Sangre, dinero y alcohol: así es una montería por dentro

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El estruendo se escucha a varios kilómetros a la redonda. Gritos, disparos, risotadas, silbidos, el incesante paso de los todoterrenos… y ladridos. Ladridos histéricos de más de medio centenar de perros hambrientos, que se dispersan monte arriba en busca de sus presas: principalmente jabalíes, pero también ciervos, liebres, zorros y casi cualquier animal que se ponga a tiro.

Es la primera gran montería del año en mi pueblo, un pequeño enclave manchego, y ésta vez los cazadores parecen especialmente ansiosos. Llevan esperando desde febrero para poder tomar el monte y hacer de él su campo de batalla particular en este tipo de modalidad de caza. Aunque la realidad es que no han parado de venir: desde octubre y hasta febrero está abierta la veda de caza mayor y menor, la llamada caza general. Y de abril al 31 de julio, la del corzo, que este año se amplió también a septiembre. Resumiendo: salvo en marzo y agosto, el lugar es un paraíso para los cazadores y un infierno para todos los demás, especialmente para los que venimos de la ciudad buscando tranquilidad.

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De entre todos los tipos de caza que se dan en este olvidado rincón de España, las monterías son, de largo, las más destructivas y salvajes. Su funcionamiento es sencillo: las rehalas (compuestas por un mínimo de 16 perros, fundamentalmente mestizos de mastín) baten el territorio denominado “mancha”: una vasta extensión de monte previamente señalizada -que no acotada- por la que van ahuyentando a los jabalíes hasta hacerlos pasar por las llamadas “armadas”, compuestas por los diferentes puestos en los que los cazadores esperan para, una vez aparecen los animales, abatirlos cómodamente. Entre los asistentes a la montería hay, además de decenas de cazadores, infinidad de menores que parecen disfrutar de un espectáculo que han mamado desde la cuna.

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Desde varias semanas antes de que se celebre la montería, todos los que osamos pasear por la zona somos avisados sistemáticamente de que no debemos estar ahí. “Estáis dejando rastros que nos despistan a los perros”, nos dijo uno de los cazadores, sin bajarse del todoterreno, quince días antes de la montería. Sí: daban ganas de rociar el monte entero con after-shave para ahuyentar a los animales, como ya han hecho en alguna ocasión vecinos de otros pueblos cercanos, hartos de aguantar las amenazas y la altanería típicas del cazador de la zona. Pero creedme: a veces es mejor no iniciar una guerra con un tipo que va armado hasta los dientes.

Entre los asistentes a la montería hay, además de decenas de cazadores, infinidad de menores que parecen disfrutar de un espectáculo que han mamado desde la cuna.

Si los días previos a una montería son duros, los posteriores son casi peores. Pasear por el monte tras una montería sirve para hacerse una perfecta idea del impacto de la batida: rastros de sangre por todas partes, amplias zonas de monte arrasadas por el paso de las comitivas -tanto motorizadas como a pie y a cuatro patas- y, sobre todo, ingentes cantidades de basura: bolsas de plástico, latas, cartuchos y restos de papel higiénico manchado de mierda, fruto de algún imprevisto apretón entre tiro y tiro.

Un negocio suculento para algunos

El problema es complejo, y va mucho más allá de las molestias ocasionadas a los paseantes. Tiene que ver con algo que importa mucho más a los humildes habitantes de estos pueblos y, en general, a todo ser humano que se precie: el dinero. “Cada participante en una montería paga una cantidad que puede ir de los 150 a los 200 euros, dependiendo del tamaño del coto”, me cuenta Gabriel. Sabe de lo que habla: él mismo ha organizado infinidad de monterías en otro pueblo de la zona. Es uno de esos cazadores razonables que acceden a hablar sobre un mundo cerrado y endogámico como pocos, y que me confirma lo que ya sospecho. Si en una montería pueden participar hasta 100 cazadores, el dinero resultante sirve para hacerse una idea de hasta qué punto éstas son un negocio suculento para algunos. Pero hay más. Además del dinero que recibe el dueño del coto, contratar cada rehala cuesta unos 240 euros. Y en una montería puede haber hasta diez de ellas. “La realidad es que en una montería se mueve muchísimo dinero, gran parte del cual se obtiene bajo cuerda”, explica Gabriel.

