Este artículo fue publicado por VICE Argentina
Mientras Antony Santos se acomoda el sombrero y posa para la foto que lo inmortalizará, la corriente humana que inunda las calles del rumbo sigue su curso. Antony, sonriente, moreno, parece acostumbrado al bullicio. Quien nunca haya puesto un pie en Constitución podría pensar que la gente aquí no pasa sino late o, mejor, que este barrio es casi una fiebre de contrastes. Todo cabe, todo va. No se parece a ningún otro lugar de la ciudad pero es su corazón. Según cifras oficiales, un millón de personas pasan por aquí todos los días.
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Quien venga a Constitución con la idea del Buenos Aires “ciudad europea de América Latina” debe saber que aquí muere el estereotipo del porteño. La sangre que baja de los trenes es tan diversa como el mosaico de colectividades que bullen en un barrio donde, según el último censo (realizado en 2010), viven 45,000 personas. Así que mezclate, encimate, correte, y también ten cuidado con el semáforo al salir de la terminal.
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Dijimos pasar. Pero pasar por Constitución, pasar de verdad, es comprar cigarrillos, comida, agua o esquivar a los que venden cigarrillos, comida y agua; acercarle un billete a algún pibe descalzo, probarse gafas en los espejitos de los senegaleses, escuchar a coro el “¡Hola papi!” en cada esquina, ir o venir del laburo y, a veces, entrar a El Funkete, donde Antony Santos, héroe dominicano de la bachata, recibe a los parroquianos con esa sonrisa que ni siquiera la nostalgia que siente por estar lejos de su isla natal ha logrado borrar.
El Funkete
El Funkete abrió sus puertas hace dos años en un localcito de Pavón al 1100. Es, como muchos otros restaurantes de la zona, un lugar de encuentro para la colectividad dominicana que con el correr del tiempo se ha instalado en los alrededores de la estación. La cocina dominicana se ha hecho fuerte en el barrio y las gigantografías que funden la bandera isleña con la argentina no solo forman parte de la identidad barrial de Constitución sino que representan la riqueza de una composición gastronómica impulsada por la migración, muy alejada de la idea de “fusión” que la industria de la alimentación ha querido imponer.
El plato insignia de la República Dominicana es para que te calles y te lo comas. Si podés. Nada de porciones famélicas a lo Palermo Millenial: acá hay cantidad, sabor y los cuatro tiempos del menú se sirven a la vez mientras la cumbia de fondo ruge a todo volumen porque patria sí, colonia no, hermanos.
El Funkete es fiel a sus raíces y sigue a rajatabla la Santísima Trinidad de las Antillas: platazo de arroz blanco, fuente abundante de pollo frito acompañada de un caldo tan espeso como un agujero negro, y un cuenco de porotos en sopa de cilantro. Para acompañar, como cuarto plato, una ensalada que puede ser verde —lechuga, tomate, cebolla, morrón— o rusa. Rusa a lo dominicano, hay que aclarar.
Si la comida fuerte es lo tuyo, el almuerzo nacional dominicano juega perfecto e incluso alcanza para compartir. ¿Tu abuela se crio en el norte del país o en las provincias cordilleranas? Entonces la mezcla de especias y ese caldito denso van a ser tan familiares como la siesta posterior.
Luz llegó a Buenos Aires hace un par de años y desde entonces trabaja en El Funkete. Cuando recuerda su antigua vida se le escapa una sonrisa. Piensa en la isla y, por asociación, piensa en el mar. En República Dominicana, Luz pasaba muchas horas mirando las olas. Hoy es testigo de otra marea: la de los cientos de miles que pasan cada día por el barrio donde encontró su segunda casa. “Extraño muchas cosas, pero sobre todo la libertad”, cuenta. “Allá puedes vender tu comida en la calle o sacar la música para hacer una fiesta. Igual aquí nos juntamos y siempre hacemos alguna fiesta grande con nuestros compatriotas. Nos vinimos de Dominicana porque la cosa estaba muy dura allí para trabajar, pero la extrañamos siempre”. En la cocina ha encontrado un remedio para sobrellevar el mal de tierra. Cuando le pregunto por los platos típicos vuelve a sonreír : “El pollo frito, el arroz, las habichuelas (porotos) y el plátano. El plátano frito es algo que nos encanta. ¡El Mengú! Puré de plátano. Aquí lo servimos con jamón y acompañado de cebolla y huevos fritos. Delicioso”.
