Existen familias con mamá, papá e hijxs. O con dos papás o dos mamás y sin niñxs. También las hay sin papá o mamá. Las uniparentales: personas que eligieron procrear sin pareja y sin la aprobación de alguien. O están las integradas por tres mamás y un papá. O una mamá, papá y perrhijxs. O una mamá trans, cinco hijos y una hija. Es posible. Las siguientes historias ilustran que ahí están. Que la diversidad familiar no es un cuento.
I. A Y ANDRÉS: AQUÍ NO HAY PAPÁ Y NO HACE FALTA
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A(así se llama) coloca en la mesa un libro y lo hojea sin prisa. Estudia el contenido y comenta que esta obra ilustrada no pierde el tiempo en hablar sobre géneros y roles sociales, pero sí cuenta que algunas personas tienen útero y otras, por razones biológicas, no. Andrés, su pequeño hijo, observa la información atento. El niño ofrece un dulce y lanza una risa estridente que retumba en las paredes de tonos claros de este departamento en la Ciudad de México, que él y su mamá habitan desde hace un año. Aquí juegan, bromean y charlan por horas. No hay restricciones. Hoy Andrés está de buen humor. Explora cada rincón, se acomoda en el sofá, ve televisión y segundos después corre a otro lugar. Grita, como si de esta manera celebrara su primer lustro de vida. A, sentada ante la mesa, lo deja ser.
Hace unos años, la idea de ser mamá no se asomaba por ninguna parte. Luego vino ese inexplicable día de 2011, en el que despertó en la cama de su departamento de estudiante en Phoenix, Arizona, y se dijo a sí misma, sin comprender por qué: “estoy lista para ser mamá y mi hijo se llamará Andrés”.
Así nomás, sin plan previo. Durante el siguiente mes se cuestionó sobre qué tipo de familia quería formar. Un par de ejemplos la sedujeron: conocía a una profesora y una compañera del doctorado que decidieron ser madres, sin pareja, sin esperar un permiso. A, una mujer biológica de 32 años que no se identifica como hombre ni mujer, se visualizó en esa dinámica.
La primera idea fue adoptar. Su papá discrepó: “si tanto quieres un bebé, ¡embarázate!” Consultó a su mamá: “sería una mala decisión embarazarme ahora, ¿no? No gano dinero”. “El chiste es la planeación”.
Al otro día compró una jeringa y solicitó semen vía internet. “Es un poco caro, unos 700 dólares, más los gastos de envío, pero un in vitro cuesta mucho más. Mi papá es ginecobstetra y me ayudó a informarme. Compré vitaminas prenatales y me apliqué el jeringazo”. Al tercer intento se embarazó de Andrés.
Su familia es tradicional: mamá, papá, dos hijas y un hijo. Pero A fue diferente desde niña: superaba en masculinidad a cualquier otro infante del barrio. Los años pasaron y, un día, su mamá soltó: “dime, ¿te sientes gay? Ya sabemos y no hay problema, sólo, por favor, no sexo antes de que te cases”.
“Mi hermana optó por lo tradicional. Sus hijitas nacieron después de casarse. Yo, por mi parte, ya había cogido desde muchos años antes de la charla con mi madre”, se carcajea. “Hoy les digo que lo mío es tener una familia uniparental, sin pareja”. Pero no entienden por qué no quiere novia. A está donde quiere: con su hijo.
A cuenta que siempre tuvo relaciones “monógamas con mujeres, de celos, hasta poco antes de embarazarme de Andrés”. La joven vivió una década en Phoenix y cursó posgrados en Estudios de Justicia y Estudios de la Mujer. Ahí vivió en pareja, pero jamás consideró en serio la idea de procrear. Su pensamiento cambió después. Ese día en Phoenix.
La gestación fue un proceso tranquilo. Andrés nació en Arizona y la familia se mudó a Hermosillo, donde viven los abuelos. De inmediato se enamoraron del nieto. Eso no evitó ciertos comentarios. “Tú papá es como el papá de Andrés”, afirmaba la abuela. A estallaba: “¡No! Mi papá es el abuelo. ¡Andrés no tiene papá!”
“A las familias uniparentales se nos considera incompletas”, reprocha A, “entiendo que hablen de una figura masculina, pero, por fa, que ésta no sea sinónimo de papá. Mi hijo tiene acceso a varias masculinidades: la súper jota de mi primo, la fea y fuerte de mi hermano, la estable de mi papá, quien se toma más en serio el papel con Andrés que con sus nietas. Piensa que es su figura paterna. Si han agarrado la onda es porque yo se las solté enseguida”, dice. Andrés se acerca a la mesa, ríe.
Andrés se ha serenado. Se acomodó en el sofá y ve un programa en el televisor. Su madre cuenta que su nombre legal no es A. “Como no me identifico como mujer u hombre, me puse esta inicial y me acostumbré”.
