Como periodista, tienes que pensarlo muy bien antes de comenzar a escribir. Te han amenazado tantas veces que el gesto violento ya te parece protocolo. Te han dicho: “Si nos boletea, la lleva; si nos chimbea, lo buscamos gonorreíta; ojo pues pirobo que es muy fácil averiguar por dónde vive; si nos mete en problemas, se gana su machetazo, mi perro, lo matamos, así de sencillo papi, lo MA-TA-MOS, o mejor: lo despedazamos”, [que es algo así como “Si nos denuncias, te carga la chingada; si nos molestas, te buscamos, cabrón…” suponemos que el resto de la amenaza es aterradoramente comprensible].
En diciembre de 2013 decidí internarme en la Comuna 4 de Soacha, Colombia, también conocida como Altos de Cazucá, uno de los sectores más peligrosos y abandonados de Soacha, y límite fronterizo de este municipio con Bogotá. Dos meses atrás, tres estudiantes de periodismo habían llegado angustiadas a mi oficina; tenían la esperanza de que algún medio de comunicación publicara una serie de testimonios que habían recogido para su tesis de grado en los cuales se revelaba el tenebroso regreso de una vieja práctica a estas colinas: la periódica ejecución de asesinatos selectivos, antecedidos por panfletos amenazantes y listas con nombres y direcciones de muchachos del sector, que eran pegados en postes de la luz o rotados de mano en mano. Muchos de quienes aparecían allí enlistados eran menores de 24 años y no habían cometido otro pecado que fumarse un porro ocasional en alguna esquina del barrio.
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Coincidencialmente, la Defensoría del Pueblo, que es la única entidad estatal que hace presencia permanente en esta comuna de barrios polvorientos, camionos de lodo, casas de aluminio y cartón, perros, gatos, niños y adolescentes embarazadas, estaba por publicar la cuarta entrega de una serie de alertas que advertían el regreso de grupos paramilitares (ultraderechistas) desmovilizados durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Según los informes de la entidad, con nombres reciclados como Bloque Capital de las Autodefensas Unidas de Colombia, Los Rastrojos, Águilas Negras o Los Urabeños, las bandas se reactivaron en 2010 y desde entonces reclutan jóvenes, amenazan con limpiezas, desplazan a antiguos moradores, extorsionan, asesinan a líderes comunitarios y culturales e imponen toques de queda, sin que la policía, la fiscalía, la alcaldía del municipio ni absolutamente nadie lo admita y, por consiguiente, haga el menor esfuerzo por prevenirlo.
Los chicos deambulan todo el día por la comuna pidiendo dinero para un bazuco (Fotos: Lorenzo Ruiz).
Para las autoridades, lo denunciado por la Defensoría es un problema de “delincuencia común”. Aseguran que no hay señas de que adentro operen bandas criminales ni mucho menos que haya regresado la limpieza social. Sin embargo, la coincidencia entre los testimonios recogidos por las universitarias y aquellos incluidos en los informes de la Defensoría me pareció alarmante. Así que le solicité al Comando del Distrito Especial de la Policía de Soacha un informe detallado de las muertes violentas ocurridas en el municipio entre enero de 2010 y diciembre de 2013.
La revisión de las cifras entregadas por la policía no dice mucho sobre el oscuro trasfondo de lo que está ocurriendo en estos barrios; sin embargo, sí revelan una realidad aterradora: a Cazucá regresó el plomo y los asesinatos llegan a picos históricos. Entre 2010 y 2013, los homicidios en la Comuna 4 aumentaron 171.8 por ciento. Mientras que para diciembre de 2010, cuatro meses antes de que se emitiera la alerta, habían sido asesinadas 32 personas en todo el año, para diciembre de 2013 la cifra anual ascendió a 87. Pareciera que cuantas más advertencias emite la Defensoría y cuanto más lo niegan las autoridades, más son los muertos que caen en Cazucá.
La mayoría son hombres (92 por ciento).
