Salud

Miles de personas viven encerradas por causas que no tienen ninguna relación con el virus

Los confinamientos por enfermedades mentales y físicas van más allá del coronavirus.
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Salir de casa significa vivir. La vida está fuera. Es cierto que es posible trabajar en casa, estudiar en casa, entrenar en casa, charlar con los amigos desde casa. Casa es ese lugar donde habitamos, donde estamos protegidos de un mundo abrupto. El lugar donde mayoritariamente comemos y dormimos; probablemente las dos acciones más fundamentales para mantenernos vivos. Y, sin embargo, lo repito, la vida está fuera. Fuera de las cuatro paredes que nos protegen, fuera de nuestra zona de máxima seguridad y confort.

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Lo sabía antes de la llegada de la pandemia mundial que nos ha obligado a todos a quedarnos durante semanas encerrados, pero nunca me había quedado tan claro como ahora. Y hoy, en el momento en que vamos sumando fases de desescalada me pregunto, ¿qué pasa con la gente que ya vivía confinada mucho antes del covid-19? Confinada por miedo, por enfermedad, por falta de recursos sociales y económicos que le permitan salir. Y es que sí, para mucha gente la palabra confinamiento no tiene relación alguna con un virus.



Para Anaïs, casa fue el refugio donde sabía que nadie podía hacerle daño. Exponerse al mundo le provocaba pánico. No se trataba de un miedo a alguien o a algo concreto, sino un reparo horrible e incontrolable a todo lo que supusiera romper el muro que se había construido para protegerse. Sufrió agorafobia durante años y aunque ahora, a sus 31 años, está curada, las cicatrices, a veces, hacen acto de presencia. Las volvió a sentir después de mucho tiempo cuando el día 13 de marzo Pedro Sánchez anunció un estado de alarma que obligaría a toda la población a encerrarse en casa. “En aquel momento sufrí un ataque de ansiedad, no quería volver a encerrarme y deshacer todo el trabajo y esfuerzo que había hecho durante tanto tiempo para superar mis miedos”, explica ella.

Cinco años antes de la llegada de la pandemia, Anaïs pasaba largas temporadas sin salir ni ver a nadie más que a su madre. ¿Qué fue lo que hizo que se quedara encerrada en casa? El trastorno se llama agorafobia, pero la consecuencia más visible -no salir de casa- es sólo la punta de un iceberg mucho más complejo. El camino que la trajo hasta allí fue largo, una suma entre experiencias vividas y la incapacidad emocional para gestionarlas. A los 12 años le diagnosticaron depresión, los problemas que había vivido en la escuela durante sus años de infancia y el complicado proceso de divorcio de sus padres considera que fueron los motivos que la desencadenaran.

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“Al principio estaba convencida que tenía un problema físico que me dejaba sin energía y que me provocaba las náuseas que sentía cada mañana al levantarme. Tuvo que pasar un tiempo de psiquíatras y terapias para reconocer que sufría una enfermedad mental"

Desde entonces, la ansiedad apareció en su vida y aunque dependiendo del momento vital hacía más o menos acto de presencia, nunca acabó de irse del todo. El empujón que le faltaba para caer en el pozo llegó cuando cortó con su novio que la maltrataba psicológicamente. “En ese momento empecé a cortar todas mis relaciones sociales. Se trataba de no dejar entrar a nadie, de evitar como fuese que me hicieran más daño porque no podía soportarlo”. Este razonamiento era un engaño, pero tuvo que pasar un tiempo para que se diese cuenta.

Su confinamiento se basó en pasarse el día tirada en el sofá viendo series y pelis, que la ayudaban a evadirse de la realidad, y en dormir, sobre todo dormir. Tampoco tenía fuerzas para mucho más. “Al principio estaba convencida que tenía un problema físico que me dejaba sin energía y que me provocaba las náuseas que sentía cada mañana al levantarme. Tuvo que pasar un tiempo de psiquíatras y terapias para reconocer que sufría una enfermedad mental. Cuesta de aceptar porque socialmente está estigmatizado, nadie quiere ser un enfermo mental”. Por eso considera que es fundamental dar la cara y contar que se puede darle la vuelta y salir del pozo, que las terapias psiquiátricas ayudan a vivir mejor y que las personas con una enfermedad mental son personas como cualquier otra, una obviedad a recordar.

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Igual que Anaïs, a Clara también le costó mucho reconocer que no sólo estaba haciendo dieta, sino que tenía una enfermedad que se llamaba anorexia. Y a causa de eso, su confinamiento -ingreso hospitalario- lleva alargándose más de ocho meses. Su peor momento llegó en febrero, cuando estuvo ingresada dentro de una unidad de crisis, una especie de piso dentro de la clínica para enfermos en riesgo de muerte por conductas suicidas.