Comparte algunas etapas de la corta vida de su hijo. Hace dos años le preguntó si tenía papá. Desde entonces le explica que no. “A veces juega a que tiene un papá, dos mamás o dos papás. La diversidad la aprende con libros y amigos, nos juntamos con familias lesbomaternales. Es fácil decirle: ‘nuestra familia es como la de fulanito, sin papá’. No me meto aún en el asunto del heteropatriarcado”, ríe.
Andrés asistió en Arizona a guarderías donde convivía con familias lesbomaternales. Eso ayudó a A. “Si vemos a un niño con dos viejitos, le digo: ‘ese niño sólo tiene abuelos’. Así se entera de esa diversidad, pues no hay muchos libros sobre familias diversas. En inglés es fácil usar pronombres sin género, pero mi familia masculinizó a Andrés”, recrimina.
El tipo de ropa, corte de cabello y todo asunto relacionado con su cuerpo, son decisiones absolutas de Andrés. Él prefiere llevar el pelo largo desde los tres años. Y este detalle le acarreó a la familia un problemón en 2015, que inició cuando A lo inscribió en una primaria de Hermosillo.
La historia es conocida: a Andrés lo suspendieron de esta escuela porque “los niños deben traer casquete corto”. “Eso es discriminación de género”, sentencia A, quien solicitó la intervención de la Conapred. No funcionó. A Andrés le negaron el acceso.
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Ese día, A le comentó: “la escuela quiere que te cortes el cabello. ¿Tú quieres?”. “Me gusta largo”, decidió Andrés. La demanda en contra de la escuela continuó y el asunto tomó dimensiones que A jamás imaginó. A la abogada del caso se le ocurrió usar la plataforma Change.org para presionar a Conapred y a la primaria. El tema se viralizó y sonaron las respuestas a favor y en contra. Pero A no pronosticó las amenazas que llegarían a sus redes.
“Me dijeron que nos iban a violar y torturar, a mí por ser lesbiana y pretender hacer transexual a mi hijo”, recuerda aún indignada. Se filtró en internet una foto donde aparece Andrés con un atuendo de la película Frozen. La fotografía fue tomada el día que visitaron a las primas de Andrés, ellas vestían de princesas. El niño pidió un vestido igual. “Se lo puse y tomé fotos”.
Alguien difundió el número de A y llegaron los comentarios pederastas: “qué bonito está tu niño”. A experimentaba miedo y repugnancia. En un sitio en internet publicaron: “Mamá lesbiana trata de convertir a su hijo en niña”. Huyeron a una casa de su familia.
Ahí no paró. Un grupo llamado Sicarios de Cristo le envió una foto donde aparecían armas y una nota: “Los SDC presentes. Vamos por ti A”. Conocían su ubicación. La mujer se alarmó y planeó pedir asilo a Estados Unidos. “Pero mi abogada dijo que, si me iba, Conapred no daría seguimiento al caso”. Escaparon a la Ciudad de México. Ganaron la demanda. “Pero fue brutal irnos”, cuenta, “Andrés me cachó en un ataque de ansiedad. Durante dos meses nos dio pánico salir”.
En aquellos días, el papá de A brindó su apoyo. “Dijo que estaba de acuerdo con mis decisiones. Por eso creo que reeduqué a mi familia”. Cuando Andrés era más pequeño, A colocaba un broche rosa en su cabello para acomodarlo. El abuelo reprobó la acción. “¿Por? ¿Qué es lo peor que le puede pasar? ¿Ser gay, como yo?”, A lo enfrentó, “si vuelves a hablar sobre el tema, no verás a tu nieto”. Días después él admitió que se había equivocado. “Me ha costado trabajo, pero tras el problema, ha cambiado la forma en que charlamos”.
A comenta a Andrés que aguarde unos minutos, que en breve reanudarán sus actividades del día: charla y juegos. El niño toma un libro y su madre indica que todos los días refuerza el aprendizaje que quiere heredarle. Sabe que en algún momento se enfrentará a la discriminación. “Me agarro de todo. Si vemos Toy Story, le digo: ‘Andy no tiene papá, igual que tú’. Charlamos sobre diversidad para que cuando le hagan bullying, él diga: ‘¿neta, piensas así?’”. Para A es fundamental que Andrés vaya a una escuela que no celebre el día del padre y tampoco el de la madre. “A la que asiste, estoy en charla para que cambie a día de la familia. Nadie debe sentir que no pertenece”.
Andrés ofrece otro dulce. A dice que con frecuencia le pregunta si le gusta alguna niña o niño, si quiere ser ambos roles, los dos o ninguno. Todo está permitido. La decisión que tome es válida y puede cambiarla cuando se le dé la gana. Andrés se asume como niño y quiere pintarse las uñas. Antes le gustaba un amigo pero ahora se interesa por niñas. No hay problema.
