Artículo publicado por VICE Colombia.
Hace años conocí a un hombre de pelo largo que andaba con un pareo en una isla, y que resultó ser el amigo de un editor mío. Me pareció atractivo al instante. Sin duda no he vuelto a conocer a alguien como él en toda mi vida.
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Por cosas del destino terminé durmiendo en la casa de este hippie, al que a partir de ahora llamaremos Paulo. Ese mismo día me dio las instrucciones de uso de su vivienda de piedra, con un enorme patio central lleno de hamacas: “puedes comer y hacer lo que quieras mientras sea en silencio. Está permitido el consumo de marihuana” me dijo, apenas entré. Era una casa de retiro espiritual para tres personas y a la vez un fumadero exclusivo en la mitad del Mediterráneo.
Paulo y yo nos gustamos mucho al instante. Estuve con él unas horas antes de mi evento.
—¿Quieres fumar un poco? —me preguntó.
—No —le dije convencida de que no era la mejor idea antes de la presentación de mi libro.
Paulo sí fumó. Y lo hizo con un ritual que empecé a ver a menudo: abría una carterita que tenía colgada de la cadera y sacaba la hierba. Se armaba un porro sin filtro y su cara cambiaba por completo, adquiriendo esa tranquilidad inofensiva de las vacas. De repente su mirada cogía un tinte de enamorado.
“Yo hago masajes tántricos”, me confesó después.
Los masajes de Paulo los probé un año después, cuando volví a su casa para quedarme por dos semanas en el retiro más extraño en el que he estado. Mi vida consistió entonces en desayunar un zumo verde, ir a las playas nudistas elegidas y conocidas por Paulo, que no tenía carro pero que usaba el de su madre, quien también de paso lo alimentaba cada día gratis con tupperwares llenos de exquisiteces de la isla.
Antes de que saliera el sol ya estaba comiéndome alguna parte de esas que me hacían gemir, y como vivíamos y dormíamos desnudos, no había ninguna prenda que quitar.
Mi instrucción incluía aprender a vivir en entornos nudistas con amigos que iban con todo al aire, comer ensaimadas (unos pasteles parecidos a los rollos de canela pero sin canela) y patillas que se abrían con piedras, meditar viendo al sol y, por cosas del destino, tener sexo con un marihuanero más que frecuente.
Paulo y yo teníamos sexo unas tres veces al día durante mi retiro. Antes de que saliera el sol ya estaba comiéndome alguna parte de esas que me hacían gemir, y como vivíamos y dormíamos desnudos, no había ninguna prenda que quitar.
Paulo siempre olía a marihuana, primera cosa que recuerdo y que no añoro. Como fumaba en el cuarto, creo que esos días mi cuerpo recibió cientos de bocanadas de maría y me mantuvo semi trabada esas dos semanas. Yo no fumo normalmente, y la única vez que lo hice, para ver qué se sentía, fue la fumada del puño, que es la de fumar sólo el poco de humo que entra por tu puño a la boca para no meter tanta marihuana en el cuerpo. Paulo, por su parte, no lo mezclaba con tabaco y se fabricaba unos porros que ni el más experto porrero aguantaría, sin caer al suelo.
Fumaba unas siete u ocho veces diarias. Al hacerlo se sentía más eufórico, entonces se ponía a hablar de la divinidad de la India y le entraban ganas de follar conmigo escuchando música étnica.
El sexo con él era sexo sin tapujos. Le daba igual que tuviera el periodo o que no me hubiese quitado la sal después de meterme en el mar. Le gustaba tener sexo bajo los árboles, en el mar, en el carro y hasta en una cueva que tenía en la arena, en donde fabricaba camas de algas para hacer masajes. Paulo tenía un don de entrega casi primitivo, como él mismo. Pero la marihuana lo tenía entre sus manos y esto fue lo primero que impidió que yo me enamorara seriamente de él. Para vivir y para follar necesitaba el porro. A veces, cuando se acababa el último y le entraba síndrome de abstinencia, se iba y regresaba con su cara de vaca oliendo a hierba. Así un día y el otro también.
Paulo era Paulo por obra de la marihuana.
Su cuerpo le respondía distinto, Paulo al estar fumado perdía la sensación temporal y podía estar empujando por más de dos horas. Los polvos con él eran especialmente largos y casi siempre me tocaba a mí decirle que paráramos. No se cansaba, no se daba cuenta de que ya no estaba siendo rico porque todo lo que comienza, tiene que acabar.
También le daban picos de excitación a deshoras. Mientras yo dormía profundamente él quería más sexo y alguna vez tuve la sensación de que intentaba penetrarme mientras yo estaba dormida, una escena que terminó en discusión porque como le dije: “para follar se necesitan dos”.
Fumaba porro en la mañana y en la noche. Comía menos de lo que yo comía y pasaba gran parte de su tiempo meditando y haciendo la posición del loto. A veces, cuando se despertaba y me hablaba, ya tenía pinta de estar en otro planeta, por no hablar de la risa que le entraba a horas extrañas, estando solo, o más bien acompañado de sus amigos invisibles, producto de su traba.
Paulo era Paulo por obra de la marihuana. Una tarde vino a mi ciudad a presentarme a su novia argentina. Ella me decía que tenía un mérito enorme: ¡Había conseguido que Paulo ya no fumara marihuana nunca más! Lo cierto es que esa tarde vi que Paulo había cambiado. Sus ojos estaban en este planeta, su cara ya no tenía el semblante de una vaca y ya no reía a carcajadas. Creo que ese día decidí que Paulo ya nunca volvería a ser Paulo y me dio tristeza.