La Tía Baila Pikachu tiene cuarenta y cuatro años y maneja un autobús escolar amarillo. Usa zapatillas All Stars debajo de su traje inflable y sobre él una banda presidencial. En Instagram, tiene menos seguidores que el presidente Sebastián Piñera, pero más que cualquier galán de telenovela.
La Tía Baila Pikachu está un poco preocupada. Las alertas por el coronavirus en Chile hicieron que algunas familias de su barrio optaran por no enviar a sus hijos al colegio. Y ahora que se decidió oficialmente suspender las clases, su trabajo como conductora de autobús se detendrá.
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Hace poco, le pidieron ser rostro de una tarjeta de crédito. Pero a ella le pareció insólito: es una mujer trabajadora con su propia casa hipotecada. Y, como gran parte de los chilenos, se endeuda solamente para vivir.
Una multinacional redobló la apuesta y le ofreció un contrato para escribir un libro sobre su vida. Pero a ella no le entusiasmó demasiado: aunque la sigan 160 mil personas, no tiene material de influencer. Y además, lo primero es el trabajo.
La Tía Baila Pikachu antes se llamaba Giovanna Grandón, pero después de salir a marchar disfrazada de Pikachu adquirió su nombre inmortal. El traje llegó a su vida un día de octubre, semanas antes de las movilizaciones sociales en Chile, cuando su hijo menor tomó su celular y compró 700 dólares en artículos de Pokémon por AliExpress. La familia decidió revender todos los productos, excepto el imponente disfraz inflable. En Chile, Halloween era una fecha que se festejaba y se consumía con la intensidad de Norteamérica.
Pero el octubre pasado no hubo Halloween en Chile, ni fiestas importadas a la sucursal del imperio, ni tarjetas de crédito explotadas en el shopping mall. Y en cambio, el traje de Pikachu terminó convertido en insignia, en pancarta, en enormes murales en el centro de la ciudad, en un emblema improbable del descontento social.
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“Ese día llegué a mi casa caminando, antes del toque de queda en Santiago. Cuando abrí la puerta, mi hija me dijo: mamá, eres un viral”, cuenta Giovanna, sentada en la sala de su casa, mientras me muestra un diseño de Pikachu que se convertirá en un tatuaje y que, días después, los diarios locales usarán de clickbait para sus sitios de internet.
Su historia ya es parte de la mitología del estallido social chileno. Cuando los estudiantes saltaron masivamente los torniquetes del metro en protesta por su aumento, cuando los policías arremetieron rabiosamente contra ellos, y cuando la indignación hizo que la población empezara a salir a las calles convocando un inédito millón de personas, Giovanna decidió sumarse a las marchas junto a su familia. En la entrada de la casa, su esposo le preguntó: “Giovanna, ¿para qué vas a llevar eso a la calle?”. Y ella le respondió: “Pa’ bailar po”.
Giovanna caminó por el centro de Santiago con su disfraz de Pikachu accidental, mientras la gente le gritaba: “¡Baila, Pikachu, baila!”. Tanto le gritaban que se entusiasmó, bailó furiosamente y se tropezó con la vereda. Se cayó de panza rebotando sobre el empedrado. Después se levantó y siguió bailando como si nada. Y la gente estalló en aplausos y siguió gritando feliz: “¡Baila, Pikachu, baila!”. Todo quedó en video.
“Cuando subieron el video de la caída a YouTube, todos pensaron que Pikachu era un hombre”, cuenta Michelle, su hija de veinticuatro años que trabaja en su computadora junto a ella. Es diseñadora, tiene un hijo de seis años y creó el Instagram donde ahora se transmiten en vivo los bailes de su madre y la contingencia de la marcha: “Yo siempre esperé que se reconociera la historia de vida de mi mamá y por eso creé el Instagram, para que la gente supiera quién es. Cuando su historia se hizo conocida, cuando vieron que no era un cabro el que estaba en el disfraz de Pikachu, sino una mujer adulta, madre de familia, a todos les pareció conmovedor. Ella es una mujer que salió adelante sin nada y muchas mujeres jóvenes le envían mensajes. A mí me da mucho orgullo”.