En cuanto a A, sostuvo una relación poliamorosa hace tiempo. Andrés afirmaba que la exnovia era su papá, quizá por su comportamiento masculino. A reafirmó: “no, no hay papá, ella es tu amiga”. “El chiste es explicarle cosas conforme pasan y pregunte”, dice, “aunque no hay que esperar. Quiero evitar que dé explicaciones, que nunca diga: ‘mamá, soy bisexual’. Preferiría que anunciara: ‘voy a traer a alguien a cenar’. Quien llegue, me da igual”.
II. LA ASOMBROSA HISTORIA DE LA FAMILIA DE OYUKI
Oyuki muestra ambas manos, extiende los cinco dedos de la derecha y el índice de la izquierda: “mis hijos son seis”, dice. Se refiere a Sorey, una adolescente de 14 años, y a cinco pequeños: Donovan, Edwin, Neytan, Carlos e Iker. Oyuki es una mujer transexual de 38 años cuya agenda, saturada por los compromisos laborales y académicos, no deja espacio para otra actividad semanal, pero esta mañana de otoño se permite un momento y comparte detalles sobre su ocupación más relevante: la convivencia con su familia, donde están incluidas su mamá Teresa y su hermana Yolanda.
“Son seis”, reitera, “me llaman papá Oyuki y no me molesta”. En el Parque Salesiano, en la colonia Anáhuac, ocupa una banca. Trae el cabello teñido de rojo, un pantalón de mezclilla y sudadera rosa. Cercano se encuentra su lugar de trabajo, donde es jefa de Enlace Comunitario del Centro para la Prevención y Atención Integral del VIH/sida de la Ciudad de México.
Toma aire con fuerza: la historia es extensa y comenzó el día en que su hermana Yolanda huyó de casa, hace un par de décadas. Las golpizas de sus hermanos y las agresiones de su padre la obligaron a buscar refugio con una amiga y el papá de su amiga, con quien comenzó una relación. Engendraron a dos niñas: Lluvia y Vianey.
El hombre golpeaba a Yolanda. Oyuki, quien apenas había cumplido la mayoría de edad y comenzaba su proceso de identidad de género, rescató a su hermana. “Yolanda comenzó a trabajar, se fue a vivir a otro lugar y tuvo otras parejas. Mi papá falleció en ese tiempo y mi mamá y yo nos hicimos cargo de las niñas”, relata. Yolanda regresó después con una bebé de dos meses en los brazos: Sorey. Y pidió a su mamá y a Oyuki que se ocuparan de ella. Después les encargó a Donovan, de seis años actualmente.
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Mientras tanto, Lluvia y Vianey crecieron. Cuando cursaban secundaria Yolanda regresó por ellas. “Son mis hijas”, reclamó. “El problema es que la zona en Iztapalapa donde viven es irregular, muy marginada. Se relacionaron con personas de ahí y comenzaron con problemas de drogas”, cuenta Oyuki. Lluvia se embarazó a los 14 de su primer hijo: Edwin, hoy de cinco años. El segundo, Iker, nació en 2015. Vianey repitió el patrón: sus hijos Neytan y Carlos tienen cuatro y dos años, respectivamente. Las hermanas siguieron el ejemplo materno: encomendaron a su abuela y a Oyuki el cuidado de los niños y continuaron con sus vidas.
“Sorey y Donovan fueron resultados de diferentes parejas de Yolanda, y ninguna de las partes asumió su responsabilidad. La sociedad reprocha a la mamá una acción así, pero, ¿y el papá? ¿Acaso no dice el discurso que sólo los heterosexuales deben tener hijos? Ahí nos enfrentamos al muro del silencio. Yo no juzgo a mi hermana. Más bien, estoy agradecida, pues quizá por una cuestión biológica no habría podido sentirme papá o mamá”. Menciona ambos roles porque, aunque hace más de 20 años su identidad de género es mujer trans, para los niños Oyuki es su papá. Ella asume la totalidad de sus gastos y Teresa lleva el rol materno.
“Hemos conformado esta familia y la mayor responsabilidad es para mi mamá, una adulta mayor. Ella los cuida todo el día y los alimenta”. Oyuki sostuvo hace poco una charla con Yolanda y la exhortó a tomar un papel más relevante, pues Teresa no puede con cinco niños. Oyuki, por trabajo y escuela —estudia una maestría en Promoción de los Derechos Humanos—, no cuenta con el tiempo suficiente. Yolanda es ahora más responsable. Apoya a su hijo Donovan en cuestiones escolares, y aporta leche y pañales. “Después de mucho tiempo, ha comprendido”, reconoce Oyuki.
“En todo lo que pueda, voy a apoyarlos”, afirma, “son mis hijos e, insisto, no tengo problema con que me llamen papá Oyuki, porque para ellos represento esa figura de respeto. Saben que visto con prendas femeninas”. El día del padre o la madre, por ejemplo, lo obsequian objetos para mujer: una blusa, maquillaje. “Es mucha responsabilidad, lo sé. Gente me dice que mis sobrinas me ven la cara, pero es una decisión que tomamos mi mamá y yo. Tenemos algo que muchos han perdido: la calidad y condición humana. A mis hijos nunca les voy a dar la espalda”.
