“Si el gobierno quiere desarmarnos, aquí lo vamos a esperar”, me dice asertivo el comandante Echeverría mientras camina por el kilómetro 58 de la carretera federal México-Acapulco.
Es un hombre rollizo, pelo raso y dos luceros hirsutos coronan su miradura. Una característica camiseta verde olivo le cubre la barriga. Usa jeans y huaraches cruzados, típicos de la región. A su diestra asoma la cacha plateada de una .38 super y en la izquierda porta un rifle .22 con cargador.
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Echeverría encabeza un grupo de 20 policías de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, UPOEG, quienes a bordo de dos camionetas patrullan todo el valle de El Ocotito, municipio de Chilpancingo, Guerrero. Su grupo intimida a cualquiera, porque a diferencia de él, toda su gente porta chalecos antibalas, equipos de radiocomunicación y rifles de alto poder: R-15 y AK-47. Ninguno usa capucha.
Son las nueve de la mañana. El grupo tiene instalado un retén en la entrada de Carrizal, donde revisan a todo aquel sospechoso. Echeverría era taxista, pero desde hace tres años decidió enfrentar la inseguridad con sus propias manos: se sumó a los voluntarios para enfrentar a la delincuencia organizada. “Aquí no hay pago más que ver a los pueblos en paz; ese es mi pago”, afirma.
El valle de El Ocotito es una extensa planicie junto a la sierra madre del sur que lo divide de Chilpancingo. Comienza desde El Rincón y termina en Dos Caminos. Sin embargo, en términos informativos, se le denomina El Valle hasta el municipio vecino, Tierra Colorada (Juan R. Escudero), porque es en esta zona donde la UPOEG ha cobrado protagonismo, ya sea por sus aciertos, como de sus errores.
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Durante el mes de julio comenzó una escalada de agresiones mediáticas y legislativas para minar la influencia de la UPOEG. Si bien el desprestigio comenzó desde junio, cuando el fiscal Javier Olea acusó al UPOEG de estar vinculada con la delincuencia, no fue sino hasta el 18 de julio que la acusación cobró relevancia cuando el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, aseguró que los grupos de autodefensa que operaban en Guerrero “están infiltrados por el narco”. Durante una gira a todas luces electorera, Osorio Chong consideró que “nada justifica que la sociedad decida asumir las funciones de seguridad pública ante el vacío de autoridad”.
Lo anterior fue secundado por una horda de políticos de medio pelo y por no pocos medios de comunicación. Hasta ahora, son contadas las críticas sustentadas a esta organización ciudadana que surgió como respuesta a un problema con el que nadie ha podido. Casi todo se ha reducido a desprestigiar sin siquiera haber visitado las comunidades involucradas.
Luego de lo anterior, el funcionario federal se fue y dejó al gobernador Héctor Astudillo con un problema más a su de por sí larga lista de pendientes: el golpeteo con las autodefensas.
De manera paralela, la revista Proceso reveló que desde hace tres meses, el gobernador Héctor Astudillo Flores envió una iniciativa de decreto al Congreso local con el propósito de reformar la Constitución estatal para desarmar e impedir que las guardias comunitarias sigan operando.
En la actualidad, existen al menos 13 grupos de autodefensa en Guerrero. Cada uno con necesidades, motivaciones, logística y objetivos disímbolos. Y es que el contexto de cada organización ciudadana cambia notablemente de una región a otra, lo cual obliga a cada grupo de autodefensa a ajustar sus métodos de organización, operación y protección.
Según declaraciones del gobernador, al menos 20 grupos criminales se pelean Guerrero. En la capital del estado, Chilpancingo, tres cárteles se disputan el control de la ciudad: Los Jefes, Cártel del Sur y Los Ardillos. Esta guerra por el territorio trastocó la tranquilidad campirana que privaba en la capital hasta hace al menos una década. Ahora todo es distinto. En diez años, el homicidio se incrementó 200 por ciento. Apenas el 17 de julio, la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del INEGI reveló que Chilpancingo es la tercera ciudad de México más insegura, sólo por atrás de Villahermosa y Ecatepec de Morelos. En abril, un artículo de The Economist puso a Chilpancingo entre las seis ciudades más peligrosas del mundo. El segundo sitio de este vergonzoso medallero lo ocupa Acapulco, puerto que encabeza casi todas las cifras de inseguridad en México.
Entre estas dos ciudades atestadas de narcoviolencia se ubica El Valle. Aquí es donde opera el comandante Echeverría y sus 20 hombres con armas automáticas.