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Chile es hoy uno de los países con más casos detectados de coronavirus en Latinoamérica. El gobierno priorizó la productividad, sus medidas fueron tardías.
El domingo pasado se anunció la fase cuatro del virus, y con ello se prohibieron eventos convocantes, se suspendieron las clases y hacia el fin de la semana se cerraron las fronteras. Los trabajadores de los shoppings protestaron en conjunto ante la negativa de la autoridad para cerrarlos. Los precios de los productos sanitarios no se congelaron. Y todo lo que llevó a las protestas en octubre se volvió a poner intensamente sobre la mesa.
Hoy se discute en qué estado se encontrarán realmente los trabajadores en caso de una posible cuarentena, que aún no parece posibilidad. Cómo el sistema de salud privatizado y precarizado —una de las grandes causas por las que hoy los chilenos protestan— podría contener una pandemia sin reproducir desastrosamente la desigualdad de su sistema estructural. Y si acaso, el Estado permitirá que el virus se autorregule igual que las leyes del mercado, como parece estar haciendo.
Los chilenos también se preguntan de qué forma mutarán las protestas masivas que alcanzaron cinco meses de intensa actividad. Apenas unos días antes de este anuncio, el paro nacional de mujeres que se convocó el 8 de marzo rozó los dos millones de personas en las calles, redoblando la apuesta de la convocatoria del día de octubre cuando todo empezó.
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Semanas antes del anuncio de la pandemia, Giovanna Grandón camina por el alero del Parque Bustamante hasta llegar a la plaza. Ahí es fácil transitar junto a ella; no todos conocen su rostro debajo del traje. Me ofrece una pañoleta y lentes aislantes de construcción. Los tiene de repuesto para quien sea que la acompañe en ese momento, como últimamente lo han hecho periodistas y estudiantes que harán tesis sobre ella. No hay otra forma de asistir a las marchas. La represión con gases lacrimógenos y agua con químicos que queman la piel es casi insoportable. La policía dispara perdigones al rostro, que hasta ahora han causado 445 traumas oculares, varios mutilados y dos personas con ceguera total. Los jóvenes pasan frente a ellos con las manos tapándose los ojos como forma de protesta.
Todos los viernes, a eso de las seis de la tarde, Giovanna Grandón se sube al bus escolar y maneja hasta Plaza Italia, que fue rebautizada como Plaza Dignidad. Aquí, los manifestantes se reúnen con especial convocatoria hacia el fin de la semana.
En el corazón de la marcha, Giovanna se enfunda en su traje mientras la gente que pasea la mira con curiosidad. Ya en personaje, la masa se agita. Los chicos le piden fotos, le piden que baile, la festejan y la protegen. Su esposo se compró un traje inflable de Super Mario, pero como no se le da el baile, fue bautizado como el Tío Salta Mario. A veces se anima, se pone el disfraz y la acompaña dando saltitos a su lado, pero principalmente maneja el celular y se encarga de los videos en vivo que la muestran exultante bailando junto a la turba. Hoy, un manifestante le regala una sartén inscrita con un mensaje que simboliza los cacerolazos que tintinean por las tardes desde octubre. “Es para agradecerte por la esperanza”, le dice. Y ella lo recibe y posa con él. Y después, se acerca y me comenta: “Mucha gente me escribe al Instagram, mucha gente está muy deprimida por la violencia, por todo lo que nos ha pasado. Pero me dicen que ven mis videos, o me ven en la marcha, o bailan conmigo y eso les da un momento feliz. Eso a mí me hace bien”.
Este día, todo parece en paz. El día de la marcha de las mujeres, en cambio, Giovanna recibió un perdigón en el pie. Antes, había escapado de un carro hidrante de la policía, esquivado una bomba lacrimógena que le rozó el cuello, y huido de un hombre no identificado que sacó un encendedor frente a ella y amenazó con quemarla viva.