Casi la mitad está en edad escolar o universitaria (45 por ciento entre los 14 y los 25 años).
Dos de cada tres son baleados en la noche (66 por ciento).
Porque todo, o casi todo lo que no se ve, se dice, se registra ni se investiga en las favelas de Soacha, pasa de noche.
Muchos adictos al buzuco se rehabilitan, pero recaen al regresar al barrio.
A Cazucá llegué un viernes de diciembre, cuando ya atardecía. La combi destartalada que agarramos en la Autopista Sur nos condujo por una brecha encumbrada, que se le puede llamar carretera de milagro, hasta el corazón del barrio La Isla, donde el camino se ensancha y forma un claro, alrededor del cual se concentran algunos bares, dos panaderías, un minimercado, un billar y una solitaria discotecta crossover a la que sólo entran los “afro”. Días después, cuando este espacio dejó de resultar tan extraño para mí, me iría enterando de que estos locales son puntos esenciales en el mapa colectivo que dibuja la violencia de los últimos meses: la panadería en la que mataron a tiros al pelado de 16 años, la discotecta donde asesinaron a varios negros, la esquina en diagonal al billar donde le metieron tres plomazos a un jíbaro [dealer]…
La Isla es uno de los barrios estratégicos de Cazucá. Por estar casi en la cima de la colina, permite el control de los barrios de abajo, y está además atravesada por la única avenida destapada que comunica a Soacha con Ciudad Bolívar, en Bogotá. No resulta sorprendente que éste sea el lugar desde donde operan las pocas organizaciones no gubernamentales que aún quedan en la zona (incluyendo dos programas de Naciones Unidas: PNUD y ACNUR), así como las difusas estructuras criminales a las que la comunidad se refiere en términos genéricos como “los paras” (paramilitares).
Poco a poco comenzaría a comprender que a “los paras” uno nunca los ve. Muchos, en los más de 25 barrios que componen la Comuna 4 (las cifras oficiales de Soacha, que son todo menos precisas, calculan que aquí viven 70 mil personas, entre ellos 17 mil desplazados por el conflicto con las guerrillas), aseguran que recientemente las armas utilizadas en los asesinatos han cambiado, la llegada de camionetas a altas horas de la noche se ha incrementado, y de vez en cuando los “duros” [capos] de La Isla mandan llamar a los líderes de los barrios subsidiarios para tratar temas clave de la zona: quién maneja cada expendio de bazuco, quién anda de sapo [soplón] o a cuáles ladronzuelos hay que salir a limpiar.
El bazuco es de color amarillo pálido y cuando se carbura en las pipas hechizas que cargan los adictos, huele a llanta quemada. Su efecto psicotrópico no dura más de cinco minutos, pero la estela de pánico, paranoia y angustia que deja esta mezcla barata de sobrados de cocaína con gasolina y ácido sulfúrico se prolonga mucho tiempo más. Durante las jornadas de limpieza social, estos muchachos son los primeros que caen en las redadas, por lo cual no es difícil imaginar lo duro que debe ser deambular por estas calles mendigando y consumiendo a medianoche en medio del delirio, cuando cada cierto tiempo circulan listas con nombres y en el barrio aseguran que la cosa está más caliente que nunca.
En Navidad, los políticos dejan regalos y un inequívoco recuerdito pegado a la etiqueta.
Nada de lo anterior lo supe de buenas a primeras. Lo fui averiguando luego de largas conversaciones y pedas de cerveza con duros de todas las estirpes —jíbaros, traficantes de armas y votos, controladores de tienditas, galleros, paracos [paramilitar], exparacos, pandilleros, expandilleros, víctimas, estudiantes, obreros, empleadas del servicio y asesinos—, en pequeñas tiendas donde la carrilera y el vallenato estallan los parlantes de las rockolas, y las canciones de Jimmy Gutiérrez y Los Caciques del Despecho se convierten en himnos que los duros de la gallada cantan ebrios y sonrientes, a todo pulmón:
Pa’ chupar guaro soy buen gallo
Pa’ putiar soy un perrazo
Le tumbo la hembra al que sea
Me doy plomo con quien sea
Jarto whiskey o lo que sea
Y a ningún remalparido le pido para gastar.