—¿Por qué usan rifles automáticos? Están prohibidos.
—Ya lo sabemos. Pero enfrentar a los narcos con armas de un tiro es una tontería. Si vamos a pelear con el narco, debemos tener, al menos, el mismo armamento. Por eso andamos así. ¿Usted cree que tendríamos alguna posibilidad con rifles de un tiro?
Su lógica es entendible. No enfrentan delincuentes comunes. No desafían a rijosos de barrio. No confrontan machetes, piedras y palos. Se ponen contra un problema que, al menos en Guerrero, lleva 12 años enquistado. 12 años de ejecuciones, decapitaciones, desollamientos, desmembrados, calcinados. 12 años de zozobra, de impunidad e indolencia, que sirvieron para incubar una serie de movimientos ciudadanos cuya finalidad es bien simple: garantizar la seguridad de sus pueblos. Algo tan sencillo y a la vez, tan utópico.
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“Ya queremos desayunar”, grita uno de los más jóvenes de la tropa. Porta una gorra pajiza, unos falsos Ray-Ban de espejo y un cuerno de chivo entre sus manos.
“¿Ya tienen hambre?”, responde Echeverría, como aventando la pregunta a toda su gente.
“Ya. Ya es tarde”, afirma un hombre de gorra calada y piel morena. Porta un R-15 y chaleco antibalas oscuro. Le da una apariencia josca y temible. Más adelante sabré que él es el único del grupo que es de Carrizal. Lo sabré porque no me autoriza tomarle una foto. “Uno nunca sabe”, se justifica.
Echeverría ordena a uno que vaya por la comida al pueblo. Una bolsa con refrescos grandes ya está en la camioneta. Se las ha dado un automovilista. “La gente nos da de comer”, me presume. Eso ya lo sé, porque he visto cómo autoridades o familias de algunos pueblos se turnan para darles alimento. Es lo menos que pueden hacer con quienes los cuidan.
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—¿Por qué instalaron un retén en este punto?
—Estamos aquí a petición del comisario de Carrizal. No nos mandamos solos. Nosotros nos movemos cuando la autoridad de cada pueblo lo solicita. Ayer, por ejemplo, estuvimos en Dos Caminos, donde se llevó a cabo una elección del comisario de bienes comunales y nos pidieron que apoyáramos con la vigilancia. También cuidamos las fiestas patronales de ese poblado que acaban de pasar.
Lo que dice Echeverría lo constata el saldo blanco de las fiestas patronales de Dos Caminos. Pero también de cada celebración (religiosa o social) que se lleva a cabo en los pueblos que integran el Valle. Lo reafirma cada negocio que se mantiene abierto y sin extorsiones. Cada taxista que dejó de pagar cuota. Cada ciudadano de cierto poder adquisitivo que ya no será secuestrado. En esta región los índices delictivos (sobre todo, los homicidios) han disminuido hasta casi cero.
“Antes de desarmarnos, el gobernador debería venir a ver lo que hemos logrado. Aquí los delitos se han reducido al mínimo. Hicimos lo que ni el Ejército, ni las policías federales o municipales pudieron hacer. Digan lo que digan, los pueblos (del Valle) están en paz”, afirma Echeverría.
Entre 2012 y 2013, toda esa región fue víctima de una banda de narcotraficantes que, con toda impunidad secuestró, extorsionó y amenazó a los habitantes. Las cuotas y levantones no se hicieron esperar. Muchas familias se fueron de Guerrero, dejando casas, propiedades y negocios. Otros nunca volvieron con sus familias.
La situación se volvía desesperante. La actividad comercial y laboral se fue a pique. La vida nocturna desapareció. “Parecían pueblos fantasmas. La gente ya no salía de sus casas después de las seis de la tarde. Durante el día, íbamos a lo más básico. Hasta las escuelas suspendían clases. Había mucho miedo”, me dice Echeverría.
A comienzos de 2014, ante la incapacidad gubernamental de brindar seguridad, Dos Caminos y otras siete comunidades del valle se organizaron para enfrentar a la delincuencia organizada. El panorama cambió totalmente: los campos deportivos se llenaron de nuevo, los restaurantes se colmaron de clientes, los ríos y albercas reciben bañistas, las fiestas nocturnas han regresado.
