Bienvenidos a nuestra columna Cocina paisa. Un espacio dedicado a los mexicanos luchones que llevan nuestra gastronomía a todos los rincones y, gracias a ésta, construyen puentes entre México y otros sitios del mundo; vínculos profundos con el sazón azteca bajo el brazo.
La cocina es un arte, como la literatura, la pintura o la fotografía. El proceso creativo de quienes trabajan en este oficio puede suceder de distintas maneras: algunos desarrollan estilos nucleares —de adentro hacia afuera— como Enrique Olvera; y otros son como Santiago Lastra, un chef mexicano trotamundos, quien se ha dedicado a explorar las formas de hacer comida mexicana en distintos países.
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Santiago salió de México en condición de inmigrante ilegal hace seis años. Partió a España y ahí comenzó su aventura como chef viajero, o mejor dicho: aventurero. Su estilo de cocina se construye y se destruye en cada ciudad que visita, en cada restaurante, en cada sesión de cocina que lleva a cabo.
Conocí a Santiago por esa maravilla a la que llaman “casualidad”. Estaba buscando un restaurante para celebrar mi cumpleaños en Taipéi, Taiwán, quería uno que se pareciera a mi amado Máximo Bistrot Local, de Eduardo García en México. Encontré a MUME en Instagram, un restaurante contemporáneo en el que, en ese entonces, trabajaba Santiago como chef residente. No dudé en escribirle. Tenía ganas de coincidir con otro mexicano en Asia, quien además comparte conmigo la pasión por la comida —él como creador, yo como glotón y cronista—. No tuve respuesta. Mi comentario pasó a ser uno más de los mensajes que habitan el limbo cibernético y pensé: ‘Ese pinche chef mamoncillo’. Aún así me pareció interesante su trabajo de fusionar gastronomía mexicana con ingredientes locales.
Después de meses llegó la respuesta y entonces empezamos una relación epistolar, por correo y por Skype. Encontré un amigo y descubrí a un gran cocinero que ha mantenido la voluntad y el amor suficiente por México como para emigrar y llevar algo de su gastronomía al otro lado del mundo.
Santiago nació en la Ciudad de México, y creció en Cuernavaca Morelos. Encontró el amor por la cocina a los 15 años, en un restaurante italiano en la ciudad de los cerros verdes donde corría Zapata (Cuernavaca). Ahí trabajó 2 años y cuando cumplió 18 se mudó a la Ciudad de México para trabajar con Josefina Santacruz en el extinto restaurante Pámpano (lo considera su primer “trabajo de verdad”). Después conoció al chef Juantxo Sánchez, quien le ayudó a encontrar un empleo en España. Ahí, ahorró para pagarse la universidad culinaria en México.
Después de pasar tres años en el Instituto de Arte Culinario Coronado, volvió a emigrar para explorar las cocinas de los restaurantes que estaban dando de qué hablar en el mundo. Ya no volvió a México.
El mayor reto para un cocinero mexicano en el extranjero son los ingredientes, pues a veces es imposible conseguir los productos necesarios para hacer lo más cercano a la cocina tricolor. Por eso decidió elegir sus batallas, no desgastarse consiguiendo productos auténticos, y viajar sólo con conceptos que adapta a la producción local. Por ejemplo: en Portugal hizo un ceviche de caballa; en Suecia cocinó un tamal de chocolate y puerro, en Rusia hizo los buñuelos de feria con espino amarillo —baya de Escandinavia— en vez de guayaba; y en Taiwán creó su favorito: Flavors Of Guacamole, o guacamole de pistache (que gracias a las notas verdes, grasas y sabor un poco dulce, actúa como un aguacate muy concentrado), cerveza, ajo rostizado, y chochoyotes de centeno nixtamalizado. Éste es el único plato que repite, para demostrar que los conceptos pueden viajar sin productos. Lo ha hecho en 6 países, con leves variaciones.
