Artículo publicado por VICE Colombia.
El lunes 4 de octubre, Yohendry Palmar, un wayuu de 19 años que se dedica a “chupar” y revender gasolina en La Guajira, del lado venezolano, echó a correr cuando escuchó un estallido y sintió el calor del fuego en el mercado de Los Filúos, donde habitualmente trabajaba.
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Un hombre apodado “El Cojoro” había perdido el control de su camioneta, una Ford 150 color marrón oscuro. “Virga”, nuevecita, la describe el joven. La estrelló contra uno de los tres postes de la orilla donde los contrabandistas almacenaban a plena vista su botín del día: 60 pimpinas llenas de combustible, que sirvieron para hacer arder todo después del accidente.
Las llamas se elevaron seis metros hasta rozar los cables del alumbrado público. Yohendry volteó a los pocos segundos de su huida y vio a algunos amigos envueltos por la hoguera. Regresó y usó su chaqueta para azotarla contra ellos. El esfuerzo para apagar el fuego resultó inútil. Como pudo, arrastró a uno de sus compañeros lejos del lugar. Su cuerpo estaba quemado casi por completo.
El fuego mató a tres “chupadores” de gasolina. Gabriel, un adolescente de 14 años que viajaba desde Maracaibo para trabajar en Los Filúos, murió al instante. Hubo que esperar dos horas hasta que se sofocaran las llamas para retirar su cadáver, atrapado entre el parachoques y el poste. Alexander, de 22, y un hombre, de 32, al que llamaban “Moshi”, fallecieron una semana después en el hospital de Maicao.
Los jóvenes contrabandistas se tomaron una licencia que culminó junto al novenario por el descanso de Gabriel. Dieciocho muchachos y hombres aún toman turnos en esa misma esquina para seguir extrayendo gasolina de los tanques de vehículos proveedores que llegan desde zonas cercanas. El fin es revenderla en el mismo lugar o llevarla hasta Colombia, ubicada a 64 kilómetros.
Son decenas como ellos, tal vez centenares en toda Guajira, un poblado árido del estado Zulia, de 65 mil pobladores, que comparte frontera con Colombia.
Desde la madrugada agitan sus embudos plásticos. El gesto informa que compran y venden gasolina ilegal a los conductores provenientes de municipios vecinos, como Maracaibo, San Francisco, La Cañada y Jesús Enrique Lossada.
Hay niños, niñas, hombres y mujeres. Algunos visten pantalones y blusas cortos, apretados; lucen labiales de colores intensos y coquetean para llamar la atención de sus clientes.
Exhiben sus botellones transparentes, preñados de combustible, en estantes rústicos de madera. Ponen carteles con ofertas del “punto”; es decir, cinco litros de gasolina. Los precios aumentan a medida que los transportistas se adentran en La Guajira: 200, 500, 1.000 bolívares soberanos por cada cinco litros —entre 0,6 céntimos y 3 dólares estadounidenses—.
Comienzan a notarse en la carretera de Maracaibo hacia la frontera con Colombia, aledaña al Comando Regional Número 3 de la Guardia Nacional Bolivariana. A solo metros, comercian gasolina a sus anchas con precios y métodos ilegales.
Y en las entrañas del municipio pueblan calles, plazas y esquinas. La vía pública, de hecho, apesta a combustible.
Yohendry y sus colegas son tan invisibles ante los ojos del Estado venezolano que ni siquiera las muertes, el escándalo y las llamas del 1 de octubre atrajeron a las autoridades. Ninguna institución registró la desgracia.
“Ahí no llegó nadie. Ni los militares, ni la policía, ni los bomberos”, lamenta el joven. Tampoco acudieron agentes de la fiscalía o periodistas.
El negocio del contrabando de gasolina está operativo, ya no en la clandestinidad, sino en cualquier parte de la Guajira venezolana, a toda hora.
La persecución del Estado es una sección perdida en las páginas de la historia reciente del municipio, a pesar de las quejas del presidente Nicolás Maduro, quien en agosto de este año calculó que Venezuela pierde 18.000 millones de dólares por extracción de combustible en las fronteras.
Elías Del Pino, expresidente de Petróleos de Venezuela, hoy detenido bajo cargos de presunta corrupción, declaró hace tres años que un promedio de 100.000 barriles de gasolina cruzaban las fronteras de forma ilegal. El 60 % de ese tráfico, dijo entonces el embajador de Venezuela en Bogotá, Pável Rondón, viajaba hasta Colombia a través de Zulia.