Más allá del dinero, está el hecho evidente de que durante una de éstas jornadas mueren decenas, centenares de animales. No sólo jabalíes o ciervos, sino cualquier otra especie salvaje que haya tenido el infortunio de pasar por allí. Muchos de los perros también fallecen o terminan malheridos, fruto de una bala perdida o de los colmillos de un jabalí acorralado tratando de defenderse de sus mordiscos. Otros, especialmente los llamados “punteros” y encargados de seguir los rastros, se pierden en el monte a muchos kilómetros del lugar de la montería, desorientados ante los miles de rastros cruzados, y acaban muriendo de hambre, frío o atropellados. Por eso es habitual comprobar que, una vez concluye la montería, sólo una parte de los perros que salieron por la mañana vuelven en sus minúsculos remolques. Poco importa: es el momento de comer y beber hasta perder el sentido, incluso aunque muchos de ellos ya lleven atizándole al morapio o el pacharán desde primera hora de la mañana.

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Los guardianes del monte

Ante esta realidad -y frente a la opinión de cada vez más ciudadanos que, como yo, ven la caza como un vestigio absurdo del pasado más relacionado con la crueldad que con la dudosa necesidad de buscar alimento- los cazadores se defienden asegurando que ellos son los verdaderos ecologistas y los que realmente cuidan el monte, dado que su actividad cinegética juega un papel esencial en el equilibrio del ecosistema y en el control de especies. Es decir: dado que hay demasiado bicho suelto, alguien los tendrá que matar a tiros o acabarán molestando a otros bichos. Se les olvida decir que si en esta zona, por ejemplo, hay sobrepoblación de corzos, es porque precisamente ellos masacraron de manera sistemática al que durante siglos fue su depredador natural: el lobo. De hecho, el abuso de la caza ha provocado que en muchos cotos de caza escaseen los animales a abatir, lo que da lugar a que los cazadores compren animales a empresas cinegéticas bajo el pretexto de repoblar el coto, cuando en realidad lo único que van a hacer con ellos es acabar con su vida a tiros.

“No hay ningún argumento de sostenibilidad medioambiental que se pueda esgrimir para defender la caza” asegura Silvia Barquero, del Partido Animalista (PACMA). “Los propios cazadores son los responsables de ese desequilibrio, puesto que durante décadas se ha considerado alimañas a los depredadores naturales: zorros, lobos, jinetas… y se los ha abatido impunemente”. Para el PACMA, existen alternativas para controlar a las poblaciones de manera no letal, con procedimientos como la esterilización, que ya se está llevando a cabo en otros países. El PACMA -que precisamente acaba de reunir las 5.000 firmas necesarias para presentarse a las próximas elecciones- denuncia asimismo el daño medioambiental que causa la caza. “El plomo de la munición queda esparcido por el campo a razón de millones de toneladas al año, contaminando acuíferos y envenenando animales. La presión del lobby de la caza ha conseguido demorar la entrada en vigor de una directiva europea para cambiar ese plomo por una munición no contaminante”, apunta Barquero.

El PACMA recuerda que el derecho al uso y disfrute del medio ambiente, ya sea para pasear, montar en bicicleta o buscar setas, está reconocido por la Constitución. Y denuncia que, más allá de los argumentos de los cazadores, matar animales “por ocio” es éticamente reprochable. “Cada año se matan millones de animales, tal y como recoge incluso la web del Ministerio de Medio Ambiente, sólo por el disfrute de unos pocos. A pesar de que cada vez existe un mayor rechazo social a la caza, se trata de una actividad muy arraigada en determinadas zonas de España, y si no se toman medidas urgentes por parte de las instituciones es complicado luchar contra ello. El lobby de los cazadores es muy poderoso y está siendo apoyado por el estado para mostrar su cara más amable. Tenemos el deber moral de combatirlo”.