Oyuki cuenta con calma el cambio radical que significó en su vida la integración de esta familia. Los espinosos momentos de su niñez, adolescencia y primera etapa de su vida adulta concluyeron tras años de trabajo y esfuerzo. “Intento cambiar el paradigma de violencia por uno de responsabilidad. La de los niños es estudiar y mi obligación es darles las herramientas para enfrentar a este mundo de contradicciones. Cursar la maestría me ha hecho una persona más crítica para actuar ante la impunidad y discriminación”, afirma. Oyuki ejerció el trabajo sexual desde los 17 años y lo abandonó en 2010, cuando concluyó la licenciatura en Ciencia Política y Administración Urbana.
Con ayuda de ese empleo, que desempeñó 15 años, solventó la escolaridad de Sorey. “Fueron momentos pesados, pero en educación y salud, trato que no falte lo necesario. A mi mamá la abandonó mi abuela. Las historias se repiten. Yo prefiero brindarles el ambiente idóneo para una calidad de vida”.
Cursa la maestría después del trabajo. En la noche llega a su casa en Iztapalapa y reparte dulces a su hija e hijos. Charlan sobre discriminación. Les explica que las personas, aunque sean diferentes, tienen los mismos derechos.
Hace poco, Donovan, quien acaba de iniciar la primaria, le preguntó: “papá Oyuki, ¿eres hombre o mujer?”. Ella respondió: “¿por qué lo preguntas?” Apenado, el niño dijo: “los papás de mis amigos se visten diferente”. Oyuki, paciente, expuso: “existen diversas formas de ser, unos prefieren el cabello largo u otra música. El color de piel de las personas es distinto, pero deben ser respetadas”. Donovan la abrazó: “te quiero mucho, papá”.
Oyuki lamenta que los adultos subestimen a los niños, que no charlen con ellos sobre la diversidad del mundo. “Con los pequeños, por ahora, no he hablado sobre sexualidad, pero no les fomento un asunto de rol masculino o femenino. He roto con eso. Mi mamá no, aunque intento que olvide el papel social impuesto al hombre y la mujer. Prefiero hablar de responsabilidad, trabajo, elementos para tener una visión diferente, que considero no siempre existen en las familias que promueve la Iglesia”.
Con su hija mayor sí conversa sobre el derecho a ejercer una sexualidad libre, prevención, diversidad. Cuando Sorey asistía a primaria, Oyuki notaba el rechazo de otras mamás. “Excluían a Sorey de dinámicas, por ejemplo, una obra de teatro, para que yo no estuviera presente. Pero siempre la impulsé a trabajar”. En secundaria cambió el panorama. Ahora las madres son más respetuosas, abiertas a la charla. “Incluso se me han acercado y realizamos eventos familiares. A veces la gente cree que las trans no respetamos, que no somos religiosas, y qué equivocación”.
La dinámica familiar entre semana comienza a las seis de la mañana. Oyuki y Teresa bañan a los niños, Donovan desayuna antes de ir a la primaria. Sorey y Oyuki salen de casa a las siete. La joven permanece en la secundaria hasta las cinco de la tarde. Durante el día intercambian mensajes para asegurarse de que todo esté bien. Teresa cuida al resto de los niños, acompaña a Edwin al preescolar. Yolanda la apoya.
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“Hay que estar atentos. Después, los más pequeños ingresarán a la escuela. En la colonia me conocen, aunque nunca faltan las nuevos vecinos con otros contextos. Pero los niños y yo tenemos las herramientas para responder ante una violencia”, dice.
Los sábados, los pequeños despiertan a su papá y solicitan que ponga música. Más tarde desayunan juntos y Oyuki y Sorey parten antes de las nueve a un curso digital. Regresan a casa a las tres de la tarde. Todos toman un baño, juegan, ven televisión. Dos domingos al mes van de paseo al Parque Cuitláhuac, en la misma delegación. Compran alimentos y los niños se divierten en los juegos. También asisten Teresa y, últimamente, Yolanda. En la tarde cada uno concluye sus obligaciones escolares y al final ven una película.
“Con el apoyo de mi hermana siento un alivio. Estaba muy presionada en todos los sentidos: a veces enferma uno y hay que cubrir los gastos de otro. Es complicado, pero hemos salido adelante, cuentan con lo óptimo”. Sabe que vienen decenas de retos, “como en cualquier familia. Me siento muy comprometida. Antes iba a fiestas, ahora estoy bien con los niños. Si ellos deciden irse con sus papás biológicos, será su derecho. Ahora no deben estar solos. Si Yolanda desea llevarse a Donovan y él quiere, qué bueno, al menos tendrá elementos de igualdad y respeto. Yo interferiría si veo que algo no fluye. Mi mamá y yo no nos hemos apropiado de ellos, sólo queremos darles las mejores condiciones”.
