Mi vida, como la de todos, es una entre tantas formas de existir y sinceramente me parece bastante tedioso defender la legitimidad de mi oficio frente a personas que, a manera de padres eternos (papá Estado prohibicionista y mamá feminismo abolicionista), nos dicen que así no se vive dignamente, que somos “víctimas” y que nos van a hacer el favor de iluminar la senda para salir de esta fosa de esclavitud patriarcal. Muy a pesar del tedio que esto me produce, me siento a escribir porque la columna Puta y putero, que publicó recientemente la actriz colombiana Margarita Rosa de Francisco en el periódico El Tiempo, ha sacado a relucir lo más paternalista (curioso, ¿no?) y frívolo del feminismo ortodoxo.
Soy Yoko Ruiz, tengo cuarenta años y desde hace veinte soy trabajadora sexual. Soy plenamente consciente de lo que hago, de mi profesión, y por eso desde la Red Comunitaria Trans en Bogotá soy activista por los derechos de las trabajadoras sexuales y las mujeres trans. Es mi responsabilidad levantar la voz —sí, tenemos agencia, Margarita—, y gritar que ya está bueno con la infantilización que hacen de nosotras, que las posturas abolicionistas sólo logran acrecentar el estigma y la persecución hacia el trabajo sexual.
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En la columna (corta de más), Margarita replica las desafortunadas ideas de la abogada Helena Hernández, adalid de las buenas costumbres sexuales y prócer del movimiento twittero romántico-gratiniano, quien ve el trabajo sexual como una práctica deplorable, como la forma de violencia de género más arraigada en nuestra sociedad, como la institución fundacional del patriarcado. Lo más grave, sin embargo, es que siguiendo a Helena confunde ramplonamente el trabajo sexual con la trata de personas. Según escribe Margarita, en la prostitución la mujer “vende su derecho sobre su integridad física y mental” y “el hombre paga por violarla”. Brutal.
Frente a este banquete de desaguisados vamos por partes, vamos por partes.
Empecemos por el tema de la trata de personas. La trata y la explotación sexual son crímenes abominables que deben ser perseguidos y juzgados; las mafias transnacionales que se dedican a esto deben ser desmanteladas. En esto estamos completamente de acuerdo: cero tolerancia a la trata de personas y la esclavitud sexual.
Desde la Red Comunitaria Trans hemos denunciado a delincuentes y también hemos acompañado a víctimas que hoy atraviesan un proceso delicado de restitución de derechos. Sin embargo, estos casos no representan la totalidad del trabajo sexual y ni siquiera una buena parte. Así que quítennos la etiqueta de esclavas, pues la situación desafortunada y dolorosa de unas no es suficiente para criminalizar y/o victimizar a todas. La mayoría de prostitutas nos dedicamos a este oficio porque queremos, porque nos gusta disfrutar sin tabúes nuestra sexualidad y porque el derecho a la autonomía implica que podemos decidir cómo ganarnos la vida (en la Sentencia T-629 la Corte Constitucional de Colombia reconoció el trabajo sexual como un trabajo digno).
Un cliente me contacta y dice lo que quiere, yo acepto o no. Cobro entre 25 mil y 200 mil pesos (entre 7 y 55 dólares) por hora, dependiendo de las especificaciones del servicio. Muchxs proponen cosas curiosas o extravagantes: desde una escucha pasiva hasta pepinos por el culo. Siempre soy YO la que decide si acepta o no; nadie me obliga a hacer algo que no quiera y, por supuesto, hay muchas cosas a las que digo que no, pues siempre procuro sentirme cómoda en el trabajo y cuidarme a mí por encima de todo.
Y los clientes, o “puteros”, como los llama Margarita, también son muy diversos. No sólo hay “violadores”, como señalan ellas, sino que también hay parejas heterosexuales, hombres derrotados, mujeres curiosas, personas en condición de discapacidad, jóvenes descubriendo el sexo, etc. ¿Qué es lo condenable en ayudar a sublimar las pulsiones sexuales de las personas? ¿Prefieren un mundo en el que la norma sea la insatisfacción? ¿Sin fantasías cumplidas? ¿El onanismo eterno? Muchos clientes sólo buscan ser escuchados, ¿son delincuentes? No puedo negar que hay casos de violencia; en esas situaciones el Estado debería hacer presencia penalizando los brotes de misoginia en vez de nuestro trabajo.
