Mexicali es una de las dos ciudades con más casinos en México ―15 en total― y la número uno en Baja California, según datos de la Dirección de Juegos y Sorteos de la Secretaría de Gobernación. Este es el testimonio de Juan Francisco, de 30 años, quien tratando de ganar terminó perdiéndolo todo: trabajo, pareja, amigos, familia y salud.Seis años después de su primera visita a una casa de juego en la capital bajacaliforniana, desde la sala de deportes del Casino Winpot, nos narra la pesadilla en que se convirtió su vida cuando se volvió un ludópata (del latín ludus, "yo juego" y la palabra griega, pathos, "enfermedad"). El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) define la ludopatía como una adicción y como un impulso irreprimible de apostar y participar en juegos de azar, como máquinas tragamonedas, cartas, dados, peleas de animales o carreras de caballos.
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Juan Francisco
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"Un día ya no pude dejar de jugar"
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De no gastar más de 200 pesos comencé a gastarme 800 en cada visita, que era de todos los días. Es que me daba mucho coraje que yo era el único que perdía de todos los jugadores que estaban en la otras máquinas. Veía que los empresarios restauranteros chinos se gastaban hasta 70 mil pesos en cada visita, de una sola sentada. Los chinos llegan con tres empleados y le dan 15 mil a cada uno y los ponen a jugar en las máquinas, pero lo que ganan será de su patrón chino. En otra ocasión, recuerdo que era 24 de diciembre, estaba en el casino Winpot, cuando de pronto se escucha una alarma y veo que un cliente, joven, como de 40 años, salta de su silla. Se había ganado un millón de pesos. Pidió que se los entregaran en efectivo y lo escoltaron hasta su vehículo, porque nadie quiere cheques. Eso me ponía mal, sentía envidia y de coraje gastaba más dinero.
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"Comencé a robarle a mi familia"
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El casino se volvió mi casa; todo el día estaba ahí. A veces cuando ya no tenía dinero nomás veía jugar a otros o les pedía dinero prestado a los jugadores que ya me conocían. Luego comencé a empeñar mis objetos de valor. Me juraba que los recuperaría, pero todo lo terminé perdiendo. Perdí mi laptop, un ipod, una caja de herramientas; el estéreo del auto de mi mamá junto con las bocinas. En su momento hasta empeñé mi credencial electoral, mi licencia de manejo, mi pasaporte; la tarjeta de circulación y las placas del auto de mi papá.Empeñaba todo lo que tuviera a la mano. Pero siempre pensaba que había jugadores que estaban peor que yo y eso me tranquilizaba.En esta etapa de mi vida me tocó ver de todo: a mujeres que vendían su celular, su chamarra de piel o un perfume caro y de marca. Conocí a jovencitas que vendían sexo oral a otros jugadores para obtener dinero y seguir jugando en las máquinas tragamonedas. Una tarde conocí a una señora que llevaba jugando todo el día en las máquinas tragamonedas del casino Winpot. Se había gastado 20 mil pesos en efectivo y para recuperarse terminó vendiendo su automóvil; no se fue del casino en todo un día, sino hasta la mañana siguiente. Decía que su marido le iba a pegar llegando a su casa; me dio mucha lástima. Hasta me tocó ser testigo de personas que perdían todo y le marcaban a su familia para que les llevara más dinero y sí les llevaban. Sentía mucha envidia.
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Otra cosa que me tocó ver fue a señores que se orinaban en donde estaban jugando en sus máquinas; ya fuera porque estaba muy lleno el casino y si se levantaban perderían su lugar o porque pensaban que esa máquina era la que les daba buena suerte; hasta se persignan ante ella.Hubo una etapa de mi adicción en que estaba tan desesperado por seguir jugando que anuncié en el aviso clasificado del periódico que tenía mi riñón en venta; nunca me llamó nadie, tal vez pensaron que bromeaba. Lo que sí logré vender fue mi sangre en una clínica en Caléxico, California, pero no me gustan las agujas y no lo hice más de dos veces. Luego todo se vino abajo, ya no tenía ingresos por ningún lado. Me llegaban los cheques en blanco porque me la pasaba pidiendo préstamos al sindicato. En ocasiones apenas cobraba un cheque y ya lo debía todo a los que había pedido prestado. Me quería volver loco.