El gobierno venezolano activó el 9 de agosto de 2015 un operativo con centenares de soldados en Guajira, con especial acento en el mercado Los Filúos, para combatir “la economía criminal de los bachaqueros”, según explicó entonces Maduro por televisón.
Hubo reportes oficiales frecuentes sobre detenciones y el decomiso en agua y tierra de millones de litros de gasolina, gracias al Operativo de Liberación y Protección del Pueblo (OLP), que impulsó la Presidencia en zonas del país con altos índices delictivos.
Pacto cívico-militar de corrupción
La Liga contra el Silencio conversó, bajo condición de anonimato, con uno de los dirigentes de una comunidad próxima a una alcabala militar del municipio venezolano de Guajira. Sentado a la orilla de la Laguna de Sinamaica, confesó que es el artífice de un pacto cívico-militar de corrupción que se nutre de los sobornos de los contrabandistas de gasolina.
Contó que hace cuatro años encaró a un oficial para que ayudaran a una vecina enferma. “Me dijeron que con qué la iban a ayudar, y les dije que con los bolívares que estaban recibiendo ese día de los ‘bachaqueros’ de gasolina. Les dije que los habíamos ‘cachado’ (pillado). Y nos dieron de esa plata”.
El convenio tiene dos modalidades. La primera es un pseudoimpuesto: la comunidad recibe 100 bolívares por cada camión o vehículo de contrabandistas que cruza la alcabala, mientras los funcionarios reciben 1.800 bolívares.
La ganancia total de la comunidad se divide entre el número de viviendas. Cada tres o cuatro meses, piden aumento de la cuota a los agentes del Estado. “Hasta tenemos un fondo de ayuda”, revela.
El otro modus operandi se gesta en la trocha. La misma comunidad habilitó un atajo de tres kilómetros que cruza detrás de La Troncal, evitando la alcabala, aunque los funcionarios siempre reciben su cuota de parte de los “bachaqueros”.
Setenta familias reciben 50 bolívares cada una por cada camionero que burla la carretera principal, solo en esa alcabala. Les llaman “mecateros” por la soga que levantan en la carretera para detener el avance de los vehículos. Un día regular puede aportar a cada hogar entre 1.000 y 2.000 bolívares —de 0,3 a 0,6 céntimos de dólar estadounidense en el mercado negro de divisas—.
Militares y pobladores también comparten las mercancías que decomisan, como yuca, plátano, sacos de arroz, maíz, gaseosas.
Para repartir los sobornos “se creó un monstruo”, reflexionó el informante. “Creé un monstruo”, corrigió después. Pero se defendió citando ejemplos de “trabajos sociales” que se logran gracias al dinero ilícito: un parto prematuro, un examen cardíaco, un entierro. Ocurre igual, explicó, en cada asentamiento que rodea los 18 puntos de control en la Guajira.
Ese pulmón permite arreglar buses, pintar escuelas, instalar comedores comunitarios o realizar jornadas de salud en Guajira. La fuente explicó que el hambre, la falta de empleo y la ineficiencia de la alcaldía allanaron la vía para el pacto de tajadas y reparticiones.
El flujo de caja se ralentiza por temporadas debido a las lluvias o a los “cambios de gobierno”, como llaman en la comunidad al relevo de generales y comandantes en los batallones militares.
Cuando los oficiales se ponen reacios y no bajan a la vecindad los recursos provenientes del delito, la comunidad protesta hasta obtener sus dineros.
“Esto no tiene fin. Son miles de camiones al mes que pasan por acá. Quizá fue un error, pero ayuda a mucha gente. El que no pasa gasolina, no come. Se han salvado muchas vidas”, dijo con orgullo.
Un feudo de 103 kilómetros
La vieja alergia del Estado venezolano al contrabando no parece existir en la Guajira. No hay decomisos ni combates al “bachaqueo” de gasolina y mercancías. Según cálculos del gobierno colombiano, el delito ha crecido.
La Policía Fiscal y Aduanera, sobre los primeros ocho meses del año, reportó el decomiso de 252.000 galones de gasolina ilegal en la población colombiana de Maicao, limítrofe con Zulia. Son números superiores a los 231.000 galones retenidos en todo 2017.