Equiparar el consumo de servicios sexuales con un acto violento como la violación es totalmente desacertado, pues el servicio sexual es más que sexo, es un intercambio psicoafectivo en el que media siempre el consentimiento. ¿Qué pasaría entonces en un servicio en el que me piden asumir la posición dominante y penetrar al cliente? ¿Sería la violada-violadora? ¿O qué pasa con los scorts contratados por otros hombres? ¿En dónde está la violencia de género acá? Por mi parte pienso que la sexualidad es mucho más rica y variada de lo que nos quieren imponer y en ella asumimos roles y jugamos a disfrutar, eso sí siempre de forma voluntaria y consentida. Así que el argumento de que los hombres pagan para violar queda desechado.
¡Dejen de decirnos cómo vivir la sexualidad! No sean entrometidas y no hablen por nosotras porque no necesitamos buenas intenciones solapadas cuando sabemos lo que en realidad piensan: que somos lumpen y que nuestra forma de vida es denigrante. Queridas, nosotras decidimos sobre nuestros cuerpos y para mí hay formas de verdad denigrantes de ganarse la vida en este país, como ser político corrupto.
Mi forma de vida es igual de válida a la de cualquiera: soy una mujer con planes para el futuro, con redes de amigas, organizada políticamente, con familia y trabajo. Un trabajo como cualquier otro, pero que aún no cuenta con las garantías de los demás a pesar del necesario servicio que prestamos y en contravía de los pronunciamientos de la Corte Constitucional. No somos menos víctimas del sistema que el resto de la masa obrera: somos obreras del placer y lo decimos con orgullo.
Esto de “obreras del placer” es una expresión de Lala Switch Alarcón, precursora del movimiento de trabajadoras sexuales en Colombia, movimiento que ustedes desconocen porque desde sus posiciones privilegiadas ignoran que desde la marginalidad haya organización política. No quieren saber que desde la marginalidad también se construye pensamiento y revolución. Un ejemplo: los disturbios de Stonewall en 1969 y el nacimiento del movimiento TLGB en el mundo ocurrieron gracias a Marsha P. Johnson, una prostituta, trans, racializada y pobre.
Margarita, replicando la ligereza del análisis de Helena Hernández, afirma: “es evidente que la prostitución es una consecuencia directa del fenómeno de la pobreza”. Aquí el clasismo brilla a más no poder. Se hacen las de la vista gorda frente a la prostitución (abundante) en las clases acomodadas: el intercambio sexual por favores siempre ha estado presente, pero sólo condenan el de las pobres para subsistir. ¿Por qué les duele tanto que saquemos lucro de lo que el patriarcado da por sentado que le pertenece a los hombres (el sexo de las mujeres)?
Yo con el trabajo sexual he podido desaprender muchas cosas que antes eran tabú para mí, me he desecho de las ideas románticas sobre el sexo como un tesoro restringido quién sabe para quién. He vivido el feminismo a flor de piel en el día a día con mis compañeras. Yo vivo mi sexualidad como me da la gana y además cobro por ello, esto no me hace delincuente.
En un país como Colombia el abolicionismo es obligar a miles de mujeres a la clandestinidad, exponiéndolas a la vulneración de sus derechos por parte de redes de explotación sexual. El prohibicionismo aumenta los prejuicios y la persecución, dándole más poder a la institución que más violenta los derechos de las trabajadoras sexuales: la policía. Porque no nos digamos mentiras: así la prohíban la prostitución no se va a acabar. Es preferible mejorar las condiciones y brindarles seguridad a las mujeres que criminalizarlas o perseguir a su única fuente de ingresos, los clientes.
Margarita, la invitación es a que repiense su cambio de posición y a que seamos empáticas en esta lucha. Yo soy seguidora suya desde hace mucho tiempo y reconozco y valoro muchísimo su talento. Lo mismo esperaría de usted hacia nuestra profesión. La gran mayoría de putas no somos víctimas, no estamos desvalidas ni desahuciadas, estamos en donde estamos porque lo hemos decidido así. Si bien es cierto que el trabajo sexual es el último recurso de muchas y que lo hacen sólo por el beneficio económico, todas deberíamos estar en la capacidad de decidir si queremos seguir en el trabajo sexual o no, así de forma voluntaria, sin imposiciones.
Con rabia organizada, Yoko Ruiz. Directora ejecutiva Red Comunitaria Trans de Bogotá.
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