La Guía Michelín es una serie anual de manuales para conocer hoteles y restaurantes que, bajo diversos parámetros, son considerados por un jurado como los más destacados de una parte del mundo. A estos últimos, a los restaurantes, los califican, entre otros símbolos, con estrellas: de una a tres. El Bulli, por ejemplo, de Ferran Adrià, padre de la cocina molecular, tenía tres: una especie de premio tripartito: un Óscar a mejor película, mejor guion original y mejor director.
La Guía, cuyo nombre proviene de la compañía de llantas, era muy sencilla a mediados del siglo XX porque tenía que ver con algo tan común como manejar un carro: una estrella (en ese entonces, no ahora) implicaba que, si quedaba por el camino, uno debía parar; dos estrellas, que aguantaba un desvío considerable; tres, que era mandatorio un viaje directo al restaurante para saborear su comida.
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Asumamos entonces que para la comida de la calle en Bogotá, diseñamos nosotros una Guía Michelín (o, mejor: ¿por qué no hacemos una?) de la misma normatividad que regía en la del siglo XX. Una especie de curaduría que nos ayude con tanto plato promocionado por foodies de Instagram. Hoy lo intenté con mis compañeros de VICE, cuando les llevé cuatro bolsas a reventar de un combinado potente: chicharrón cien pies, arepa sencilla, plátano maduro, carne de cerdo de corte indescifrable, papa criolla y, en un solo caso, en una sola bolsa, chorizo tajado en gruesas rodajas.
El producto a juzgar en esta Guía callejera, por lo famoso, es el chicharrón: un corte de la panza de cerdo con cuero, carne y grasa. Una tableta aceitosa con cubos que proviene de las delicias escondidas costillar adentro de un marrano. El lugar: los chicharrones de al lado de Unilago.
El sitio me lo habían recomendado, por cierto, me dijeron que valía la pena ir allá (¿tres estrellas Michelin callejeras?). Al lado de Unilago, costado norte, bajando por la calle 77 desde la Carrera 15, hay un parque amplio en cuya esquina se paran tres quioscos idénticos: está uniformado el establecimiento con parasoles de color rojo, y uniformados están también sus empleados (dos por puesto) con camisa y pantalones blancos. Mientras caminaba entre ellos con Alejandro Osses, un fotoperiodista mucho más experimentado que yo en estos temas, nos ofrecían trozos de carne tierna desde el cuchillo mismo: “la prueba, patrón”, “la prueba, paisita”, “la prueba, vecino”.
La operación es así: cada kiosko tiene en su estructura (útil, como la que más, nada le sobra) una pipeta de gasolina que le provee calor industrial a una olla honda de aceite que hierve sin descanso. Todo va a parar a esa olla: la carne en filete, los chicharrones cien pies, las papas criollas, el plátano aplastado. Y todo eso, la carne rota por un hacha de cocina, el plátano estripado por el mismo instrumento, a $6.000 en una canasta personal. Por un poco más, si la porción aumenta.
“Siga, bien pueda, qué le sirvo”.
La amabilidad de quienes atendían, expresada siempre en palabras cándidas, se acabó cuando preguntamos si podíamos hacer una entrevista: “no”, fue la palabra. ¿Y por qué no? Las respuestas, al principio indeterminadas, dieron como resultado dos realidades: el patrón no dejaba a uno (los carritos son independientes a pesar de que están pegados y parecen el mismo negocio) y el otro no daba, desde hace mucho, declaraciones a la prensa. Se mamó, supongo, de estas notas ligeras de recomendados.
El tercero, que nos dio entre dientes una respuesta afirmativa, se llama José Cubillos, viene de Piedras, Tolima, lleva 20 años en el negocio, trabaja de 10:30 de la mañana, cuando abre, a 6:30 de la noche, cuando cierra y mete en la freidora 30 libras de carne y 30 de chicharrón al día. Me dijo que la hora del almuerzo es el fuerte. Quiero aclarar: una canasta de esas es un almuerzo, a pesar de que a esa hora, 4:30 de la tarde, los clientes lo comieran como onces.
Alejandro insistía y yo comía, acompañando el chicharrón con ligeras gotas de limón que le daban otro tono. El chicharrón era así: carnudo, grasoso, salado, blandito. Las primeras tres, para mí —que no soy nadie en esto—, excelentes características para describir un chicharrón hecho y derecho. La última, no tanto. Antes de que pudiera intuir que así era la receta, que siempre eran blanditos los chicharrones que venden al lado de Unilago, un comensal exigente (todos parecían conocidos, sin embargo, a algunos incluso los atendían por el nombre) demandó uno más crocante. “¿Más crocante? En seguida”, le dijo el del carrito del centro.
Un alivio.
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Los chicharrones no paraban: de sacarse de su contenedor, de hervirse en el aceite, de salir escurriendo para ponerse en el mostrador por un minuto de secado, de cortarse en tiras de a tres con el hacha, de recibir un rocío generoso de sal por encima, de ponerse en una canasta. En una buena tarde (esta era una) la confección del plato, “el emplatado”, como lo llaman en las escuelas de gastronomía, no se demora más de dos minutos.
Comida rápida.
Alejandro insistía: “me dicen ellos que hay uno sobre la 15, al otro lado de Unilago, vamos”. Fuimos. Lo mismo: la sombrilla de ancho brazo, los dos empleados uniformados de blanco, la pipeta de gasolina como fuente de energía, los plátanos con cáscara, crudos, asomados por la parte baja del carrito. Y lo mismo, también, como respuesta a la indagación periodística: gran amabilidad cuando creyeron que éramos clientes, una negativa rotunda al saber que teníamos intenciones adicionales a solamente pedir y comer. ¿Por qué? Pues porque el patrón me dijo que…
Pero había algo distinto en este, aparte de estar solo, abandonado por sus hermanos al lado de un avenida: el chorizo, pleno, rojo, dándole un color distinto al amarillo uniforme de las demás cosas. Y que daba más importancia en los términos de la costumbre (mi costumbre) a la existencia de una rodaja fresca de limón.
¿Que si estaba bueno, me preguntan? Pues claro que estaba bueno: no en vano la clientela no da respiro en ninguno de los cuatro kioskos. Una vez llevadas las bolsas a la oficina de VICE, la gente devoró los chicharrones y sus acompañantes como si fueran buitres que caen a la tierra ante el avistamiento de un animal muerto. Al final recogí las bolsas: todas vacías, apenas una arepa mordida.
Procesada y digerida la panza del cerdo en los estómagos y cerebros de mis colegas, expliqué de qué se trataba la antigua Guía Michelín, advirtiendo que, como para la mayoría de los restaurantes del mundo, la calificación que ellos dieran a los chicharrones podría ser de cero estrellas. Pero las hubo. Sumados y promediados los números, me dieron como resultado un 1.5. Y eso es bueno.
Eso, en el mundo de la alta gastronomía, con jurados tan experimentados en cocina italiana como lo son mis compañeros de oficina en chicharrón de calle, sería, bajo los antiguos parámetros, algo así: si uno va por la Carrera 15 de Bogotá, si uno fue a comprar cosas a Unilago, incluso si uno está en la zona un poco más lejos, vale la pena desviarse un poco, pedir, no preguntar por publicaciones de prensa, e irse.
Más fotos de Alejandro.