A pesar de las visitas de organismos internacionales como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y Naciones Unidas —que unánimemente denunciaron los excesos de las fuerzas especiales en Chile— solo en lo que va del año ya hay tres civiles muertos por presunto accionar de la policía, que se suman a los treinta y uno desde que empezaron las manifestaciones. Y a eso, los 3700 heridos, y las 1835 denuncias por tortura y abuso sexual en comisarías que registra el último reporte del Instituto Nacional de Derechos Humanos.
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Sentada en la sala de su casa, Giovanna enumera aventuras a las que se ha animado desde que se convirtió en un símbolo involuntario del estallido social chileno. La invitaron a bailar Anita Tijoux, Princesa Alba y los personajes de 31 Minutos en conciertos de beneficencia. Colaboró con los afectados de los incendios de Valparaíso y con eventos para reunir fondos para heridos por la represión, como Fabiola Campillay, una mujer que la policía dejó ciega. Ahí se siente útil, se siente querida.
Una vez, una familia de La Dehesa, el barrio rico de Santiago, le pidió que animara un matrimonio. Al principio tuvo miedo, el pedido era demasiado inusual. Pero estando ahí, bailando entre ovaciones, el miedo se tornó en desconcierto: “Dije, bueno, entonces es verdad que el chip cambió en Chile. ¿Incluso estas personas que lo tienen todo pueden entender por qué esta forma de vida no puede continuar?”, me explica.
Giovanna Grandón se casó en secreto a los dieciocho años con su novio del barrio, el Tío Salta Mario. Trabajó de vendedora y de feriante. Mientras él lo hacía de guardia de seguridad y de obrero de construcción. Vivieron muchos años de allegados en la casa de su suegra, tuvieron cuatro hijos y eventualmente se endeudaron para comprar un pequeño transporte. Lo usaron como bus escolar en el barrio y como bus de acercamiento para personas de las “ciudades satélite” —como se llama a las periferias de Santiago, donde vive el grueso de la clase trabajadora—, hasta los barrios ricos donde tienen sus lugares de empleo.
Giovana Grandón nació en Lo Hermida, una villa emblemática ubicada al sur oriente de Santiago que se construyó en base a terrenos tomados por los pobladores, la misma villa que fue foco de resistencia en la dictadura de Augusto Pinochet y que ahora que los abusos de la policía habilitada por Sebastián Piñera no parecen frenar se convirtió en uno de los epicentros de sus excesos. Aquí, la policía allanó las casas tomadas por los vecinos en nombre de un edificio de lujo, lo hicieron con helicópteros, gases y balas en uno de los episodios más violentos del estallido. Aquí, rebotan las bombas lacrimógenas en el techo del autobús escolar, cuyas ventanas Giovanna cierra apresurada cuando traslada a sus niños. Y aquí, también me habla relajada y me pregunta: “¿Querís un juguito?”
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La segunda semana de febrero, Giovanna Grandón decidió llevar su personaje icónico a otro nivel: una gira nacional. Lo hizo de forma autogestiva, en conjunto con los pobladores del sur de Chile, a los que quería acompañar en sus marchas locales. Su hija le hizo ilustraciones que compartieron en el Instagram para anunciar el recorrido. Su esposo puso banderas que flameaban a los costados del auto. Y así, avanzaron con su bus por el territorio. “Íbamos avisando en Instagram dónde estábamos y la gente nos invitaba espontáneamente a las actividades y a las manifestaciones de sus ciudades. Fuimos a unas marchas familiares hermosas. Estuvimos en Concepción, Valdivia, en Osorno, donde caminé cuatro kilómetros con el traje puesto. En Chiloé nos invitaron los profesores, que compraron de todo para recibirnos. Fue una experiencia hermosa. Nos llevaron en un auto a un lugar donde había gente reunida: 500 personas aplaudían, sacaban fotos, yo estaba adentro del auto y decía: ¿qué es esto? yo no soy una estrella de Hollywood. Es algo inexplicable porque el cariño te desborda y dan ganas de repartirlo”, cuenta conmovida.
Ese mismo día de febrero, en otra ciudad de Chile, la Tía Baila Pikachu bailaba en un escenario vip: el Festival de Viña del Mar, un programa que se transmite para toda Latinoamérica. Rápidamente, su presencia se volvió viral de nuevo.