Sorey le ha preguntado: “¿cómo quieres que te diga? ¿Papá o mamá?” Oyuki explica que es una mujer transexual y su hija no tiene problema con ello, sabe que Oyuki es una activista en pro de los derechos de las mujeres trans y recientemente se enteró de los transfeminicidios de Paola y Alessa.
En días recientes, Sorey le dijo: “papá, si alguien te hiciera algo, lo mato”. “No, hija”, objetó Oyuki, “hay medios para la justicia”. “A Paola no le hicieron justicia”, respondió la adolescente. “Es joven y ya sabe que hay impunidad, es grave, pero, ¿cómo confiar en la institución ante estos casos?”
Oyuki lanza la pregunta y hace una pausa larga. Luego retoma: “yo rompí con el mito de la familia única al percatarme de que mi identidad de género no era la heteronormada. Una familia no implica, por fuerza, tener hijos. Conozco mujeres biológicas y trans que son muy felices sin ellos”. Otra pausa. Sonríe. “Pero, ¿sabes? Yo con los míos me siento muy feliz y honrada todos los días”.
III. CRISTINA, GUSTAVO, MILA Y KAMI: “LA FAMILIA ES SINÓNIMO DE AMOR, NO TIENE GÉNERO”
Las puertas del departamento se abren y la primera imagen que aparece son las sonrisas de Cristina y Gustavo, provocadas por una par de perritas pug desmadrosas: ladran, brincan, se trepan a los muebles, caminan sin rumbo. Irradian energía y no parece que su excelente estado de humor vaya a esfumarse. Sus nombres son Mila, de pelaje negro, y Kami, de color blanco. Y sí, son hiperactivas casi todo el tiempo.
Son las perrhijas de Gustavo y Cristina, una pareja treintañera con una certeza: perrhijas sí, hijos biológicos no. Nunca.
La conversación inicia. Cristina creció en casa de su mamá y papá, en compañía de su hermana y hermano, y puede decir con seguridad que de niña nunca jugó a ser mamá y aún se queja de que le prohibieran jugar con varones. “Eres más delicada que ellos”, afirmaban en el hogar, pero ella no lo creía. Cristina siempre se imaginó como una profesional —hoy es química— y jamás ambicionó un embarazo. “A mí me inculcaron hacer cosas que me dieran felicidad, no importa qué. Hace poco soñé que me embarazaba y fue lo peor. Eso no me haría feliz”, afirma Cristina, de 30 años.
Su mamá estaba un poco molesta. La noticia de que su hija se iría a vivir con el novio sin matrimonio previo, no le cayó bien. Se negó a ayudarla con la mudanza. Su humor cambió cuando Gustavo entregó a Cristina el anillo de compromiso, hace unos meses. “No nos pregunta para cuándo los hijos”, comenta, aliviada.
Gustavo tiene papá, mamá, dos hermanos mayores y cuenta que su padre es “de la vieja escuela”, esa que afirma que la mujer no trabaja y debe quedarse en casa. “Mis hermanos heredaron esas ideas”, comparte el actuario de 31 años, “y yo siempre fui aislado, no quería eso. En cuanto al tema de ser papá, no me convence. Sin hijos soy bastante feliz”. Desde adolescente, quizá por la influencia escolar, Gustavo supo que lo suyo no era perpetuar el patrón familiar: papá/proveedor-mamá/ama de casa.
Gustavo y Cristina se conocieron en un bar, en la reunión de unos amigo en común en 2010. Se gustaron y se agregaron a Facebook, pero no pasó nada más. Hasta tiempo después, cuando se reencontraron en otra celebración. Más tarde Cristina se animó a saludarlo en la red social y acordaron ir por unos mezcales. Ese día de 2012 descubrieron que se conectaban bastante bien y finalizaron la noche bailando rock. La relación comenzó de inmediato y ocho meses más tarde decidieron vivir juntos. Al inicio de su vida bajo el mismo techo, compartían departamento con un amigo en la colonia Periodista, en la delegación Miguel Hidalgo. Así fue durante dos años.
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“Lo siguiente fue mudarnos solos a este departamento cercano, hace un año”, recuerda Gustavo mientras las perritas continúan enérgicas. La pareja se equilibra de manera perfecta. Gustavo es una persona relajada que no planea demasiado el futuro y Cristina, en cambio, se estresa demasiado. “No me gustaba la idea de ser la eterna novia. Para mí, casarme de manera civil es importante, no sabemos qué sucederá. Si ahorro dinero, quiero que él se lo quede de manera legal”, explica Cristina. “A mí no me importante una unión religiosa, civil sí, por los derechos y obligaciones que implica: mancomunar un departamento, acceso a créditos”, complementa Gustavo.
