Así se vive dentro de una cárcel mexicana un partido del TRI en el mundial

Para los internos del Centro de Ejecución de Sanciones Penales Varonil Norte, mejor conocido en la Ciudad de México como ‘Anexo Norte’, los días en que les permiten reunirse en la sala común por algún evento especial son oro molido. No ocurren tan frecuentemente y, por tanto, cada que los ven venir en el calendario sienten una gran emoción.

Esta mañana, en punto de las 9:00 horas, México se disputa un partido mundialista en contra de la selección de Suecia y cerca de 50 reos ya ocuparon sus lugares frente a una pared blanca sobre la que les proyectarán el partido.

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Fotografía de Paulina Munive.

Algunos de ellos se revuelven con impaciencia en sus sillas, minutos antes de que el árbitro pite el silbatazo inicial a ocho husos horarios de distancia, en Rusia. Otros sorben lentamente el café negro que les ha sobrado del desayuno, que todos los días se les sirve a las 8:00 horas. Unos últimos miran con recelo hacia cualquier parte, intentando pasar desapercibidos y hasta respirar con el mayor anonimato posible.

Pero hoy es un día importante hasta en esta cárcel ubicada al lado del Reclusorio Norte, y eso es algo que nadie podría pasar por alto. Los ánimos contenidos se respiran en el ambiente de esta estancia de paredes impecables, en donde letreros con órdenes como “no pintar”, “no tirar basura” y “no subir los pies”, al parecer sí soy ley que se cumple.

Cada uno de los reos es un universo homogeneizado en sí mismo. Todos tienen tatuajes, cicatrices en la cara y delitos distintos en el historial; pero eso sí, en este momento no hay forma de negar que comparten un par de cosas básicas: a todos los distingue el color beige de su ropa —ya sea en el pantalón, la camisa o el suéter—, y nadie de ellos se atreve a quitarle la vista a la cancha de futbol que el proyector les ha puesto enfrente.

Fotografía de Paulina Munive.
Fotografía de Paulina Munive.

Durante los siguientes 90 minutos (y los que agregue el árbitro) que dure el encuentro, olvidarán rivalidades, quejas y hasta sus obligaciones dentro de la cárcel. El futbol es el futbol.

Primer tiempo y todos serenos

Una vez que empieza el partido y los once de la tribu mexicana empiezan a ocupar la cancha del estadio de Ekaterimburgo, las expresiones en la sala empiezan a destensarse. De un momento a otro, un olor de palomitas empieza a inundar la estancia —que normalmente es utilizada como recinto de visitas familiares— y bolsas de papel humeantes empiezan a llegar a las manos de algunos de ellos.

Los que no alcanzan caminan hacia el fondo de la habitación y, sin perderle un segundo a la ‘pantalla’, se compran algo en la tienda comunal: unas galletas, unas papas, un jugo de naranja.

Este anexo habitado por 183 internos, explica uno de los tres guardias que tampoco pierden detalle de nada, es bastante sui generis. Alberga una comunidad bastante reducida —si se toma en cuenta que en muchas cárceles de México uno de los mayores problemas es la sobrepoblación—, con condenas a las que no les queda más que un año o año y medio para saldarse, y con perfiles de bajo riesgo de peligrosidad.

Al día de hoy hay 150 de ellos por robo, uno por lesiones, uno por fraude, uno por violencia familiar, 12 por delitos contra la salud, dos por portación de arma de fuego, uno por extorsión, dos por violación, dos por abuso sexual, uno por privación ilegal de la libertad y cuatro por homicidio.

Y en efecto, todos están por salir libres. Ya han purgado con anterioridad la mayor parte de su condena en otra cárcel más grande. Están acá de paso y, muy seguramente, en un mejor (y menos violento) lugar.

Por eso es que, según el guardia, “son bastante tranquilos. Ya saben lo que es vivir en carne propia un penal con miles de prisioneros, donde las agresiones y la corrupción son cosa de todos los días. Acá saben que les conviene portarse bien, llevársela leve, hacer alguna actividad que hasta les ayude a reducir años y finalmente salir.”