Por su eficacia, pueblos de otros 40 municipios del estado han adoptado este modelo de vigilancia. El articulista del periódico El Sur, Jesús Mendoza Zaragoza, explica el fenómeno: “fue la incapacidad y la omisión de las autoridades lo que dio pie a la aparición de todos estos grupos de autodefensa. Por lo mismo, hay que intervenir ante esa incapacidad, que es endémica e institucional. El primer promotor de las autodefensas ha sido el gobierno mismo con sus omisiones. Ni las policías ni las fuerzas armadas han podido garantizar la seguridad y tal parece que a corto plazo no tienen condiciones para hacerlo”.
—¿Qué sigue?— le pregunto al comandante, acerca de las posibilidades de un desarme.
—Esperar.
—¿Y si llega el Ejército a desarmarlos?
—Aquí los vamos a esperar. Vamos a juntar a los pueblos. Ellos dirán si quieren que nos vayamos o si seguimos como hasta ahora. En el momento en que los pueblos lo decidan, nos vamos. Como dije antes, nosotros estamos aquí por decisión de cada asamblea. Son los pueblos los que así lo ordenan. Y si ellos deciden que es hora de irnos, nos iremos. Si no, aquí vamos a seguir. Con o sin autorización del gobierno.
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Uno de los aciertos de esta organización es la designación de sus miembros. “Es la asamblea de cada pueblo la que avala a cada voluntario”, aclara Echeverría. “Cada comunidad acredita que el voluntario sea una persona de fiar, que no ande en malos pasos”. Y el proceso no termina ahí: cada determinado tiempo, los pueblos evalúan el desempeño de sus voluntarios. “Ahorita ya vienen las asambleas para calificar a los policías. Cada pueblo determina cómo ha sido el trabajo de sus comunitarios. Si alguno hizo algo malo, si cometió una falta, se procede”, dice el comandante.
A algunos se les expulsa de la organización y regresan a su oficio. Pero si la falta es mayor, entonces procede el arresto y el posterior servicio comunitario, como todos los detenidos. “Cada detenido se va a los pueblos a barrer, de peón en obras públicas. No están encerraditos. No. Según su falta, es el tiempo que tendrá que compensar a las comunidades”.
Mas la UPOEG no es perfecta. Como toda organización humana, tiene errores. Sobre todo, cuando ha crecido tan rápido y cuando su líder, Bruno Plácido, se ha encargado de llenar de claroscuros el tema de las autodefensas.
El error más reciente y del que se ha sacado más raja política ocurrió el 9 de junio de este año, cuando miembros de la UPOEG atacaron una casa en la comunidad de Cacahuatepec (muy cerca de Acapulco). Asesinaron a siete personas, entre ellas tres niños. Plácido, en un intento de limpiar el nombre de su organización, dijo que su gente había respondido a un ataque de extorsionadores. Sin embargo, conforme pasaron los días, los hechos y testigos tumbaron su justificación. Al final, exigió no satanizar a la UPOEG y solicitó una investigación “clara, profunda e imparcial”.
No es la primera vez que la UPOEG está involucrada en una matanza. Sus constantes fricciones con una de sus escisiones, el FUSDEG, solo ha dejado muertos. Uno de ellos, y quizá de los más recordados en El Valle, es Reynol Fierro, el policía comunitario, escultor e inventor de armas, desaparecido hace casi 7 meses y cuyo tema he abordado en Vice.
—¿Sabe algo de Reynol?
Echeverría guarda silencio. Se rasca la cabeza y voltea hacia los lados, como buscando entre la maleza una respuesta. Sabe que entramos en temas escabrosos y cualquier declaración puede volverse contra uno.
—Fue el FUSDEG— suelta uno de sus hombres. —No podemos decirlo abiertamente porque no tenemos pruebas suficientes. Pero sabemos que fueron ellos.
—Y de Cacahuatepec, ¿usted qué sabe?
—Yo de eso no puedo hablar, porque mi área llega hasta Xaltianguis (como a una hora de Cacahuatepec). Ya de ahí para allá son otras personas.
A nuestras espaldas, a unos tres kilómetros de ahí, están las ruinas de Yopitzingo, una de las ciudades más importantes de la cultura yope, recién descubiertas. Los yopes jamás fueron doblegados, ni por los mexicas, ni por los españoles. Eran guerreros casi infalibles con el arco y la flecha. Eso, más el tipo de terreno en el que vivían, los convirtieron en un hueso duro de roer. Casi cinco siglos después, Echeverría y su gente, descendientes de los yopes, encabezan una resistencia contra algo que está mucho más allá de estos caminos. Una amenaza gigantesca que cimbra naciones y gobiernos. Un ejército tan numeroso que parece no tener fin. Parece una lucha suicida. Una batalla cuyo final ya lo sabemos, aunque ese final ocurra mañana o en diez años.