“Es un espacio aislado, vídeo-vigilado, donde no se permiten visitas ni salidas, todas las ventanas están cerradas y que cuando estás allí no puedes tener ninguna propiedad, ni siquiera ropa o champú. La ropa te la dan las personas que te cuidan, ropa sin cremalleras ni botones, para que no puedas cortarte. El champú tienes que pedirlo y te ponen el que necesitas en la mano, el envase puede ser el arma para acabar con tu vida”, relata esta chica que acaba de cumplir 20 años.

“Tiene que pasar mucho tiempo para darte cuenta que la enfermedad no es una aliada. Te aporta falsas promesas que hacen que creas en ella"

Durante la conversación está contenta, se siente con mucha más fuerza y confiesa que cumplir 20 años ha sido una alegría: “Si me lo llegas a preguntar hace unos meses, te habría dicho que estaba segura que me moriría antes de cumplirlos”. Pero los cumplió. Le salvaron la vida, dice. En realidad, se salvó ella misma, porque al final es uno mismo el responsable de condenarse o perdonarse. Ella decidió perdonarse después de muchos años estando en la cuerda floja, en un tipo de purgatorio entre la vida y la muerte.

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“No podría seguir como estaba. Y pensé: Clara, o te matas o apuestas a tope por la vida. Este entremedio no funciona”. Y eligió la vida al leer en aquella unidad de aislamiento una frase que decía ‘la vida es bella’. Recordó la película y la resiliencia del protagonista en una situación tan adversa. “Si ellos podían encontrar sentido a la vida en un campo de concentración, también podía hacerlo yo”, asegura.

Chica perfeccionista, buena estudiante y educada, su vida tenía que ser perfecta pero no lo era -ni la suya ni la de nadie- y así empezó a focalizar su frustración en su cuerpo y, por consiguiente, en la comida. Pero quiere que quede muy claro: la anorexia es una enfermedad mental que va mucho más allá de verse gordo o flaco. Es la forma que encuentran las personas que la sufren para canalizar sus problemas, en un mundo que pone una presión inaguantable en la imagen y el cuerpo, especialmente de las mujeres.

“Tiene que pasar mucho tiempo para darte cuenta que la enfermedad no es una aliada. Te aporta falsas promesas que hacen que creas en ella. Gracias a la anorexia conseguí captar la atención de mi padre, nunca antes me había dicho que me quería. La única cosa que buscas es la aprobación externa, quieres que te quieran, eso es todo. Pero luego te das cuenta que la enfermedad es una putada, porque te impide que puedas pensar en nada más que en eso”.

"Yo no pido una gran casa con cinco habitaciones, solamente que tenga las facilidades para que yo pueda entrar y salir"

Pasar el confinamiento dentro del hospital ha sido duro. Aún no puede salir a pasear, porque siempre que se hace en grupo, y las visitas están restringidas. El suyo ha sido un confinamiento dentro del ingreso. Si todo va bien, y va ir bien, podrá salir pronto, del confinamiento y del ingreso. Tiene 20 años y sí, la vida por delante. No es el caso de Javier, un hombre de 68 años que sufre asma crónica grave y vive sin prácticamente moverse de casa. Su situación no tiene nada que ver con problemas de salud mental, pero tampoco ve final ni fecha próxima para la desescalada de su confinamiento obligado. Su problema es que en los últimos años la enfermedad ha empeorado y cada vez le cuesta más superar la distancia que separa su quinto piso sin ascensor en Barcelona de la calle.

Se las apaña con la ayuda de los vecinos y las prestaciones que recibe de servicios sociales. Unos vecinos le sacan la basura, el supermercado del barrio le trae la compra a casa y una persona de los servicios sociales le limpia la casa cada 15 días. Tiene reconocido un 75% de incapacidad y el grado uno de dependencia y aunque asegura que hace veinte años que está en la lista de espera para que le concedan una plaza en un piso tutelado, aún no se lo han otorgado. “Escríbelo en mayúsculas si hace falta”, me pide, “clama al cielo que lleve veinte años esperando para recibir un piso público adaptado. Yo no pido una gran casa con cinco habitaciones, solamente que tenga las facilidades para que yo pueda entrar y salir y moverme con tranquilidad por casa, para entrar y salir de la ducha, por ejemplo”.

Javier no cree que haya posibilidad de instalar un ascensor en el edificio donde vive porque “los dueños no están por la labor”. Así que mientras todos esperamos que las fases de desescalada del coronavirus avancen rápido, él sigue esperando pacientemente a qué le den una plaza o en un piso tutelado o en una residencia. “Yo no pierdo la esperanza. Además, en medicina se están haciendo muchos avances importantes y puede que encuentren alguna cosa que me ayude a vivir mejor”, confiesa.

Javier, Anaïs y Clara son tres de los nombres propios entre los miles de confinamientos invisibles que había antes de la pandemia y que seguirá habiendo después de ella. Ponerles nombre e historia es importante para recordar que estar confinado va mucho más allá del estado momentánea que todos hemos vivido.