Venezuela, mientras tanto, subsidia —con problemas de producción y de refinación— la gasolina más barata del mundo: el litro de 91 octanos cuesta aún 0,00001 bolívares soberanos y el de 95, 0,00006.
Venderla en mercados irregulares reporta una ganancia capaz de colapsar calculadoras corrientes: hasta 2.500 millones porcentuales más que lo invertido. José, un wayuu cincuentón que viste una vieja camiseta de la petrolera estatal PDVSA Occidente, compra y vende gasolina frente a su casa. Con toda tranquilidad, ofrece pimpinas a 50 metros de un puesto de control militar cercano a Los Filúos.
Tres botellones llenos con gasolina de 91 octanos reposan a su lado sobre una pila de dos cajas de cerveza. Un cartel blanco escrito con números negros transmite la oferta: “25”. Su “punto”, en realidad, lo paga a 250 bolívares soberanos —0,8 centavos de dólar estadounidense en el mercado negro de divisas en Venezuela, 4 dólares según la tasa oficial de cambio—.
El indígena de frontera tiene esa costumbre de restarle un dígito a las expresiones monetarias nuevas para facilitar la transacción, siempre en bolívares.
Un motorizado y el chofer de un camión 350 le compran dos medidas de combustible en un par de minutos. Recibe el pago, entrega la gasolina y se postra de nuevo en su silla. Nadie le azuza. Él sabe que no van a detenerle.
“Los militares no dicen nada”, dice, despreocupado, contando sus billetes.
La complicidad de soldados, policías y funcionarios civiles en Guajira es “sistemática”, concluyen fuentes de Transparencia Venezuela, una asociación civil que promueve la prevención y la lucha contra la corrupción bajo la tutela de Transparencia Internacional.
Jesús Urbina, coordinador del capítulo Zulia de la organización, afirma que la corrupción en la frontera es permanente. “Hay una participación directa de los funcionarios. ‘Se hacen los locos’, aflojan controles, retardan o evitan los procesos para que sea posible la comisión de delitos”.
Transparencia, afirma Urbina, ha comprobado la existencia habitual de corrupción menor, donde el funcionario de baja o mediana jerarquía logra un provecho personal de los recursos públicos. También ha certificado la corrupción política, donde el Estado facilita la corrupción.
Deiner Benavides, intendente de seguridad del municipio, admite la corrupción en la Guajira venezolana, pero la atribuye a los habitantes, no a las autoridades.
La ayuda gubernamental en alimentos, salud y educación se ha estrechado en uno de los municipios más pobres de Venezuela, mientras el cierre de frontera, que data de 2015, asfixia el comercio ancestral de los wayuu.
Ellos, a quienes la Constitución venezolana ampara para transitar libremente por la frontera con Colombia, han visto tal derecho violentado desde el cierre.
El Instituto Nacional de Estadística reportó hace tres años que 79 % de los 65.000 pobladores de Guajira vivían en pobreza, entre los índices más altos del país. Y el tráfico ilegal de gasolina, alimentos y productos de primera necesidad se antoja como una alternativa de ingresos.
De día y de noche, centenares de camiones circulan cargados con tanques de 200 litros de gasolina, entre las trochas y por los puntos de control de manera visible.
Jairo Gil, docente jubilado y residente de la Guajira, viajaba hace algunos meses con un amigo comerciante que transportaba 40 cajas de gaseosas desde Maracaibo hasta Paraguachón, en la frontera, cuando les detuvo un funcionario en Paila Negra para exigirles una de los contenedores como “colaboración”. En La Tigra, ocurrió de nuevo. Mismo modus operandi.
“Le dije que al ritmo que íbamos, llegaría sin refrescos. Es el deprave total”.
Los pagos por sobornos son generalmente en pesos o dólares. Los reciben los “boleros”, civiles de confianza de los uniformados que almacenan el acervo o “bolita” en sus mochilas para su posterior repartición, comprobó La Liga en las alcabalas de La Troncal del Caribe y mediante conversaciones con habitantes de Guajira.
El glosario del contrabando en Guajira es rico. “Pista” es la autorización del comandante o el general para que no detengan las caravanas de decenas de vehículos cargados de contrabando. Es la seña máxima y la más cara, explica José David González, coordinador de la Comisión de Derechos Humanos de la subregión Guajira en Venezuela.