Todas mis ganas de vivir se acabaron cuando perdí la plaza como profesor. Es que dejé de ir a trabajar porque siempre estaba muy desvelado. Me levantaba a las siete de la mañana para ir a la primaria y a la una de la tarde que salía me iba para el casino; ahí me quedaba jugando hasta las tres o cuatro de la mañana. Entonces como siempre estaba muy desvelado dejé de ir a trabajar, hasta que me corrieron. Caí en una profunda depresión. Había perdido mi trabajo, a mi pareja sentimental de varios años y me había endeudado por 200 mil pesos con familiares y amigos; algunos hasta me demandaron ante el ministerio público.
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Me quería morir. Había pensado en suicidarme ahorcándome o tomando pastillas o aventándome de un puente. Era mucha la presión que sentía. Ya no tanto por mi desesperación de no tener dinero para jugar o de no poder pagar mis deudas, sino porque veía sufrir a mis papás. Les dolía verme en un estado de completo abandono.Estaba tan mal conmigo mismo y con los demás que un día me levanté por la mañana y me salí de la casa con la idea de acabar con todo. Me fui a la carretera a San Luís Río Colorado, Sonora y pedí un aventón a un camionero; me fui sin maleta, nomás con lo que llevaba puesto. Llegué hasta Guadalajara, Jalisco. Llegando a la ciudad me puse a limpiar parabrisas en los semáforos y después trabajé como lavaplatos en una cocina. Viví en la calle y en una alcantarilla. Ya no quería saber de nadie, ni siquiera de mí, por eso también quería quitarme la vida.
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Cuatro meses después me regresé a Baja California igual que como me fui: de aventón. Cuando llegué a mi casa supe que mis papás pensaban que estaba muerto; me habían buscado por todas partes y como no aparecía pensaron lo peor, hasta se habían resignado a ya no verme. Entonces me dieron la oportunidad de estar en casa otra vez. Comenzaron otra vez con que necesitaba ayuda psicológica; aparte, las personas a las que les debía dinero comenzaron a cobrarme otra vez. Nuevamente tuve una depresión. Dejé de comer, de arreglarme; no me bañaba, no tenía amigos.Sin dinero me iba a los casinos nomás a ver a las personas jugar en las máquinas, o a pedir prestado una moneda o algo para jugar. Sonará ridículo, pero cuando ya había tocado fondo era tal mi adicción al juego que con sólo escuchar el sonido de las máquinas me tranquilizaba. Me llenaba de energía, de gozo. O sea, el ruidito de la máquina me ponía como zombi; hasta sentía que la máquina me aceptaba. Cuando estaba en el casino no me daba sueño, no me daba hambre, ni sed; pero nomás salía de ahí, todo me daba: hambre, sed, sueño. Yo creo que era como los drogadictos cuando no tienen su dosis de droga.A pesar de que me habían aceptado de nuevo en mi casa. Un día me volví a salir para no volver, pero ya no me fui de la ciudad sino que me puse a deambular como un completo vago; andaba todo sucio, dormía en la calle. Por suerte un hermano me encontró caminando por la calle y me regresó a mi casa. Ahí fue cuando mi familia me llevó en busca de ayuda. Hoy en día estoy en terapia psiquiátrica y psicológica. Hago ejercicio, tomo medicamentos para la ansiedad y trato de echarle muchas ganas. Regularmente los ludópatas no acudimos a terapia por problemas con el juego, sino por depresión o tristeza; pero cuando nos evalúan resulta que sí tenemos problemas de ludopatíaEspero salir adelante y poder pagar a las personas todas las deudas que tengo con ellas.
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