Santiago ha luchado contra la cocina Tex-Mex, que ha engañado a muchos países haciéndose pasar por gastronomía mexicana cuando en realidad no lo es (es Texana-Mexicana). “La mayoría de gente en el mundo sigue creyendo que la cocina mexicana son burritos, nachos, fajitas y guacamole mal hecho”, me cuenta. “Ha sido un gran reto derribar ese muro de propaganda de burritos supreme que confunde a las cabecitas de mucha gente que no conoce la gastronomía mexicana”.
Santiago viaja buscando oportunidades para hacer estancias en distintos restaurantes. En cada lugar desarrolla un menú propio inventado de acuerdo a los ingredientes que encuentra en los mercados locales.
A veces esta estrategia falla, y después de explorar los mercados, pensar platillos y combinar ingredientes, se da cuenta de que su creación “sabe a la puritita chingada”. Así que lo vuelve a intentar. Y otra vez. Así hasta que sale algo bueno.
Santiago ha vivido en siete países distintos en un año y medio. Suena divertido (y lo es), pero eso significa dormir en sofás o, de plano, en el piso sobre camas improvisadas, pasar hambre, estar cansado todo el tiempo, lidiar con el síndrome del Jamaicón y escapar de la deportación.
Sin papeles es casi imposible encontrar trabajo, así que hace stages, programas de prácticas no pagadas para cocineros jóvenes que quieren aprender el oficio en los mejores restaurantes del mundo. Así sobrevive: trabaja a cambio de hospedaje (aunque no siempre lo consigue) y comida (que nunca es suficiente), sin ganar dinero. “En los peores momentos, cuando no tengo dinero para comer, mi mejor estrategia es dormir”, me cuenta, “porque si estoy despierto me da hambre”.
Su experiencia más difícil fue cuando vivió en Copenhague. Tenía €50 euros, que no alcanzan para nada en uno de los países más caros del mundo, pero no tenía ningún acuerdo de trabajo ni casa. Consiguió una habitación en un sótano cerca del aeropuerto y todos los días se presentaba a distintos restaurantes rezando porque lo contrataran a pesar de que hablaba mal inglés y nada de danés. Después de 36 horas de no probar bocado, lo contrataron y entonces pudo comer un pedazo de pan viejo y un tartar que sobró de la comida del servicio. “Es el mejor puto pan que me he comido”, dice. “Hasta se me salieron las lágrimas. Lo bueno de trabajar en un restaurante es que la comida nunca falta”.
A estas dificultades se le suma el idioma, por supuesto. ¿Cómo explicas qué es un aguacate en Moscú? “Dibujando círculos en el aire”. ¿Y un tamarindo? “Imposible”.
Sin embargo, el mayor reto ha sido superar la nostalgia. Trabajar en Navidad y en Año Nuevo mientras todos festejan con vodka en la nieve de Rusia, pensando en su familia a la que no ve en más de cinco años. Eso lo ataca en el pecho, ahí la melancolía hace estragos profundos. Las redes sociales lo mantienen en contacto con su gente, pero entre la diferencia horaria y la distancia física, la comunicación no fluye. Ya no sabe si sus amigos siguen siendo sus amigos. Claro que tiene ganas de regresar, de cocinarle a su hermano y a su madre, pero este no es el momento. La cocina, por ahora, es lo primero. Trabaja jornadas de no menos de 14 horas al día, y a veces el amor por el oficio lo mantiene hasta 16 o 18 horas en la cocina.
Al ver las fotos de Santiago en Instagram uno puede captar la esencia transmundista de sus platillos y de su vida. Se ven muchos momentos divertidos; pero vivir como cocinero inmigrante no es fácil (aunque no se note en las imágenes publicadas). “Pero así se construyen puentes”, me dice Santiago. Ha podido mostrar cómo la cocina mexicana es una de las más ricas del mundo, y también ha absorbido mucha cultura desconocida. Así, Santiago ha encontrado la forma perfecta de conocer el mundo y conectarlo con su querido México.
RECETA: Enchiladas de pato