Ambos estaban convencidos de su No a los bebés. Lo más cercano era fantasear con tener un perro. Cristina prefería a un San Bernardo y Gustavo a un bóxer. Pero era un decir, especulación. Un día, un amigo de Cristina le comentó que su mascota, una perra shih tzu, había parido cuatro cachorritos. “¿Quieres uno?”, propuso. “Lo voy a charlar con Gus”, respondió ella, entusiasmada. A los pocos día acudieron a conocer a los recién nacidos y, aunque a Gustavo no le encantaba la idea de adoptar, se enamoró de inmediato de una de las hembritas color negro. Era perfecta: tranquila, callada.
“Nos la entregaron al mes, le aplicamos todas las vacunas. Jugábamos mucho con ella”, recuerda Cristina. La nombraron Mika y la familia de tres comenzó a consolidarse. La armonía se quebró un viernes de abril pasado. Cristina alimentó a la perrita y salió de casa. Gustavo llegó más tarde, saludó a su perrhija. Minutos después, Mika falleció. Su cuerpo se entiesó. Gustavo la cargó, la sacudió. No sabía qué hacer. Mika había llegado apenas dos meses antes.
Al otro día enterraron el cuerpo en el jardín de la excasa de Cristina. Su papá notó la tristeza de la pareja. Comentó: “no se encariñen tanto con las mascotas”. El papá de Gustavo agregó: “es sólo un perro. Díganle a su amigo que les dé otro”. “Papá, no. Para ellos es como un hijo”, objetó su hermano. Tenía razón. La tristeza y duelo por la deceso se extendió por meses. El olor de Mika continuaba en casa y era difícil aceptar que ya no existía. Gustavo y Cristina charlaban todo el tiempo. Acordaron esperar a que unas de las hermanas de Mika pariera para adoptar un nuevo cachorro.
Uno de esos días, Gustavo propuso: “¿y si tenemos un pug?”. “¿De color negro? Me recordaría a Mika”. No era necesario decir más. “Mika nos hizo salir de nuestra zona de confort. Una de dos: podemos seguir siendo dos, salir cuando queramos, o hacernos cargo de perritos y limitarnos un poco”, dice Cristina. “Un niño”, complementa Gustavo, “es una responsabilidad, lo mismo un perro. Cuando es pequeño, es crítico, debes aplicarle vacunas, asearlo. No puedes dejarlo solo tanto tiempo. A Mika no la veíamos como mascota, sino como un ser, una hija. Fue la primera experiencia. Nos dejó un vacío, pero sobre todo nos cambió. Nos dio la seguridad de que queremos compartir”.
La calma se instaló en el departamento. Ya no se escuchan los sonoros ladridos de este par de perritas inquietas. Mila reposa en las piernas de Gustavo y Kami se acostó en su cama, instalada en una de las esquinas. A la primera la encontraron en el sitio web de MercadoLibre. Gustavo contactó al vendedor y días después Cristina fue por ella a un centro comercial. “Nunca imaginamos que tendría una manchita blanca en su pecho, igual que Mika. Es doble amor”, dice Cristina.
Mila llegó el 9 de junio pasado, con dos meses, y la pareja temía que algo le sucediera. Su hiperactividad podía ocasionarle un accidente. Lloraba cuando se iban al trabajo, necesitaba compañía. Como no se veía cercano el día en que alguna hermana de Mika pariera cachorros, integraron a Kami a la familia en septiembre, con mes y medio de nacida.
Mila y Kami se conocieron en casa de los papás de Cristina y la reacción de la primera fueron celos excesivos. Orinaba la cama de Kami, una vez la aventó de la cama, la agredía constantemente. La pareja leyó que la actitud violenta era normal, pero lamentaba la situación. La relación canina cambió una vez que Kami mostró solidaridad. Cuando Gustavo regaña a Mila, la perrita se queda quieta y, una de esas veces, Kami se paró junto a ella. Los celos se fueron. Sólo reaparecen de vez en cuando.
El estilo de vida ha cambiado. Cristina y Gustavo ya no se van de fiesta cada fin de semana, como antes. “Sabemos que debemos cuidarlas, gastamos nuestro dinero en ellas, como si fueran hijas. Necesitan vacunas. Si se enferman, corremos al veterinario. Una tuvo diarrea y nos asustamos mucho por la experiencia pasada. Por su tipo de ojos, son vulnerables, no escatimamos”, comentan. Los juguetes y alimentos son costosos. No importa. Valen la pena.
“A veces no lo digo abiertamente porque no quiero que me tomen como a una loca, pero sí nos consideramos sus papás. Les canto y eso me hace muy feliz”, admite Cristina. “Yo soy su papá”, interviene Gustavo, “e incluso mi familia comienza a entenderlo. Mis papás odiaban a los perros y a ellas les permiten subirse a los sillones. Si vamos de viaje, las cuidan. Jamás lo hubieran hecho antes. Respetan, pero quizá no les encanta la decisión”.
Ambas familias reconocen la importancia de Mila y Kami en las vidas de Cristina y Gustavo, aunque a veces las tías preguntan si tendrán hijos. La respuesta es un rotundo no.
