó en suicidarse y trató de hacerse daño. Al día siguiente despertó horrorizado al ver lo que había hecho. Ahí supo que necesitaba ayuda y pasó un par de semanas preguntándose qué hacer.


La historia de Keiner es un reflejo de la epidemia de ansiedad y depresión que viven los niños y adolescentes en la región, y particularmente en Venezuela, donde dos crisis, la humanitaria y la sanitaria, se han juntado para agudizar una compleja situación para miles de niños y jóvenes.

“Esta es una generación de chicos que se parece muchísimo a las generaciones que han vivido guerras y situaciones límite”, dice Abel Saraiba, coordinador del servicio de atención psicológica de CECODAP, una organización que trabaja en la promoción y defensa de los derechos de niñas, niños y adolescentes en Venezuela. 

A partir del 2018, Abel y su equipo empezaron a notar que el deterioro de la salud mental de los chicos no era algo coyuntural, sino que se convertiría en algo estructural. Según su investigación, el número de suicidios en niños y adolescentes ha aumentado desde el 2017, cuando el hambre, la hiperinflación o la emigración masiva empezaron a afectar más al país. 

Pero al igual que sucede con las cifras de inflación o de homicidios, el gobierno de Venezuela ha guardado silencio durante años sobre el número de suicidios que ocurren en el país. El Observatorio Venezolano de Violencia documentó, a través de un monitoreo de prensa, que entre marzo de 2020 y lo que va de 2021 ha habido al menos 51 suicidios de niños y adolescentes en diecisiete estados del país. Si se compara con las cifras de 2018, hubo un incremento del 240% hasta la segunda semana de agosto. Debido a que no todos los medios cubren suicidios particulares, ya que se trata de un acto de orden privado, es posible pensar que estos datos están lejos de la realidad y que existe un importante subregistro.

La pandemia lo empeoró todo. Según el Servicio de Atención Psicológica de CECODAP, entre enero y junio de 2020, casi un tercio de los niños atendidos llegó a la consulta por alteraciones en su estado de ánimo –es decir por depresión y ansiedad– y de ese total, 20% presentó ideación e intento de suicidio.

Los programas de salud mental dedicados a niños y adolescentes son casi inexistentes en Venezuela. Y, en general, a la salud mental se le da poca importancia en el país. Un ejemplo es que menos del 1% del presupuesto total del Ministerio de Salud está asignado al área de salud mental. No existen centros de salud psiquiátrica especializados en niñez ni tampoco hay programas de prevención del suicidio de niños y adolescentes. 

“No hay una política pública de salud mental. No la hay para la población general, menos la hay para la población de niños y adolescentes, lo cual es dramático porque estamos hablando de un problema a escala nacional”, dice Abel. 

Durante más de cinco años los venezolanos han sufrido de una continua crisis humanitaria, y los niños han estado entre los más afectados. Aun así, el país casi no cuenta con profesionales ni instituciones para tratar los trastornos psicológicos producto de esta crisis. Consideremos estos números: en Venezuela hay más de 830.000 niños que han perdido el contacto directo con sus padres producto de la migración; de esos niños, menos del 4% recibe algún tipo de apoyo emocional.

Abel dice que en 2020, por primera vez desde que existe el servicio de atención psicológica en CECODAP, empezaron a recibir pedidos de ayuda directamente de los adolescentes. “Creo que esta es una generación de chicos que son más conscientes de la importancia que pueden tener temas como la salud mental”, dice.

Fue el caso de Keiner. Dos meses después de la cena de Navidad en la que se intentó hacer daño, contactó a uno de sus profesores y le contó lo que había estado viviendo. Su profesor le dio el número de CECODAP y Keiner llamó. Desde marzo de 2021 ha estado yendo a terapia una vez por semana. Ha retomado una rutina saludable y le han recetado un tratamiento. También pasa varias horas escuchando música, porque eso lo ayuda a relajarse. 

“Son cosas pequeñas que te ayudan a ver que no todo es malo. Y a partir de que piensas que no todo es malo, pues empiezas a ver el vaso medio lleno”, dice. 

Desde que comencé a comunicarme con Keiner, lo primero que noté fueron sus fotos de perfil de WhatsApp. Siempre eran dibujos de animé, usualmente de un chico, en blanco y negro, triste o llorando. La última vez que hablé con él me dijo que le habían ajustado la dosis de la medicación para la depresión y que se sentía mucho mejor. “Siento que últimamente todo se siente como despejar una gran neblina que me estaba cegando, o como quitarte un gran peso de encima”.

Ese día su foto de perfil había cambiado. Esta vez, el niño en el dibujo estaba sonriendo. Era a color y el cielo, azul. 

El texto anterior surge del episodio “La epidemia interior” del podcast El hilo. Abajo puedes escuchar el episodio completo.

Esta historia se reportó con el apoyo del Dart Center de la Universidad de Columbia. 

Mariana Zúñiga es periodista y productora de El Hilo. Actualmente vive en Caracas, Venezuela. 

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