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Género

Un recorrido por el lado gay de Buenos Aires

Estoy sin trabajo, pero fui a una fiesta con invitación, a un cine olvidado y al lugar más húmedo de la ciudad.

Artículo publicado por VICE Argentina

Escribir esta nota es lo más cerca que estuve de ejercer el trabajo sexual. Nunca lo pensé como una alternativa laboral, pero hace varios meses que no tengo un trabajo estable, así que ahora no lo descarto. Tuve algunas “changas” temporales que demoraron la entrega de este texto algunos días. Semanas. Meses. Me dediqué a visitar algunos antros gay de Buenos Aires sólo para contarlo, para recibir una módica suma de pesos que ayuden a mejorar mi economía, que ahora —al igual que la del país— pende de un hilo.

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Primer escena: Pude entrar a la fiesta

Hace un tiempo un amigo me comentó la existencia del Club de Hombres, nombre original si lo hay para una fiesta nudista y gay. El Club se hace los miércoles en Jungle, un boliche de Palermo que semanalmente organiza fiestas swingers. La dinámica es simple: llegas, te pones en calzones y listo. Sólo se puede ir si recibís una invitación. Para poder tener la mía mi amigo me pasó el teléfono de uno de los organizadores de la fiesta. Le escribí. Le dije que pensaba hacer una nota sobre la fiesta y me mandó mi invitación para poder estar acá.

Fabio es la cabeza del Club. Es brasilero, muy alto y muy flaco. Tiene puestos unos slips negros con tiradores. Hace años que vive en Buenos Aires, pero por suerte no pierde el carisma de su país natal, ni se sumó a la nostalgia tanguera. También trabaja como comisario de abordo en una aerolínea que sólo brinda vuelos privados. "Lo de la invitación no es prejuicio, ni discriminación", me dice Fabio mientras me da una bolsa de consorcio para que guarde mi mochila y mi ropa. "Lo hago para que haya perfiles diversos en la fiesta, pero que hagan que todos se sientan cómodos".

¿Y cómo sería eso?, le pregunto. "Elijo gente distinta cada semana, pero por cómo se ven sé que no van a generar incomodidad porque tienen ondas parecidas, además siempre elijo un grupo reducido de chicos para que todos se conozcan, por ahí alguno se va acompañado".

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Si bien no me quedó claro el criterio de selección, lo que al principio me pareció un poco restrictivo, ahora me parece inclusivo: hay pendejos, maduros, gordos, de todo.

Llegar al Club es incómodo. Apenas terminás de subir una escalera larga, llegas a un living amplio,con una barra, tres sillones, una proyección de porno que ocupa una pared entera y una canasta llena de chupetines y caramelos entre los sillones. Aparte, como tenía que ser: un montón de chicos en calzones, mientras vos estás vestido. Fabio te recibe, te pide que le confirmes que recibiste invitación y te da otra: te invita a sacarte todo.


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Un angosto pasillo separa al living de otro espacio que es un rectángulo ámplio con cabinitas que pasan porno y un dark room. Chicos en calzones por todos lados. Se besan. Se miran. Se tocan. Se meten en las cabinitas. Salen rápido (a veces). Van todos al dark room, o no va ninguno. Es extraño, uno piensa que en estos espacios se milita la libertad sexual, la ausencia de prejuicios, pero la verdad es que los chicos, incluso en un cogedero, se fijan a quién tocar y a quién no. Las maricas rodean a un único chico, de los más hegemónicos. Lo tocan, le besan el cuerpo, pero cuando él se corre, todos se corren y nadie se toca con nadie.

Todos los chicos que me gustan me rechazan. Me siento patético. Me meto en el dark room y veo a un tipo de unos 40 y pico, muy bien llevados. Me empieza a tocar y yo lo toco. Lo único que quiero es acabar para irme sin sentirme tan frígida. Lo logro. Y ahora que el mundo cambió, que todo se siente diferente, me quiero ir. Me resisto, porque pienso que tengo que conseguir más material para la nota. Pero no puedo conmigo mismo. Me tomo una cerveza. Hablo con un economista de la situación país. Me visto y me voy.

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Segunda escena: El último cine gay

En la década del 30 la calle Suipacha era la calle de los cines. Se abrieron cuatro: el Suipacha, Princesa, Biarritz y el Ideal. Hoy, todos están cerrados. El Ideal es el único que sigue abierto. En su momento fue el primer cine de la ciudad que tuvo aire acondicionado y el primero que pasó películas con sonido. También tenía una sala para fumadores, las paredes revestidas de mármol y una capacidad para 800 espectadores. Hoy no queda nada de eso: es un cine porno y decido ir a conocerlo, pero cuando llego a la puerta me dicen que la entrada cuesta 140 pesos, apenas tengo 90 encima y perdí mi tarjeta de débito así que no tengo de dónde sacar más.