Lo otro es entrenarlas. “Las educamos para que realicen sus necesidades afuera del departamento. Hay que insistir, mostrar firmeza, ser constantes y pacientes. Es un proceso largo, siempre hay fallas, pero tarde o temprano te avisan”, afirma Gustavo y recuerda que el veterinario le dijo que, por alguna razón, las perritas obedecen su voz. En internet abundan los tutoriales y él, además, disfruta adiestrarlas. “Es necesario que obedezcan para que en la calle no pase algún accidente si se zafan de la correa”, advierte.
Este año la pareja ha redefinido la palabra familia. Gustavo dice que es sinónimo “de amor, no tiene género. Mi pareja y yo estamos juntos en esta decisión de cuidar a este par de chicas que requieren compañía, pues si no se ponen tristes”. Cristina considera que la familia es “felicidad, sentirte abrazada. Para mí, es pensar en Gus y ellas. Nos han preguntado por qué no adoptamos en vez de comprar, y mi respuesta es que es una decisión. Si alguien elige tener o no hijos, ¿por qué yo no puedo elegir a un perro”.
Es bueno adoptar, reconocen, pero lo importante es asumir, en este caso, la responsabilidad que implican un par de cachorritas. “Estamos comprometidos y las habladurías nos dan igual”, dicen al final de la charla, mientras Mila y Kami duermen, cansadas de tanto ajetreo.
IV. LA FAMILIA DE FRIX: TRES MAMÁS Y UN PAPÁ
Tres mujeres: Sandra, Gloria y Frix descansan en una de las bancas del concurrido Parque México en La Condesa y, al comienzo de la charla, la primera, mamá biológica de Frix, comparte los dos episodios de su vida que exterminaron de su cabeza la idea que afirma que “madre sólo hay una”.
“Entender que Frix podía tener otra mamá me costó noches de lágrimas y celos”, reconoce Sandra, una mujer de 33 años que realiza activismo en pro de las familias diversas, especialmente las lesbomaternales. “Ya sabes: la imagen horrible de la madrastra”, bromea, al mismo tiempo que ayuda a tomar una bebida a Frix, una adolescente de 14 años con parálisis cerebral.
Esta historia familiar comenzó cuando Sandra y Papá (ella pide que así le llamemos) sostuvieron una relación efímera tras procrear a Frix. Vivieron juntos una temporada. Antes de la separación, él reanudó la relación con su exnovia de la preparatoria, quien se convertiría en la segunda imagen materna de la niña. Sandra solicita que la nombremos Mamá K. “Yo estaba enojada, pero después pensé: si ella es el amor de su vida, ¿cuál es el problema?”.
Papá pidió matrimonio a K y Frix convivió con la nueva pareja cuando apenas cumplía medio año de vida. El vínculo entre ellas se estrechó cuando la niña vivió una temporada larga en casa de Papá, la década pasada. Frix celebraba navidad con Sandra y año nuevo con Papá y K, o al revés. No importaba qué época era, siempre alguien cuidaba de ella.
Desde siempre, papá dijo que K era la otra mamá de Frix y Sandra repudiaba la idea. “¡Yo soy su mamá! ¿Qué te pasa?”, exclamaba. Un día, Sandra observó a K saludar a Frix, tocó su nariz. “Mi hija se deshizo en sonrisas que sólo identificaba que hacía conmigo y su papá. Me cayó el 20. Ella casi no sonríe con nadie”, dice. Comprendió que su hija había tomado la decisión de integrar a K a su familia.
Un 10 de mayo, K dijo a Sandra que juntas podían enfrentar cualquier problema de Frix. “Aseguró que la amaba igual que yo. Acepté de manera gradual y, poco a poco, cambió mi visión. Fue una liberación”.
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Algo similar sucedió cuando Sandra y Gloria decidieron compartir un hogar, hace nueve años. Gloria, quien no había intervenido en la charla, es una mujer de 44 años y recuerda que conoció a Sandra en un grupo coral. Frix tenía cinco años. Las dos mujeres comenzaron a salir y pocos meses después decidieron vivir juntas. Gloria cuenta: “desde que Sandra y yo éramos amigas, compartí tiempo con Frix. Comenzó a identificar mi voz. La relación fue lenta. Por su condición, me acercaba con cuidado, no sabía cómo dirigirme. Después aprendí a reconocer sus gestos. Quería tratarla diferente pero comprendí que el trato debe ser el mismo que recibe cualquier niño”.
Tras la convivencia, los besos y abrazos, Frix prefería que Gloria le ayudara a comer. Era evidente: la niña había adoptado a otras dos mujeres como mamás e identificaba a cuatro personas como las responsables de su crianza. El momento crucial llegó cuando enfermó de pulmonía y Mamá K estuvo en el hospital de tiempo completo. Los trabajos de Sandra, Gloria y Papá no les permitían estar presentes. “Lo valoré mucho”, admite Sandra, “y eso fue definitivo para que rompiera con el estereotipo de la madre única. Pensé: ‘hay otras mujeres que también aman a tu hija’”.
