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Drogas

Cómo Galicia se convirtió en la puerta de la cocaína hacia Europa

La que antes era una droga de prestigio para ricos y famosos, ahora es más barata y abundante que nunca en Europa.
esnifar cocaína
Foto: Cultura Creative (RF) / Alamy Stock Photo 

Este pasado agosto, la policía interceptó un barco con 2,4 toneladas de cocaína en las islas Azores, en el Atlántico, que se dirigía a las costas de Galicia. Uno de los detenidos es un hombre de 85 años, Manuel Charlín Gama, del clan de los “Charlines”, un traficante legendario al que retrata la serie de Netflix Fariña, basada en un libro con el mismo nombre.

Mucha de la fariña, la palabra gallega para ‘harina’, que acaba en las pantallas de móviles de los bares, salas y clubs de toda Europa ha llegado por los estuarios gallegos y sus pueblecitos pesqueros. Los llamo pueblos pesqueros, pero la mayoría de ellos dependen más de la cocaína que del pescado para sobrevivir.

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Galicia, esa lluviosa región marinera del noroeste conocida por su gastronomía también es famosa por su papel fundamental en el tráfico de cocaína hacia Europa y Sudamérica. La verdadera historia de cómo inundaron Europa de cocaína los primeros cárteles sudamericanos en los años 80 también es la historia de Galicia.


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Hay una historia, mitad leyenda, mitad basada en hechos reales, que habla de un hombre gallego que se pasó años cruzando, ida y vuelta, la parte norte de la frontera entre España y Portugal. Día tras día, pasaba el control fronterizo (una cabaña en medio de la carretera) en bici con un saco de carbón a la espalda.

Cada vez que los agentes de la frontera lo paraban, le registraban a él y la mochila en profundidad, pero no encontraban pruebas de contrabando: solo acababan llenos de manchas de hollín negro. Esta situación se mantuvo durante años, con el hombre pedaleando hasta el control fronterizo, sometiéndose al él y yéndose en bici otra vez. Los agentes sabían que ahí había algo raro, pero inspección tras inspección, nunca encontraron nada más que trozos de carbón. Hasta que no pasaron unos cuantos años, no descubrieron lo que era en realidad: un contrabandista de bicicletas.

Hay mucho de Galicia reflejado en esta historia, mucho de los propios gallegos: su audacia y también su necesidad de encontrar soluciones, de arreglárselas por sí mismos en una región empobrecida, periférica y tradicionalmente ignorada por el gobierno central. Galicia es un lugar apartado con mucha conciencia de lo diferente que es del resto de España.

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Fariña

Captura de pantalla de "Fariña"

Esto no es así por casualidad. Durante el mandato del general Franco (1939-1975), Galicia era una comunidad subdesarrollada y la vida allí era dura. A falta de cualquier tipo de provisiones o apoyo por parte del gobierno en Madrid, los habitantes locales —especialmente los que vivían en la costa y en la frontera con Portugal— cargaron sobre sus hombros la responsabilidad de conseguir de todo, desde medicinas hasta gasolina, aceite, piezas de coche, jabón o chatarra.

Los contrabandistas se convirtieron enseguida en los líderes de la comunidad, héroes locales que hace tiempo llegaban a ser elegidos alcaldes y a ostentar cargos importantes en la política autonómica. En los años 50 y 60 empezaron a traficar con tabaco a gran escala y en poco tiempo las bandas gallegas cambiaron sus humildes comienzos por un sitio en la mesa junto a las organizaciones criminales más poderosas de Europa. Más que bandas, eran clanes unidos por fuertes lazos familiares.

El paso a la cocaína se dio en los 80, la década en la que gente como Sito Miñanco, Laureano Oubiña y la familia Charlín se hicieron un hueco. El gallego medio seguía teniendo la misma percepción: los clanes generaban riqueza y empleo, que hacía mucha falta. También tenían influencia en otros ámbitos: no solo ostentaban puestos políticos, sino que eran abogados y poderosos empresarios con poder en todo tipo de negocios legales; eran los dueños de equipos de fútbol locales y los financiaban, sufragaban los gastos de las fiestas locales, eran los que ponían el dinero si había un agujero en el techo de la iglesia y había que repararlo. La gente los admiraba. No era raro oír a niños en el colegio decir que de mayores querían ser contrabandistas, como papá.

