Bájese la falda, señorita…

Es domingo, ocho de la noche y vengo de un almuerzo borracho. Sigo la fiesta aquí en mi casa -sólo que ahora estoy tecleando-. Tengo calor, estoy en pantaletas y camiseta. De vez en cuando me paro con mi vaso a bailar frente al espejo. Brindo. Me río. Sigo en pantaletas. Me hago una selfie.

Estoy en Caracas -y hace calor-.

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A veces creo que nosotras, las caraqueñas, no tenemos idea de lo que es el clima. Viajamos a un sitio medio frío y metemos “una chaquetita”, “unas medias gruesas”, “las botitas de cuero”. Pero jamás dejamos las curvas en casa. Eso es lo primero que va en la maleta. “¿Hace frío? Bueno, esta bufanda me cubre. Apenas me dé calor me la quito y listo”. Los que nunca faltan a la fiesta: los hombros, piernas y escotes capitalinos -así estemos a 17 grados centígrados-.

Hace par de meses hice un paseo corto por Bogotá –y uno milimétrico por Medellín-. Nunca había visitado Colombia y lo que pensaba haciendo la maleta era: “eso no es más que un Pachequito[1]. ¿Somos vecinos, no?” Sigo guardando mi ropa y digo: “coño, tengo tiempo sin ponerme minifaldas y mis medias… Me llevo una para cada día, ¡yujuuuu! Vamonó”.

Llego a una ciudad que no conozco -minifalda puesta- a las dos de la mañana. Mi vuelo se retrasó un montón y mi amigo me dice: “Samy, te dejo la llave en portería. Estás en tu casa. No puedo buscarte”. ¿¡En portería!? ¿¡A las dos de la mañana!? Estaba tan nerviosa que no pude salir inmediatamente del aeropuerto. Me compré un café y me lo tomé con una señora de la calle. Hablé con ella un rato y su sonrisa, hermosa como pocas, me recibió en Bogotá. Su cara de buenos amigos me dio fuerza, saqué plata del cajero y me acerqué al taxista más insistente.

El camino del Aeropuerto El Dorado a la ciudad está más iluminado que cualquier calle de Caracas. Mi taxista es más que amable. Me habla de la pasada temporada de fútbol, de las lágrimas que botó, de cómo su Bogotá por un momento no tuvo calles –ni estatus-. “Esto era un río amarillo”, me dice. Unos minutos después de confiesa: “Le he cobrado mucho más caro de lo que cuesta un taxi, señorita. Pero va segura”. Sonrío y pienso en ese don extraño que tengo: la gente me cuentas sus cosas sin yo conocerlos mucho. Le digo que no se preocupe, que sé cómo son las cosas en los aeropuertos. Se me olvida que voy en minifalda. Ya ni sé qué llevo puesto.

Cuando llegamos a la calle le digo al taxista: “Ok, tú me cantas la zona acá y yo voy volando a la portería, ¿va? Tranquilo que ando pilas, ¡pilas!”. Me mira y me dice: “Tranquila señorita ¡estamos en el norte! Aquí no nos pasa nada”. Soy caraqueña y no confío ni en mi sombra. Así que igualito ando asustada. Qué va.

Efectivamente el portero me recibe más amable que nunca. Recuerdo la fama del bogotano amable. Me calmo. Entro a la casa de mi amigo y su esposa -que no conozco aún cara a cara- e intento hacerme mi espacio. Les dejo en la mesa regalos: buen –el mejor- ron y chocolate venezolano. Lo que hace falta para ser feliz de vez en cuando.

Amanece y, aunque esté destruida de cansancio, abro los ojos a las 8:00 a.m. Escucho con detalles a mis anfitriones: los tacones de ella, la respiración mañanera de él, sus discusiones de casa. Miro al techo y pienso qué demonios hago metida ahí. ¿Y si me botan por malportada?

Se van y me dejan sola. Porque sí: en otras partes del planeta la gente confía. Aun acostada escucho otros sonidos, otra persona. Es la señora que ayuda con la limpieza de la casa. Me levanto y me presento: “¡Epa! ¿Qué más? Mucho gusto :D”. Le explico quién soy, me sirve desayuno y nos ponemos a hablar. No sé cómo pero supe que ella, la señora Consuelo, tiene a su esposo en Venezuela. Así que habla de mi país con celos. Como si de otra mujer se tratara: “Ummmmm, ¿Venezuela? Ummmmm. Sí. A mi esposo como que le gusta mucho. Tiene cinco años allá y nada que viene…”. Adoré a la señora Consuelo en cinco minutos. Esos celos le sacaron la mujer coqueta que lleva dentro.

Me preparo para ir a la revista a conocer a mi amigo -razón por la que me lancé a Bogotá- y, por supuesto me pongo mi súper minifalda, medias negras y botas Reebook 80s. Me alboroto el cabello, me pongo un collar de tela de un montón de colores, me pinto la boca y le digo a Consu: “Epa, Consu, ¿voy bien? ¿No parece que voy a una fiesta?”. Y la gran Consuelo me dice: “No niña. Mire que aquí en Bogotá todo el mundo se viste como quiere”. Coño, tiene sentido. Y me voy a la calle.