“Todos me escribieron por eso, pero a mí no me gustó”, reconoce Giovanna, cuando la llamo por teléfono, sorprendida después de verla en televisión. En redes sociales, se difundieron los videos de las protestas afuera del Festival de Viña, los artistas evacuados de un hotel de lujo, y los abucheos del público al Presidente Piñera, tan intensos que el canal tuvo que cerrar el sonido ambiente del espectáculo. También se difundieron eufóricamente los videos del comediante Stefan Kramer, una celebridad clase A que le dedicó su show al estallido social y que, en medio del espectáculo, presenta a la Tía Baila Pikachu, que sale al frente bailando.
Pero la Tía Baila Pikachu no estaba ahí. Un actor la interpretaba y ella se miraba atónita por televisión desde una ciudad al sur de Chile. “Me siento bien cuando me invitan, pero también siento que a veces me utilizan. Stefan, por ejemplo, ni siquiera me llamó para contarme lo que iba a hacer, o para invitarme a bailar al escenario. ¿Por qué usar un actor y no a mí como lo hizo? Soy una mujer, una persona, y no me gustaría que se malinterprete lo que yo hago en la calle por convicción, o que se me use para lucrar”, agrega con resignación.
En Chile, cuando se ve a Pikachu, ya no se piensa más en Pikachu. La Tía Baila Pikachu se volvió un ícono independiente, contracultural. En la marcha la franquicia más exitosa de la historia es reinterpretada por una mujer obrera y transformada en un símbolo anticapitalista. En la marcha, un Capitán América de supermercado puede luchar por la desprivatización de la vida. La batidora pop en la que se enmarcan las protestas sociales en Chile mezcla festivamente a Salvadores Allendes y Spidermans. En la era del remix, ambas pancartas tienen la misma dignidad si se reinterpretan en su consumo intempestivo.
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Cuando se cumplen exactamente cinco meses del estallido social, Chile acaba de declarar el estado de catástrofe por noventa días. En medio de la crisis sanitaria, la intendencia de Santiago cercó la Plaza Dignidad e inició una campaña de limpieza del arte urbano heredado de las protestas que se había convertido en el símbolo de una nueva ciudad.
La Tía Baila Pikachu ahora baila en formato digital. Sube videos a su cuenta de Instagram con indicaciones para enfrentar el virus y también está preparando uno para incentivar la participación en el plebiscito del 26 de abril, cuya fecha podría modificarse por las medidas de cuarentena.
El plebiscito por el cambio de la constitución es un evento que los chilenos esperan hace meses y que podría habilitar modificaciones al modelo económico por el que protestan. La derecha chilena promueve la opción del rechazo, en busca de mantener la constitución que avala la economía actual. La Tía Baila Pikachu lo hará por el apruebo, con la esperanza de cambiarla por primera vez desde que se escribió en la dictadura de Pinochet.
El día que la acompaño a la calle, semanas antes de la pandemia, cae la tarde en Santiago y la Tía Baila Pikachu se reúne con los “Avengers chilenos”, otras personas que, como ella, han revisitado los iconos de la cultura de masas con sus disfraces de cotillón, resignificando conceptos como heroísmo y dignidad. Conga Man, Sensual Spiderman, Anonymus, Monja Loca, Dino Albino, Superchica, bailan todos juntos, disfrazados entre la gente, percibidos como celebridades callejeras, entre la música y los cánticos de las protestas.
Con el humo intenso de las lacrimógenas y las barricadas, la caída del atardecer rojo sobre Santiago es un escenario a la vez apocalíptico y pop, espeluznante y esperanzador. “Nosotros éramos como soldados zombies. Este despertar de Chile, despertó también un sentimiento colectivo de afecto, es lo que más me gusta de lo que está pasando”, dice Giovanna. Los carteles denuncian los abusos del modelo económico, demandan el retorno de las balas a la policía, tiñen todo el paisaje. La Tía Baila Pikachu exhibe su baile epiléptico que la hizo caer al suelo y ascender a emblema. Y la gente grita sin parar: “¡Baila Pikachu, baila, Baila, Pikachu, baila!”.