La Herradura
A primera impresión, la idea del café discepoliano podría parecer un anacronismo: pertenece a esa Buenos Aires imaginaria que sólo esperan encontrar los turistas. Hoy los niños quieren escuchar trap. Sin embargo todavía existen lugares en Buenos Aires que despiertan esa nostalgia porteña del café de siempre. A metros de la estación y desde hace 60 años, La Herradura se mantiene como uno de los últimos clásicos de la ciudad. Su eterna y única mesa en forma de U es un símbolo de resistencia ante los embates de la gentrificación.
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Con precios bajísimos y porciones abundantes, La Herradura es uno de esos contados lugares donde se mantiene la tradición de ponerle nombre propio a la experiencia. Así, sus comensales almuerzan “en lo de Hugo”, un hombre….. quien luego de 40 años de servicio es capaz de adivinar el pedido de cualquier persona que asome por el local.
Hay un TV al fondo y, en parte, La Herradura gira a su alrededor. La disposición de la U —se ve bien desde cualquier posición— lo convierte en un lugar ideal para ver fútbol o boxeo con los conocidos del bar mientras se disfruta de las clásicas minutas porteñas. ¿El Sabor del Encuentro? Algo así, sí. Pero atentos: salvo alguna rara excepción, los habituales de La Herradura son hombres. Como dijimos, algunas tradiciones de la Buenos Aires antigua se mantienen.
Redonda y dorada moneda de los dioses del colesterol, la tortilla de La Herradura te hace cantar al himno y pensar “qué fácil es ser feliz a veces, ¿no?”. Sale enseguida y es bastante pedida por los habitués: si no te gusta la cebolla, mejor optar por los generosos cuartos de pollo con papas. Si te gusta la cebolla, el chorizo colorado y no hay enfermedades cardíacas en árbol genealógico, la tortilla de La Herradura es un plato que no hay que dejar pasar. Va con el más fino o barato vino de la casa, con gaseosa y hasta con Manaos. Lo mejor es su precio: menos de lo que cuesta un taxi de Constitución al obelisco.
El Lucero
Y para quien pase por el barrio más de paso de Buenos Aires, El Lucero es un obligado local para pedir, pagar y seguir. Aunque si hay ganas de ver la locura veraniega de la Comuna 1 de la Ciudad, también se puede tomar asiento en alguna de las mesas de la vereda. Sin sombrilla, pero bajo la sombra de un árbol. Ponete un tema en la rockola modelo 80 y miralos-miranos: en cinco minutos pasará un muestrario de todas los tonos de piel desde el estrecho de Bering para abajo. Del blanco sajón al mulato caribeño: acá el sol nos hace transpirar a todos por igual. De fondo, la agudeza neogótica de la Iglesia del Inmaculado Corazón de María. Parece un televisor de tubo en una vidriera, el proyecto de una capital blanca con campanas de misa al amanecer. Comenzó a construirse a principios del siglo 20, casi a la par de la primera línea de subterráneos de América Latina y con la idea de parecerse un poco a París pero en criollo. Está dotada un órgano de metal de 2,000 tubos, aunque esta tarde en El Lucero suenan Los Mirlos y se come sanguche de churrasco con vino tinto.
Es verdad. Argentina tiene la mejor carne del mundo. No importa si estás en un local de mala muerte sin nombre visible ni toldo. Te pedís un sándwich de churrasco a punto y la materia prima, muy probablemente, sea hermosa. El Lucero no falla. Porción generosa de un plato que en barrios “bien” cuesta el doble (sin contar el monto del cubierto), el churrasco de acá se puede compartir tranquilamente y bajo este sol y la cumbia a todo volumen, casi te olvidas de cuidar tu mochila todo el tiempo.
Aquí nadie come guiso de República
Paradoja nacional, los republicanos que bautizaron como Constitución al hito urbano del sur porteño nunca imaginaron que con el tiempo se convertiría en emblema del condado sin ley. Acá manda la calle y, tautología argentina, la calle es la calle. ¿Lo qué? Filoso como las puntas de su Iglesia, llamar Constitución a este barrio es como llamar Soledad a la Ciudad de México: los únicos papeles aquí te los van a dar los nenes que entran a los locales a pedir. “Con la democracia se come”, dijo el expresidente Alfonsín una vez. “No era para tanto”, dijo el Fondo Monetario Internacional poco después, pero hoy, en los alrededores de la estación nadie espera llenarse con guiso de otra república que no sea la dominicana.