Entonces por qué hijueputas
Una cuerda de mantecos chichipatos me critican
No se metan con mi vida
Puto, borracho, torcido
Lo que sea es problema mío
Vaya y báñensen el culo y déjenme la vida en paz.
Esa noche me senté a chupar por primera vez con Toño. Robusto, erguido, con ese acento del sur de Colombia que va escupiendo sílabas como si fueran coñazos [putazos], aceptó tomarse una cerveza (serían unas diez esa noche), luego de explicarle que había venido a Cazucá para comprobar si era cierto que las lomas habían sido tomadas por los paracos, y que en la noche la bala se encendía tan rutinariamente como la lluvia en abril.
Después de las nueve de la noche son pocos los que se atreven a salir por la Comuna 4.
Toño llegó a Cazucá hace más de quince años y a Bogotá hace tres décadas. Tuvo que salir de su pueblo y dejar la finca en la que trabajaba porque se batió a machete por una novia que tuvo en la adolescencia. Eran tres tipos contra él; los únicos tres con los que no se debía meter. A uno lo dejó tullido del brazo, a otro le rajó el estómago y al último lo dejó cojo. Al día siguiente tuvo que despedirse de ella y agarrar un camión, primero hacia Bogotá y luego a Cazucá, donde una persona como él tenía la vida garantizada, porque en la Comuna 4 sobrevive el más inteligente y el más fuerte y el menos sapo, y donde “el respeto, papi, no se exige, sino se merece”.
Durante más de una década, Toño se ha ganado el respeto de su cuadra. Con su gallada ha sabido defender el barrio cuando las pandillas, los rateros o algún combo de traficantes de droga han intentado meterse “a chimbear”. Cada vez que esto pasa, basta con “alertar a los parceros de la gallada, sacar los fierros de debajo de la cama y salir a darles bala a esos pirobos por el cerro”.
Su hoja de vida es sorprendente: fue cargador en Corabastos, la mayor central distribuidora de alimentos de Bogotá, y mientras se curtía el lomo cargando kilos y kilos de frijoles, aprendió de sus patrones el arte de traficar con armas y lavarles dólares a los narcos. Se hizo maestro de obra e invasor de terrenos, y con la misma agilidad dirige la construcción de un edificio en Bogotá que la invasión de un lote ajeno en Cazucá. Surte bazuco a un par de cárceles; a un par de honorables políticos de Soacha les ha recogido y cobrado votos. A sus amigos se lo da todo y a quienes lo traicionan, los destierra. Así, a punta de músculo y ley, la pura ley, la del barrio que castiga cuando prometes y no cumples, cuando te tuerces y sapeas, Toño se ha ganado su lugar en las pocas cuadras que componen su territorio. Tal es su liderazgo que alguna vez participó como candidato a un cargo de elección popular en el municipio y hoy quiere lanzarse como presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio.
Cada una de estas bichas [dosis de bazuco] cuesta mil pesos colombianos (el equivalente a medio dólar). Las ollas [tienditas] se suceden cuadra a cuadra.
Acabado el petaco de cerveza [una caja con treinta chevez], le pedí a Toño que me llevara a caminar por las calles de Cazucá. Eran la dos de la mañana y el frío me iba a quebrar los huesos. El hombre no tuvo problema en quitarse su abrigo, quedarse en camisa de manga corta y ponérmela a mí, sobre mi chaqueta de cuero. “Tranquilo papi —me dijo—, estamos pa’ las que sea”.