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El paso a la cocaína fue sorprendentemente sencillo. A principios de los 80, los cárteles colombianos Medellín y Cali buscaban nuevas formas de introducir su mercancía en Europa. Los cárteles tenían fuertes vínculos con Panamá; allí blanqueaban el dinero, algo que la gente del traficante gallego Sito Miñanco también había empezado a hacer recientemente. Hablaban el mismo idioma, en todos los sentidos, y las posibilidades de una colaboración empezaron a verse rápidamente. Los colombianos se quedaron fascinados cuando visitaron Galicia, con lo dóciles que eran las autoridades y con los niveles de aceptación social de la que gozaban los clanes.

La alianza se consolidó en 1984, cuando el cártel Medellín se encargó de asesinar al ministro de justicia colombiano, Rodrigo Lara Bonilla. El gobierno colombiano no se lo tomó nada bien y los capos tuvieron que abandonar el país. Pablo Escobar se estableció en América Central, pero sus hombres de confianza, los hermanos Ochoa y Matta Ballesteros se fueron a España. Los hermanos llegaron hasta Madrid, donde se les detuvo enseguida. ¿Y a quién conocieron en la cárcel? Pues a varios de los líderes del panorama gallego. Era como pasar la pelota al delantero contrario en tu área de penalti. Ambas partes hicieron buenas migas y Matta Ballesteris acabó por establecerse en A Coruña, la segunda ciudad más grande de Galicia. La colaboración beneficiaba a todos, y aún está vigente hoy en día, aunque de forma renovada.

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cocaína

Foto: Oramstock / Alamy Stock Photo

Galicia era un patio de recreo para los narcos en los 80. Sin que las autoridades pudieran echarles el guante, vivían en pazos (antiguas casas señoriales gallegas), conducían cochazos, comían gratis en las mejores marisquerías y se les solía ver por los despachos y las fiestas de altos cargos de la policía y la política. La corrupción de los narcos ya formaba parte de la vida en Galicia. Estos narcos, tanto los locales como los de Latinoamérica, se sentían impunes ante la justicia; los lugareños veían lo que estaba pasando, pero no decían nada. ¿El resultado? Se impuso en Galicia la ley del silencio. No quedaba otra que acatarla.

Una marea de dinero blanqueado llegaba de manera lícita a la industria y al comercio de la región. Ciento y cientos de negocios se montaron, y siguen existiendo, gracias a los beneficios de la cocaína, de manera directa o indirecta. Basta con ir a un sitio como Vilagarcía de Arousa, un municipio de unos 40 000 habitantes ubicado en el centro de la costa gallega, para ver las marcas exclusivas y las empresas de coches que tienen allí puntos de venta y franquicias.

Lo que distingue al narcotráfico en Galicia es que allí los capos siguen siendo esos señores de pueblo que solo tienen buen ojo para el contrabando. Incluso a medida que se iban haciendo millonarios y se iban comprando los últimos Ferrari, seguían paseándose por ahí en chándal, seguían trabajando con tractores en las granjas que antaño eran la principal fuente de ingreso de la familia, seguían jugando a trabajar en un chiringuito (y el resultado era que la mujer que hacía los bocadillos de calamares llevaba un Rolex). Los narcos gallegos siempre han tenido ese toque kitsch.

A día de hoy, la historia continúa. Esos niveles de ostentación se frenaron en los años 90. Fue en esa década cuando empezaron a llevarse a cabo la primera serie de redadas coordinadas, organizadas desde fuera de Galicia por el juez superestrella Baltasar Garzón (un nombre que pronto se haría famoso por su participación en la extradición del general Pinochet desde Chile). “Queremos evitar que Galicia se convierta en otra Sicilia”. Esas fueron sus palabras en aquel momento. Pero no se ha acabado por completo con el narcotráfico.

Los narcos más poderosos de España siguen siendo los gallegos. Contenidos, extremadamente precavidos y discretos, desempeñan el papel de hombres de negocios honrados y lo último que quieren es llamar la atención. Los colombianos aún se fían ciegamente de ellos, después de todo, siguen siendo los responsables de que entre tonelada tras tonelada de cocaína en el continente europeo.

Nacho Carretero es periodista de investigación y autor del libro Fariña.

@NachoCarretero