¿Qué vino primero, la ansiedad y la depresión o los problemas con la comida? La verdad, no lo sé. Desde que tengo memoria, mi depresión y ansiedad siempre han ido de la mano de mis problemas alimentarios, y ambos se han turnado en llevar el mando.
A los 14 años, en unas vacaciones familiares en la playa, no sabía que lo que tenía era depresión. Mi adolescencia fue una mierda y empeoró cuando me vi rodeada de adolescentes guapas, con sus cuerpecitos en bikini que parecían de una especie diferente a la mía y a mis huesos grandes. Quería quitarme carne de todas partes: pantorrillas, muslos y barriga. Pero sobre todo quería quitarme a mí misma de mí.
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En los últimos años de mi adolescencia, hice dietas extremas para intentar paliar mi ansiedad. ¿Qué mejor lugar para plasmar los miedos más abstractos que en la matemática tangible de contar calorías?
Decidí que merecía pasar hambre, pero una hora después, me sorprendí comiendo un sándwich enorme de jamón, pavo, queso brie y mantequilla. No recordaba en qué momento había preparado y empezado a comer el sándwich, como si hubiera sufrido un episodio de amnesia temporal. Lo único que sabía era que mientras lo comía, me ausenté de mi horrible cuerpo y entré en un estado de euforia.
Pero cuando se acabó el sándwich, volví a la realidad, y la realidad significaba que la comida que me había hecho feliz ahora me llevaba a un estado de autodesprecio. Sentía que me estaba disolviendo, desintegrando; que no era nada. Y, a diferencia del estado elevado en que me encontraba cuando comía el sándwich, aquella forma de desaparecer me avergonzaba.
Cuando las calorías me empezaron a contar a mí, ya no estaba a dieta: era anoréxica
Durante años usé la comida para controlar la depresión. Me refugiaba en regímenes a base de burritos, dulces, bagels con queso fundido, pollo, pizza, sándwiches con mayonesa, brownies y galletas de chocolate. Pero ahora la vergüenza del consumo eclipsaba al placer paliativo. Empecé a ver la comida como la causa de mis males, y no como la cura. Por tanto, limitar la ingesta de comida pareció la forma más efectiva de controlar esos sentimientos.
En los últimos años de mi adolescencia, hice dietas extremas para intentar paliar mi ansiedad. ¿Qué mejor lugar para plasmar los miedos más abstractos que en la matemática tangible de contar calorías? Era una resta gradual en la que reducía calorías cada semana. Desarrollé comportamientos extraños como robar comida y lanzar lonchas de pavo por la ventana del coche cuando estas superaban la cantidad que tenía asignada. Cuando las calorías me empezaron a contar a mí, ya no estaba a dieta: era anoréxica.
Me “curé” de la anorexia y la ansiedad con alcohol y hierba
Los años siguientes, estuve entre restricciones y maratones de comida. Me “curé” de la anorexia y la ansiedad con alcohol y hierba. Una de las primeras veces que de verdad me emborraché, terminé comiendo en un buffet de tortitas a las doce de la noche, diciéndole a todo el mundo que yo era Jim Morrison. Frecuentemente iba a las máquinas expendedoras de la universidad. Después me podían encontrar tumbada en los pasillos con bolsas vacías de Cheetos, Doritos o Milky Way. ¡Me sentía muy libre! Luego terminé con mi pareja, caí en una depresión y el acto de comer se convirtió en algo más profundo y oscuro. Me perdí en un abismo de queso artificial, bolsas de gominolas, chocolate y laxantes. Hubo gente que me preguntaba si estaba embarazada. Tenía que hacer algo.
Así que “recuperé” mi peso y me “curé” de la depresión con mucho MDMA, así como con speed que conseguía en forma de pastillas de dietética. Me veía como un pibonazo, pero tenía una adicción.
Cuando me rehabilité hace 11 años, mis hábitos alimentarios parecieron equilibrarse durante una temporada. Pero las viejas costumbres son difíciles de romper, por lo que hoy me encuentro ––en 2016–– teniendo nuevamente restricciones de comida. Puede que mi alimentación sea desordenada, pero no tengo un trastorno alimentario (aunque las personas cercanas a mí podrían estar en desacuerdo). Sí, sigo comiendo muy mal pero no soy anoréxica. Tengo el periodo. Ya no me dejo crecer pelo en los brazos para mantenerme caliente.
No suelo arrepentirme de mi alimentación desordenada. No me está matando y no es algo sobre lo que nadie tenga que opinar. Mis extraños rituales de comida ––el bote de helado dietético mezclado con 5 sobres de Splenda todas las noches–– son míos. Nadie puede tocarlos. En épocas de depresión, me han dado algo dulce para reconfortarme al final del día. Cuando estaba al borde de un ataque de ansiedad, la comida me ponía de nuevo los pies en la tierra y me hacía sentir segura. Como escribí en el ensayo “Quiero ser una persona completa pero muy delgada“, la alimentación desordenada parece funcionar en mi caso; o tal vez, todavía no me ha causado suficiente daño como para querer dejarla.
Pero últimamente siento que la forma en la que he vivido durante años ––hiperconsciente e hipervigilante de todo lo que me meto en la boca–– ya no sirve para mitigar mi depresión y ansiedad. De hecho, la aumenta. He notado que cuando restrinjo el consumo o pospongo las comidas, mi nivel de azúcar baja y me prepara para un ataque de pánico. Seguramente no me sentiría así de aletargada ––un síntoma de mi depresión–– si estuviera mejor alimentada. Es como si mis mecanismos de defensa hubieran entrado en conflicto con los estados que una vez me ayudaron.
Yo misma soy la causa de mi propio sufrimiento. Y estoy sufriendo por la comida más de lo que debiera
Hace poco iba paseando por Big Sur, por el camino estrecho del Highway 1. Decidí caminar por el arcén, en vez de subir a las montañas, porque quería cronometrarme en un trayecto en plano. Quería saber que había caminado 87 minutos exactos, la cantidad de tiempo restante en mi rutina de ejercicio semanal para sentir que no había subido de peso. La caminata fue peligrosa, pero emocionalmente me sentí más segura.
La naturaleza se manifestaba a cada paso en la autopista: enormes acantilados color esmeralda, el océano turquesa al fondo, las amapolas californianas amarillas, los pinos, todos moviéndose en sincronía perfecta. Me sentía fundida con la naturaleza. Pero también sentía como si tuviera el pecho constreñido por un arnés de cuero.
“¿Por qué siempre tengo problemas para respirar?” me dije en voz alta. “¿Es por comer mal?”.
El viento se detuvo un instante. Las montañas se callaron. Si era el espíritu de la naturaleza, él sabía que yo sabía la respuesta: yo misma soy la causa de mi propio sufrimiento. Y estoy sufriendo por la comida más de lo que debiera.
No sé cuál va a ser mi siguiente movimiento. ¿Cuánto sufrimiento hace falta para decir basta?, ¿Voy a seguir sin hacer nada para remediarlo? Quisiera tener más fuerza de voluntad. Quisiera poder decir, por todos los que sufren sus propios trastornos alimentarios, que he encontrado la solución definitiva. La pregunta de cómo se debe vivir no es fácil. Con frecuencia las respuestas a las que llegamos son contradictorias, o nos aferramos a aquello que nos perjudica, porque tememos dejarlo ir. Tal vez mañana haga las paces con la comida, con mi cuerpo y con el mismísimo espíritu de la naturaleza. Pero por ahora sigo intentándolo.