Si hay algo que debe entender quien viene por primera vez a Cazucá, es que acá no mandan la policía ni el ejército ni el alcalde. Acá mandan las Fronteras. Sin un hospital, centro de salud, colegio público u oficina municipal; sin algún teatro o centro cultural, biblioteca o parque que facilite la cohesión entre los habitantes de un municipio donde el 70 por ciento es “extranjero”, la vida en la comuna se resuelve por retazos. Si eres de Ciudadela Sucre no pasas por La Isla; si eres de El Oasis no bajas a Rincón del Lago. Mucho menos si es de noche, mucho menos si eres mujer, muchísimo menos si en el barrio vecino no tienes un compadre o paisano que pueda abogar por ti cuando te detengan en una esquina y te agarren a preguntas y luego a taguazos [golpes] por tener un rostro desconocido en comunidades que, a fuerza de estar solas, aprendieron a cuidarse como en la selva: unidas, en manada, en constante alerta por el predador externo.
Toño camina por las calles del barrio, su barrio, sonriente. A mí el miedo ya me quitó el frío. Muchos vecinos me advirtieron que me guardara, que no era hora para andar caminando por Cazucá de noche. Pero Toño insiste en que mientras esté con él, nadie nos toca, y mientras lo dice se saca su manguera y mea a chorros torrenciales sobre lo que, justamente, es el límite de su territorio. Más allá hay otro barrio. Y no. Así uno se lo pida, Toño sabe muy bien por dónde no hay que meterse. Más allá de ese enorme y vaporoso charco de orines, Cazucá es de otra gallada y de otro Toño.
Las calles están vacías y la luz de los postes parece cubrirlo todo con una película amarilla que se mezcla con la arena de los caminos. Más que silencio, a esta ahora hay ausencia de sonidos, como si la noche llegara a la comuna cargada de vacío. Lo único que deja ver que en este barrio todavía hay vivos son los perros callejeros que suben y bajan por las trochas, y uno que otro chirri. Para Toño, ésa es la forma más digna de llamar a los bazuqueros. Ni ñeros ni indigentes ni desechables; chirris, pelados menores de 21 años que a la distancia parecen sacados de The Walking Dead y que pasan por nuestro lado tambaleándose torpemente, recogidos, con la mirada baja, no sin antes pedirnos una liguita [limosna] para comprar una bicha de mil pesos.
Cazucá es una gran olla de expendio de bazuco. Y el bazuco, junto con la prostitución y la informalidad en la tenencia de la tierra, son las principales razones por las cuales la violencia se ha intensificado y normalizado en la comuna. En especial desde hace cerca de tres años, cuando Cazucá pasó de moda y buena parte de las organizaciones no gubernamentales se fueron del sector, cortando el chorro de asistencia que nunca fue planeado ni coordinado, y que en cambio acostumbró a las personas a vivir de la caridad. La retirada de las ONG dejó una estela de hambre que fue ocupada por la droga; los cazuqueños quedaron con dos opciones: o consumir bazuco o vendérselo a su vecino. Y gradualmente estos barrios se convirtieron en gigantescas ollas residenciales de expendio, cada vez más codiciadas por las bandas mafiosas que nadie ve, pero todos saben que existen.
Con Toño hacemos una parada frente a una casa con un andén corto y un poste de luz. Junto al poste de luz, una cámara instalada por la policía es el único vínculo que estos muchachos tienen con el Estado. Si acá ver a un médico, a un profesor o a un entrenador deportivo es un milagro de Dios, el chispazo filantrópico de una fundación bogotana bienintencionada o una fachada oportunista y lucrativa de algún honorable concejal de Soacha, a las patrullas de policía sólo se les ve cuando vienen a proteger a algún visitante “de afuera” o a recoger a un muerto.
De ahí que a las tres de la mañana de un viernes cualquiera los chirris no tengan otra opción que gravitar bajo esta cámara de video, instalada a siete metros de altura, y dejarse observar por su silencioso ojo electrónico. Fuera del radar de este poste de luz, a cualquiera de los más de veinte muchachos con los que nos cruzamos podría llegarle su última noche sin que quedara el menor rastro de lo ocurrido. Su cuerpo amanecería flotando en el Lago, un humedal que queda en las faldas de la montaña y que todos reconocen como el mayor botadero de muertos del sector (envueltos en bolsas, los cadáveres que son lanzados al Lago se conocen como “cocodrilos”).
