Hace años que no te escribo ni sé nada de tu vida. La última vez que nos vimos estábamos en una esquina cerca de tu casa. Tenías una camisa a cuadros y el pelo sucio. Habíamos peleado toda la noche. Nuestros ojos eran la postal de un incendio, rojos de tanto llorar. Me dijiste que habías decidido hablar con tus padres y decirles cómo te sentías. Usaste la palabra jaula, no clóset, y yo me reí. “Voy a salir de esta jaula”, dijiste. Yo te confesé que en realidad ellos ya lo sabían. En esa época me quedaba a dormir en tu casa dos o tres veces por semana y una vez tu mamá abrió la puerta de la habitación para dejarte ropa limpia, entró, nos vio y se fue sin decir nada. Era muy temprano y nosotras estábamos durmiendo en la misma cama y desnudas. Cuando escuchamos el portazo vos te desesperaste. Yo tardé semanas en entenderlo y vos me odiaste por eso. Esa mañana le pegaste una patada a un rompecabezas que habíamos empezado a armar la noche anterior. Era uno de tus cuadros favoritos: El Beso de Gustav Klimt.
Es que hay algo que no te conté, porque yo no podía enfrentar nada con mis padres, ni salir de ninguna jaula, porque no entendía qué era lo que me pasaba a mí y a mi cuerpo. Hasta que te conocí, solo había estado con varones. Y lo único que hacíamos era pelear y coger. Y yo te odiaba por haberte conocido. Por haberme hecho adicta a un cuerpo diferente. Y vos me odiabas por mil razones, una la repetías sin parar: no me querés para siempre.
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Con vos las noches eran más largas. Intercalábamos las horas entre apuntes de la facultad, canciones de Bob Dylan y cerveza. A veces nos pasaba a buscar alguna amiga tuya y recorríamos bares donde solo había chicas. Después volvíamos a tu casa de madrugada y caminábamos por las calles del sur de la ciudad, entre las fábricas de galletitas. El olor a canela nos encantaba, éramos dos borrachas persiguiéndolo hasta llegar a tu habitación y sacar un juego de mesa para quedarnos dormidas. Después de unos minutos gateábamos hasta desplomarnos sobre el colchón, sin guardar el tablero, para continuarlo otro día.
Es que hay algo que nunca te conté: me hubiese encantado que nuestras piezas encajen, aunque sea por unos años. Pero vos te obsesionaste con que mis piezas no encajaban con nada, con que no me gustaban solamente las mujeres, no me gustaban solamente los varones. Y por eso no era capaz de meter un cuadrado en un hueco circular. Y las noches eran largas. Hacíamos fuerza con el pulgar para que todo quede perfecto. Hasta romperlo.
A veces peleábamos por inutilidades. Ya no recuerdo cuáles. Aunque sí me acuerdo de algo, cómo me sentía en esos momentos. Una vez te lo mencioné: los buenos modales importan. Vos gritabas, me señalabas un error de una manera brutal y en mí solo quedaba la herida de un maltrato injusto. Ese trato, inevitablemente, era lo único que quedaba en mi memoria. Mis errores ya no valían nada.
Igual hay algo más que no te conté. Mi memoria también es injusta y seguramente seleccioné, por momentos, palabras horribles para odiarte más y no hablarte por mucho tiempo. Aunque con vos ya no lo hago. Entiendo que tu vida también fue difícil y que no sabías que a veces estos juegos se desarman antes de enmarcarlos. Me gustaría saber si finalmente hablaste con tus padres, si tenés novia y arman rompecabezas juntas.
También a veces, cada tanto, sueño con encontrarte en un lugar donde te pido permiso. Como si ser bisexual, al fin y al cabo, significara esto, pararse al margen de los espacios cerrados, esperando a que alguien te mire de reojo, y quizás así, invitarte a ser la forma que encaja dentro de los patrones de un universo concreto, con colores que lo acompañan y piezas que lo complementan.
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