Bájese la falda, señorita.

Salgo de ese edificio precioso con la sonrisa pendeja del primer día de vacaciones. La felicidad del turista me invade. Además, ese guaguancó venezolano -insoportable- de “si puedo con Caracas puedo con esto…”. Ajá.

Me monto en el bus con los ojos abiertos, dirección en mano y siento una mano en mi pierna. No sé siquiera qué pensar: ¿es un tipo? ¿le doy un cachetón? Miro y es una señora de unos cuarenta años: “Señorita, se le ve todo. Le agradezco que se baje la falda”: ME METE LA MANO EN LA PIERNA Y ME LA BAJA. Empiezo a sudar frío y me pregunto: “¿Qué coño acaba de pasar? Veo la media y sí, se ve un poco la parte más oscura. Esa que está por la cadera, ¿y qué?

Unas horas más tarde, almorzando con este pana le digo que la cosa más rara me acaba de pasar. Como siempre echo mi cuento dramatizándolo, exagerando: me paro de la silla, muevo las manos, hablo fuerte, me alboroto el cabello, me subo y bajo la bendita falda. Mi amigo, cuando finalmente lo dejo hablar, me dice: “Nadie va así en la calle, Samy. Fíjate”.

Cuando me devuelvo a la casa me doy cuenta del silencio de las calles de esta ciudad. A pesar de estar en pleno centro hay un silencio que se siente. No sé exactamente qué es lo que extraño pero lo extraño. Y, por supuesto, no dejo de mirar a las mujeres: sus piernas, el cabello, el maquillaje, sus movimientos. Es distinto.

Al día siguiente salgo a “turistear”. Regalitos para la mamá en Juan Valdez, fotos en La Candelaria, selfies en los espejos de los museos. Cuando pasas la tarde viendo Boteros o te topas con un Picasso andas en una nube. Boba, como si te hubiesen dado un beso enamora’o. Y así agarré el bus sin leer a dónde iba. Grave, grave error.

El bus recorrió más de 20 minutos hacia lo que yo entendía era ” hacia arriba”. En algún momento baja, pensé. Eran las 7 de la noche y terminé en uno de los barrios más peligrosos del sur de la ciudad: el 20 de julio. Entre mecánicos, choferes, hombres parados en las esquinas haciendo “nada” me vi. Trescientos dólares en el bolsillo, mi acento venezolano y un bolso lleno de regalitos de Juan Valdez. Y de repente apareció eso que tanto extrañaba: el sonido de las calles. Reconocí en Bogotá el miedo que tengo a diario en mi ciudad: gente gritando cosas, el sonido de la música, la policía parando autobuses y bajando ladronzuelos. Pero lindo. Colorido. Lo único que pensaba era: “¿Qué o quién me va a sacar de acá?”. Mentí sobre no sé cuántas cosas y logré hacerme amiga del chofer. Nos fumamos par de cigarros, nos tomamos unos tintos y bajamos de nuevo al centro. Llegué a la guapa Carrera 11. Caminé casi 20 cuadras con el corazón en la mano pensando en Caracas y recordando su paranoia.

En esas 20 cuadras pensé detalladamente en mi apariencia: estaba agradecida por no cargar nada de maquillaje; pensaba en lo afortunada que era en tener una cola baja y no llevar el cabello alborotado como el día anterior; abracé más fuerte que nunca el libro que me hizo pasar por una estudiante veinteañera perdida; y me miré las piernas y dije: menos mal que no llevo las benditas medias negras y la minifalda puesta.

El cuerpo tiene poder. El femenino un poquito más. La diferencia entre una falda corta y unos jeans – en este caso- es pasar o no un mal rato. En tierras latinoamericanas esto es ley. Cada pieza de tela que nos ponemos grita lo que somos, lo que queremos y cómo lo queremos. El adorno como perfil, silueta, retrato. Nada más y nada menos.

A pesar del susto que pasé en mis vacaciones seguí usando mis falditas. Y sí, las miradas se van para abajo como si se tratara de un par de tetas gigantes.

Lo siento mucho, Bogotá. Pero ellas son sagradas…

Siguen de primeritas en la maleta.

[1] Cuenta la leyenda que el Sr. Pacheco vivía en El Ávila –la montaña que acompaña imponente a la ciudad de Caracas-. Pacheco, a finales de noviembre, comienzos de diciembre, bajaba a la ciudad a vender sus flores. Justo en la época del año en que comienza a hacer frío en la ciudad. Cada final de año escuchamos en nuestras oficinas, autobuses, en las noches caseras: “bajó Pacheco, pásame el suetercito”. Cabe acotar que cuando el “pacheco” ataca no pasa de 19 grados. Estamos benditos.