El Lago, mítico botadero de muertos, define la frontera entre la lejana Ciudadela Sucre y los barrios cercanos a La Isla.
De todos los chirris, el que más me simpatizó fue Bryan. Allí estaba aquella noche, y allí mismo me lo volvería a cruzar otras veces. No tiene más de 20 años y lleva tanto tiempo metiendo bazuco que sus ojos andan siempre a media asta, como si nunca durmiera. Todas las noches sale a merodear alrededor de la cámara de vigilancia, y sólo se aleja del lugar si este gesto audaz le garantiza la liguita para comprar la bicha (dosis de bazuco) en la olla que queda en el Lago. Una vez conseguida la droga, Bryan regresa al mismo lugar y de allí no se mueve.
Así son las cosas en Cazucá: a los niños sus padres les prohíben salir de la casa después de las 7PM y durante el día el permiso se amplía, pero sólo alrededor de media cuadra; la vida de Bryan, entre tanto, se circunscribe a ese círculo de luz amarilla sobre la arena que genera la bombilla de la cual pende la cámara. En Cazucá casi todos viven encerrados entre muros, así estén al aire libre.
Cuando me le acerqué la primera vez, Bryan me pidió que me alejara. Tan consciente de sí mismo como un licántropo, me explicó que el bazuco lo pone violento, que no es dueño de sí mismo. Toño se arrodilló, le pasó una mano por los hombros y le dio su liguita. Bryan es uno de sus chirris, le ayuda con algunos mandados, y en cierta medida pertenece a un grupo que resulta funcional para los combos del barrio. No sólo son la principal clientela de las ollas, sino que por necesidad terminan haciendo todo tipo de favores. Todos.
Cuando regresó de comprarse su bicha, el muchacho estaba más tranquilo. Me contó que le gustaban las matemáticas y el inglés. Ambas materias las había estudiado en el centro de rehabilitación para habitantes de calle que el padre Javier de Nicoló fundó hace décadas cerca al Parque El Tuparro, en la Orinoquia. “Pero fue sólo regresar al barrio pa’ comenzar otra vez a consumir, ¿si pilla?”. Sí pillo. Para un drogadicto, vivir en Cazucá es permanecer en un laberinto construido con ladrillos de bazuco.
Esta noche no se escucharon tiros en Cazucá. Tampoco salieron las camionetas de vidrios oscuros a recorrer las lomas. Toño hizo todo lo posible por sacarle el cuerpo al tema de las recientes jornadas de limpieza social, las denuncias sobre Los Urabeños o el asesinato de un estudiante de colegio de La Isla, que a mediados de agosto de 2013 se había resistido a ser reclutado por un grupo armado. “Puras mierdas de pandillas”, me dijo.
Invasión reciente, una más de las actividades rutinarias en la Comuna 4.
Tuve que visitar muchas veces más la Comuna 4 para que Toño me diera una lección de cómo funcionan realmente las cosas. Semanas en las que conocí y hablé con Cazucá entera, y cuyas historias fueron quedando consignadas en mi cuaderno de notas. El soldador que un día aprendió a hacer armas hechizas y comenzó a vendérselas a las pandillas. El joven obrero con sueños de arquitecto que vio cómo los encapuchados obligaban a dos de sus amigos a abrazarse para luego partirlos a tiros. El mismo joven obrero que al conocerme en un bar, a la medianoche, me acusó de formar parte de un grupo de limpieza y me dijo que me cuidara porque otro con más agallas me encendía con el fierro sin siquiera preguntar. El jíbaro de 50 años que cuando llegaba la tomba [tira] a requisar [basculear] la olla cavaba un hueco y se cubría con tierra. El mismo jíbaro que otra noche le pagó los favores sexuales a una bazuquerita de 22 años con cuarenta bichas malcontadas, pese a que la niña andaba tan encarramañada que parecía electrocutada, con los ojos abiertos, como si el pánico le hubiera borrado los párpados. El viejo Pedro, fundador de un barrio, que sale a hacer vueltas con machete en mano porque “la cosa está caliente”. El pelado que solía jibarear y que tiene el cuerpo tatuado con tinta, bala y marcas de cuchillo, y sigue vivo, con 23 años, tres hijos, dos mujeres, la última de unos 16 años. El expandillero que quiso ingresar a la Universidad Distrital y le negaron el cupo por ser de la Comuna 4. Y don Jorge, que en una cartulina azul, doblada en cuatro partes, lleva la cuenta y los nombres de los jóvenes asesinados desde agosto del año pasado.