El partido de futbol sigue sin anotaciones de ninguno de los equipos. Pero los sobresaltos van incrementando su espectacularidad. Conforme pasa el tiempo los gritos y los insultos suben de nivel, y de naturalidad: que si Juan Carlos Osorio (el director técnico mexicano) “es un pendejo”, que si el Chicharito debería o no seguir imaginando cosas chingonas, que si Guillermo Ochoa (el portero) “es un pinche dios.”

El tiempo sigue, el marcador no se mueve y llega el medio tiempo. Y después de él, quizá, lo mejor.

Segundo tiempo y todos (ya no tan) serenos

Durante la pausa reglamentaria a la mitad del encuentro, muchos se levantan de sus sillas blancas de plástico —en donde desde los respaldos se lee Coca Cola, cerveza Sol, y Peñafiel— e intercambian impresiones con los vecinos. Otros llegan directo de sus talleres matutinos de repujado, o de las clases de yoga o salud reproductiva que pueden tomar ahí mismo, y se integran al equipo de los espectadores.

Nada se sale nunca de control. Incluso varios reos se acercan a bromear con algunos de los policías y administrativos del Centro. Luego el segundo tiempo da inicio, todos vuelven sus posiciones y uno de ellos, a quien por razones de seguridad llamaremos José, vocifera que ahora sí México va a anotar y ganar, que dentro de poco “todos van a escuchar el ladrido del perro.”

José cuenta que está ahí por haberse robado “algo chiquito”, de lo que no agrega más detalles. Eso sí, ahonda en lo que para él son las dos razones principales de que ninguno de sus compañeros pierda la cabeza con el partido y festeje como bien amerita la ocasión:

“Una es que la selección ni siquiera está jugando con huevos, como otras veces”; la otra, que están encerrados y eso no les antoja desfogar toda su pasión futbolera. “Estando afuera sería otra cosa”, dice. “Aunque ni siquiera ganaran, me cae que me iría como pinche loco a correr y ondear la bandera alrededor del Ángel [de la Independencia].”

Luego llega el primer gol, anotado por un jugador de la escuadra sueca apellidado Augustinsson, y las maldiciones se arremolinan como nubes negras sobre la sala. Las caras se agrian, los brazos vituperan en coro y los ánimos se enturbian. Muchos se quedan viendo la pantalla con las cabezas sumidas entre las manos, y entonces empieza la debacle.

Fotografía de Paulina Munive.
Fotografía de Paulina Munive.

Si inicialmente las mandíbulas sonrientes brillaban por su ausencia, ahora más. Entre murmullos de reproche dicen que “el TRI siempre aplica la misma: no ‘más les meten un gol y se vienen para abajo. ¡Cabrones!”

Y efectivamente. Una segunda anotación a cargo de Granqvist, y una última a cargo de Edson Álvarez, terminan por sepultar la oportunidad de oro de estar juntos viendo el tercer partido de la selección mexicana en el mundial y, aparentemente, de ella misma para pasar a cuartos de final.

Hasta que uno de los presos les recuerda por lo alto que, al mismo tiempo que México y Suecia, Alemania y Corea del Sur se miden en otra cancha, y que aún hay oportunidad de que la escuadra por la que hoy se levantaron temprano se vaya a un cuarto partido, sólo si Corea del Sur gana.

Y así ocurre.

Entonces, aunque al encuentro entre mexicanos y suecos le quedan apenas unos minutos, la esperanza de los aficionados de beige revive. Ya sólo piden “que el árbitro acabe con la masacre, que ya haga que se acabe el partido.” Así que cuando eso pasa, la derrota 3 a 0 de México les sabe a una gloria bastante parecida a la de los triunfos reales.

Fotografía de Paulina Munive.

Mientras su momentáneo cine en casa es desmantelado por todos con una rejuvenecida sonrisa en la cara, el grupo más entusiasta de ellos se quita de encima suéteres y chamarras e invita a los demás: “¿qué onda, nos echamos una cascarita en el patio, o qué?”.

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