Me voy hasta el Cine Box. Un clásico cine porno de Recoleta que tuvo su época de oro en los 80. Ya no es lo que fue, obviamente. Por suerte la entrada cuesta 80 pesos.

Para llegar a la sala hay que bajar unas escaleras, oscuras pero amplias. En el descanso hay dos chicos de unos 20 años sentados. Me preguntan si quiero que alguno me acompañe. Les digo que no, que conozco el lugar. Es la tercera vez que vengo —antes vivía a dos cuadras—, además no les puedo pagar sus servicios.

En el sótano donde funciona la sala no hay nadie. Las pocas butacas que quedan están destruidas. Internet y el porno gratis sentenciaron la muerte de estos lugares. En la pantalla gigante un negro se la mete a un rubio flacucho. Descubro que hay otra sala más. En esta otra pasan porno heterosexual: un tipo coge con dos mujeres a la vez (la victoria porno del patriarcado). En la esquina de la “sala hetero” hay dos tipos, uno le chupa la pija al otro. Tienen como 50 años. Vuelvo a la sala gay.

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Me saludan de atrás. Es un chico moreno, rapado, acento latino, 20 años. "¿Cómo estás?", respondo, mientras él se acerca y me pone contra la pared. De fondo el negro sigue cogiéndose al rubio.

El chico moreno me empieza a tocar la pija y yo se la toco a él. Me la empieza a chupar. Los señores de la sala de al lado ahora nos miran. Empiezo a besarlo y tocarle la pija. Se nos acercan los señores y los dos nos resistimos a sumar participantes. No les negamos la posibilidad de mirar, claro. Ellos empiezan a pajearse y nosotros seguimos. Nos mordemos un poquito el cuello, los labios.


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Salimos juntos del cine. El chico moreno me cuenta que es colombiano, ingeniero y que hoy fue la primera vez que va al cine. Le digo lo mismo, que es mi primera vez. Me pide mi teléfono y se lo doy, pero mal. No me gusta mezclar trabajo con vida personal.

Tercer escena: El after sexual

A esta historia le falta un lugar húmedo, pero las experiencia que tuve en saunas gays son todas para el olvido. Sin embargo a la vuelta de la Facultad de Medicina hay un sótano bastante húmedo que se llama Zoom: un bar cruising que está abierto de lunes a lunes y en el que te ofrecen una bolsita para guardar tu teléfono apenas terminas de pagar la entrada. Es difícil coger y estar atento a los efectos personales.

Zoom tiene laberintos oscuros, cabinas y darkrooms donde todos se pasean (vestidos). La putez es tan prejuiciosa que, por desgracia, los gordos y los maduros se mantienen en las sombras. Y mientras pienso en esa situación prejuiciosa estoy sentado en una de esas cabinitas, mientras mi mejor amigo le chupa la pija de un extraño que está en la cabina de al lado y que nos la comparte por un glory hole.

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Son como las 7 am. Zoom es como un after sexual que nunca falla: los fines de semana se convierte en el punto de encuentro para los putos que se quedan manijas y calientes después de las fiestas. No hay manera de trazar un perfil, no hay un Fabio que elija quién entra y quién no. Pero lo único que une a Zoom con los otros espacios es que incluso acá cada uno elige a quién tocar. La falsa libertad del libertinaje. La falsa osadía de la promiscuidad.

Salgo de la cabinita y empiezo a caminar por el laberinto. No veo nada. Siento como me tocan. Todo el tiempo reviso mis bolsillos para que no me roben. Que victoriano que soy. Perdí a mi amigo. Me bajan los pantalones. Me empiezan a chupar la pija. No sé por qué pero no me calienta. Debe ser la borrachera. O la droga que tomamos hace un rato.


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Sigo caminando. Un chico hermoso está parado al lado de una cabina. Me acerco. Me dice que cobra. ¿Ya dije que no tengo trabajo? Sigo de largo. Aparece mi amigo y se ríe, me dice “¿Y? ¿qué onda?”, le digo que nada, que no veo a nadie que me guste. Pienso que me tendría que haber ido a dormir después de la fiesta.

En uno de los darkrooms que hay en la mitad del laberinto cuatro chicos se cogen a otro que se apoya de la pared para no caerse. Camino un poco más y veo a otro chico agachado. Le chupa la pija a todos los que se acercan. Me acerco, pero me aburro de esperar mi turno.

Termino tomando una cerveza al lado de un tacho de basura en la calle Marcelo T, la misma en la que se paran los taxi boys para trabajar.