Neuquen
De fondo el Lanín

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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Neuquén

Viví toda mi adolescencia sin el paisaje patagónico común. Me crié rodeada de montañas de arcilla y olor a petróleo.

Artículo publicado por VICE Argentina

Caminaba por la Avenida Argentina, desde la plaza de las banderas hasta abajo, unas 15 cuadras. Era una buena postal. Si alguien me hubiese visto con el teclado en la mano hubiera pensado que estaba loca, era de noche y en la oscuridad nadie camina por ahí, pero a mi me gustaba andar descalza sobre el asfalto limpio. Tenía el uniforme del colegio puesto. Desde las 7 de la mañana hasta las 10 de la noche con una pollera escocesa con la que iba a miles actividades en la semana. Piano, Inglés, colegio doble turno, voley y patín. Hija de profesionales que vivía en un barrio de chetos. Una privilegiada.

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Ese día me habían pedido que tocara una sonata de Beethoven para todos los alumnos y profesores, no me acuerdo el acontecimiento, pero si recuerdo mi actitud, totalmente caradura. Dejé de tocar en el medio y pedí disculpas, me había equivocado. Mi madre me miró de fondo y en voz baja leí sus labios: Paloma nadie se dio cuenta. Entonces me volví a sentar y comencé la sonata de nuevo.


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Me crié en Neuquén Capital, sur de la Patagonia Argentina. Hasta los 18 años viví en la misma casa con mis dos hermanos, menores que yo y nacidos en Neuquén. Mis viejos, porteños ambos, decidieron que el sur sería su lugar en el mundo.

Cuando mis padres decidieron mudarse al Barrio Santa Genoveva yo tenía cinco años y un hermano de dos. Todavía no había cloacas, ni calles asfaltadas, ni vecinos a la vista. Diez años después sería uno de los barrios más caros de la ciudad, a diez cuadras de la avenida principal, tendríamos una parrilla en un patio lleno de arboles y petroleros mirándonos la nuca.

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Paloma con parte de su familia

Mis padres no pertenecían a ese mundo, historiadores ambos, investigadores del CONICET, rescatando horas de clase de dónde sea para pagar nuestra educación. “Tu casa no está hecha de ladrillos, sino de libros” me decían mis amigas mientras pateaban hojas tiradas en el medio del comedor.

A los nueve años decidí que era mi momento de ir sola hasta el colegio. Iba al turno tarde y mi actividad preferida era comprar figuritas en Cartapacio, el kiosco de enfrente. Era 1995 y ahorraba como una loca hasta llegar a cinco pesos y llenarme de paquetes que costaban 25 centavos. Si me sobraba plata me compraba un Push Pop, una barra de azúcar edulcorada de colores que salía a la superficie presionando con el dedo, era un pegote en persona. Años más tarde, mi camino de regreso sería acompañado de una bolsa de Pipas.

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Neuquén es una ciudad fea que tiene su encanto. Un río con un paseo transformado por la política ciudadana que juega como protagonista de multitudes desde diciembre hasta febrero. Una ciudad rodeada de bardas: montañas de arcilla que se derriten en cada lluvia, con colores intensos, naranjas y verdes. Una ciudad con olor a petróleo y amancay. Un clima tan seco que te parte los labios. En invierno hace frío, mucho frío.


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Para el secundario me cambiaron a un colegio católico que quedaba arriba de la barda, lejos de mi casa, tenía la mayor carga horaria de toda la ciudad, el timbre de ingreso era a las 7:30 am. Me levantaba a las 6 y mientras esperaba a que mi uniforme se calentara arriba del calefactor, mi viejo ponía la pava para pasar agua caliente por el vidrio del auto. Una ciudad que hace frío sin ningún tipo de justificatorio, nunca vi nevar. En verano hace 40 grados de día y 20 de noche. En el resto del año se vive con viento, un viento que juega en contra para las estudiantes como yo que durante todo el secundario nos obligaron a usar una pollera que por supuesto íbamos acortando con el pasar de los años.

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A los 15 años descubrí la radio. Escuchaba las repeticiones una y otra vez hasta quedarme dormida. El top 10 me hacia bailar hasta la hora de la cena y las 12 de la noche tenía un ritual infaltable, tenía que sintonizar la 98.3 y escuchar Mr Jones de Counting Crows, abría la ventana de mi habitación y sacaba la mano con un cigarrillo encendido. Ese año me teñí de colorado, rayé mi camisa con una frase de Charly García, empecé clases de piano y había vomitado en el baño de abajo por haber tomado mucha cerveza en Sherlock, nuestro bar ubicado en la calle Buenos Aires, con paredes verdes y reggaeton. A los 16 años tenía exactamente las mismas tetas que tengo que ahora. Usaba buzos gigantes y pocos colores. Ese mismo año me puse de novia con Frank, un chico de otro colegio privado que también vivía en el centro y tocaba la batería. Frank tenía una Tama doble pedalera y medía unos centímetros menos que yo, eso me daba mucha vergüenza.

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Los sábados nos refugiábamos en Ticket, un boliche cerca del río —hoy es una iglesia evangelista— donde pasaban los hitazos de los 90 y los 2000, y en el que los 20 pesos que tenía en los bolsillos eran totalmente redituables; a veces hasta me alcanzaba para volver en taxi. En el camino me podía encontrar con algún amigo comiendo un pancho en el puesto de Charly, el único panchero que te tostaba el pan. Quedaba sobre la Av. Argentina, en el alto. Neuquén se divide entre el alto y el bajo. La ruta 22 hace esa división. Mi vida transcurría en el alto. Ahí lo conocí a Laureano. Ese día el estaba tocando la guitarra y me acerqué. El pensó que su arma de seducción había hecho efecto. La realidad es que me acerqué por el tema de Cerati. Laureano me dio mi primer porro, me enseñó mis primeros acordes y me dijo: algún día nos vamos a ir a la mierda de acá, pero primero tenemos que aprender a manejar.


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Neuquén es una ciudad liderada por el MPN (Movimiento Popular Neuquino) un partido político neoperonista, un nepotismo exitoso —Mamá Papá y el Nene— comandado por los Sapag desde el 62. Hasta el día de hoy no hay quien les gane a nivel provincial. En mi casa nunca se votó al MPN, decían que era sospechoso que no haya ningún tipo de amplitud dentro del movimiento, que gobernaban cómo en su casa y eso se notaba. El neuquino vivía una mística propia: La neuquinidad al palo.

Mi acercamiento a la política fue de más grande. A los 17 me presenté como presidenta del centro de estudiantes con el único fin de salir de las clases y dar vuelta por los pasillos. Tenía muy en claro que en la secundaria no iba a aprender demasiado. Fumaba en los baños, inventaba concursos, sacaba fotos en los laboratorios. “Al colegio vas a hacer amigos, no vas a ver ahí lo que te gusta hacer” me decía mi viejo. Y tenía razón. Pero no dudé en divertirme. Para mi fiesta de egresados fui la única que se disfrazó y me hice un vestido blanco como el de Marilyn Monroe, entré bailando Hollywood de Madonna y me quedé hasta que cerraron las puertas.

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Me gustaba fantasear. No tenía alternativa. Me juntaba más con hombres que con mujeres. Me dijeron puta por eso y yo respondía: voy a hacer lo que se me cante. En octubre del 2004 salimos con dos amigos a escribir con aerosol las calles del barrio. Neuquén es una ciudad con poco para hacer. Gracias a eso hoy hay calles que llevan mi nombre.

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