La corrupción es “orgánica” en la vida pública fronteriza, subraya Urbina, de Transparencia, también periodista y profesor universitario. La desfachatez es tal, insiste, que se evidencia en el trayecto de 103 kilómetros de La Troncal número Seis, conocida como La Troncal del Caribe.
En la carretera que une a Maracaibo con “La Raya”, límite con Maicao, se reprodujeron las alcabalas. Ya son hasta 18 puntos de control fijos, algunos separados por apenas centenares de metros.
La Guardia Nacional administra exclusivamente cinco de ellas: Paila Negra, Caimare Chico, El Rabito, Moina 1 y Guarero. Coopera con el Ejército en otras tres: La Tigra, Río Limón y Paraguachón. Este último componente hace lo propio de forma solitaria en Las Guardias, Moina, Paraguaipoa y la entrada de la trocha La Ochenta.
En los restantes puntos de control, participan otros cuerpos de seguridad, como las policías municipal y regional; el de investigaciones penales y criminalísticas; y la secretaría municipal de Seguridad. El Servicio Bolivariano de Inteligencia, Sebin, también patrulla.
Las paradas sirven para que las diferentes fuerzas militares, policiales y municipales del Estado venezolano compartan el millonario botín de los sobornos, lejos de aumentar la seguridad y el éxito de la fiscalización.
La pandemia de la corrupción en la Guajira tiene partida de nacimiento, explica José David González, responsable de la Comisión de Derechos Humanos de la subregión, de la raza wayuu. El expresidente Hugo Chávez Frías creó el 29 de diciembre de 2010 el Distrito Militar número 1 para la subregión Guajira, mediante el decreto número 7.938, que incluye nueve instituciones similares en otras regiones.
El argumento era el de ayudar a las comunidades afectadas por las inundaciones y liderar la reconstrucción del municipio, como se oficializó en la Gaceta 39.583. El militarismo terminó recibiendo una palmada en la espalda.
Chávez creó la Brigada de Infantería Mecanizada número 13 en Paraguachón, cuyo general era considerado legalmente como la autoridad única del Estado venezolano en la subregión.
Los uniformados se empoderaron gracias a ese decreto, cuyo espíritu no ha expirado a pesar de su suspensión a mediados de 2016.
El estado de excepción promulgado por el presidente Nicolás Maduro a mediados de septiembre de 2015, que incluyó el cierre de las fronteras con Colombia, terminó de exacerbar el poder castrense en Guajira.
Entre 2010 y 2015, los militares venezolanos perseguían, torturaban, disparaban y mataban indígenas, describe González. Ahora, a finales de 2018, una supuesta paz esconde la sociedad de los cuerpos de seguridad con el crimen organizado, dice.
“Esas caravanas con centenares de vehículos con gasolina pasan por La Troncal del Caribe con consentimiento de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Hay una sociedad del crimen”, afirma González, ganador del premio Padre Luis María Olaso, que otorgan la Universidad Central de Venezuela y la embajada de Canadá a un destacado defensor de los derechos humanos en el país.
“Esto es lo que hay”
Laura y José, padres de cuatro niñas y dos jóvenes, son la primera estación —y pago— de una de las decenas de trochas existentes en Guajira. Viven al inicio de la carretera clandestina que evade una alcabala del Ejército venezolano. La elude entre comillas. Los militares saben de su existencia.
Su situación económica es caótica, dicen. Ni la venta de leña o de dulces genera el sustento suficiente. El paso de gasolina, sí.
“Eso ayuda un poquito”, comenta el padre, bajo una enramada que trepa su hija de 10 años. “A veces, comemos una sola vez”. Una perra olfatea el caldero que arde cerca, bajo un techo de palmas.
Las oportunidades de reivindicar el oficio milenario de los indígenas, como la ganadería y la artesanía, son mínimas en Guajira. Hay quienes se ofrecen para acompañar a vehículos en determinados tramos de la vía, para garantizar que nadie los detendrá o les cobrará. Se hacen llamar “maleteros”.
Casi todos aquí son sospechosos. Yohendry, el joven que sobrevivió a las llamas, se debate entre retomar sus estudios o continuar “chupando” gasolina. Quiere ser detective o militar. No busca dar un golpe a la corrupción. Pretende administrarla “tratando mejor a la gente” que vive de ella.
“Tengo miedo, pero estamos ‘claro’ de que esto es lo que hay”, dice, encaramado en una motocicleta, rodeado de gasolina, ya de vuelta en su oficio.