Apenas hace cuatro años, Frix enfermó de nuevo un par de ocasiones. “Se hizo más palpable el equipo que somos. Acababa de nacer el hermano pequeño de Frix, Mamá K no podía estar. Me tocó cuidarla, Gloria llegaba a suplirme. Éramos un equipo de parentalidades distintas y representábamos diferentes tipos de amor para Frix”, analiza Sandra.
Papá y K acuerdan lo necesario para que Frix esté bien, estable. Sandra y Gloria hacen lo mismo. “Cuando no podemos estar Papá y yo, él me pide que Gloria se haga cargo”, detalla Sandra. Estas dos parejas no son grandes amigas ni charlan demasiado pero Papá, de 40 años, puede llegar a la hora que desee a ver a su hija. Sandra también, cuando Frix está en su otra casa. La gran ventaja es que cuatro personas comparten una responsabilidad, sin conflicto. “Eso es importante”, dice Sandra, “quien gana es nuestra hija”.
Hoy, Frix no está del mejor humor. Quizá extraña su casa en Huixquilucan. Sandra acaricia su cabello y cuenta que la parálisis cerebral de su hija implicó un reto para ella y Papá: “era una bebé y prácticamente no reaccionaba. No sabíamos qué hacer, pero fuimos evolucionando, entendiendo, con ayuda de la convivencia y terapias fisiológicas. Aprendimos con el tiempo”.
Muchas cosas han cambiado en estos años. Sandra se fue a vivir con Papá apenas terminó la preparatoria, pero desde la adolescencia fantaseaba con salir con una mujer. Cuando concluyó la relación, logró su viejo deseo. “Tuve una relación efímera y después conocí a Gloria. Yo soy bisexual por orientación social pero, por postura política, me involucro erótico-afectivamente con mujeres”.
Gloria jamás pensó en tener hijos, por cuestiones de salud. “Aunque nunca me cerré y no descarto tener un nuevo bebé”. Salió del closet cuando formalizó su relación con Sandra. “Para mi mamá, cristiana adventista, fue un shock, pero a las pocas horas me dijo que quería a Sandra. Nos pidió cuidar a Frix”.
Papá y Mamá K, por su parte, procrearon a una niña y un niño. “El tiempo que Frix pasa con ellos, está muy bien”, dice Sandra, “juega con sus hermanos, los adora. Su hermana, de ocho años, la peina y le canta. Estoy muy contenta con la relación. No hay quejas. Aunque, independientemente de que somos una familia unida por Frix, no tenemos otra cosa en común. Ellos son tradicionalistas, evangelistas, incluso no están de acuerdo con las parejas igualitarias, pero Papá jura que no se refiere a nosotras. Yo le digo que cada vez que está en contra, le da la espalda a la familia de Frix. Me dice: ‘no es por ti o Gloria, pero el matrimonio es otra cosa’”.
Las contradicciones de la vida: cuando Gloria y Sandra se casaron, llamó para felicitarlas. “Él sabe que no existe algo en nuestra familia que afecte a Frix. El problema es esta ideología y campaña tan fuerte del Frente Nacional por la Familia en contra de la diversidad”, opina Sandra.
La libertad de expresión, indica, “tiene límites cuando vulneras el derecho de los demás. Legalmente, esta pelea está ganada. La Corte ya falló a favor de las familias no convencionales. Lo social es lo que me preocupa. El papá de Frix pensó en asistir a las marchas a favor de lo convencional, aunque creo que al final no fue. Hablé con él, le dije: ‘tu hija tienen tres mamás y un papá, eso no es una familia tradicional’”.
Sandra es integrante de la Red de Madres Lesbianas y testigo de la desintegración de familias por influencia social. A ella y Gloria les preocupa el impacto del discurso de la “familia natural” en nuevas generaciones. “La escuela de Frix es para personas con discapacidad, muy incluyente. No les importa si ella tiene tres mamás o un gato, pero en la red ya ha habido repercusiones. Escuelas que parecían muy abiertas, ahora dicen que la familia es papá, mamá e hijos”. Recientemente, un niño comentó a sus dos mamás que la maestra le dijo que su papá estaba ausente porque trabajaba en otra parte.
“Ojalá que todo se quedara en un ‘fuchi tu familia’, pero la violencia escala. El lema del frente: ‘no te metas con mi familia, eres un peligro’, crea odio en las personas”, sentencia Sandra.
Frix parece un poco inquieta. Demasiada charla para ella. Es momento de partir pero, antes, Sandra y Gloria comentan que su hija requiere cuidados día y noche. “Es una maternidad desgastante. Nos ayuda que los fines de semana la pase con Papá y K”. Al final, no dudan en reafirmarlo: qué maravilla que cuatro personas se encarguen de los cuidados de una.