En algún punto, una tarde de diciembre, uno de ellos me mostró una foto en su celular. Salía vestido con uniforme de camuflaje, de cuerpo completo, sonriente. “Así me vestí la última vez que salimos a limpiar”, me dijo. El hombre, de unos 40 años, había sido miembro de las autodefensas de Ramón Isaza en el Magdalena Medio y ahora forma parte de los combos que controlan la vida en un sector de Cazucá.
Haber visto la foto me dio pie para, días después, volver a tocar el tema de la limpieza con Toño. Esta vez, bajó la voz y los hombros, y en su rostro se dibujó un dejo de picardía, como la de un niño cuando sabe que rompió la ventana del vecino con el balón.
“La cosa de la limpieza es así —me dijo—. Aquí de vez en cuando a alguien le roban algo. Póngale, un ladrón se mete y se le lleva a un compadre un televisor. Entonces nosotros llamamos a los vecinos y a la gallada, y nos ponemos a discutir. ‘Bueno pues hay que cazar a esa rata’. Nos ponemos de acuerdo en la hora y el día, siempre de noche, cuando no haya nadie, y entonces sacamos las capuchas, nos las ponemos y comenzamos a limpiar. A veces son los paracos los que nos llaman. Llegan con una lista y nos reunimos en el colegio con representantes de cada barrio a examinarla: ‘A fulanito sí se le puede matar, a este otro no’. Y luego salimos en combo. Uno de cada barrio, eso es muy importante”.
¿Hay Urabeños en Cazucá? ¿Hay Rastrojos, inteligencia de las FARC, narcos, proxenetas, prófugos, asesinos a sueldo? Están todos y ninguno, porque nadie acá entiende esta violencia que desborda lo cotidiano. Y nadie sabe, en una comuna de 17 mil desplazados, cuándo la víctima se convirtió en victimario. Entre 2012 y 2013, el volumen de desplazados en Soacha se duplicó, según registros de la Personería Municipal. Mientras que en 2012 llegaron al municipio 1,332 desplazados, la cifra ascendió a alrededor de 2,500 en 2013. Todos los días, este pueblito con cara de ciudad (es la octava en población) les tiene que hacer campo a tres familias que llegan escapando de las guerras de Colombia. Paradójicamente, el municipio autorizó la construcción de 140 mil viviendas para nuevas familias, lo que podría elevar a un millón el número de habitantes de un municipio que a duras penas les suministra agua a sus actuales habitantes.
Desde su casa, donde, pese a todo, se respira el aire puro, Toño observa todos los días esa mancha gris y ruidosa que es Soacha. Como su rancho está en zona de riesgo de derrumbe, su familia ha sido incluida en un programa de reubicación que próximamente lo trasladará a una de esas cajas de fósforos que hoy comienzan a poblar el paisaje de Soacha. Muchos acá aceptan aceptan estos apartamentos de cerca de 40 metros cuadrados, para regresar semanas después al barrio y dejar en arriendo la vivienda que les regaló el gobierno. Le pregunto a Toño qué va a hacer cuando le entreguen el suyo. “Pues, mijo, volver al barrio”, me responde, “uno acá vive muy sabroso”.
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