Confesiones de un comercial puerta a puerta

Mi compañero y yo estamos en un parque. Un lugar bonito, en una ciudad que no es la nuestra. Hacemos el gilipollas de todas las maneras posibles. Reproducimos sonidos de todo tipo de animales, hacemos burdas imitaciones sobre las formas de hablar y los defectos físicos de nuestros jefes y nos partimos de risa.

Desviamos la conversación hacia los temas más normales: drogas, sexo y videojuegos. Comentamos las condiciones laborales de una empresa de la competencia y las comparamos con las nuestras. Lo cierto es que no vivimos tan mal. Quizás la competencia ofrezca un sueldo mejor a cambio de menos trabajo. Pero de momento nos quedamos aquí, siempre y cuando podamos aguantar.

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Porque éste oficio es un poco como Juego De Tronos, y en el escaso mes que llevo en esta empresa he visto ya a varios amigos y compañeros perder la cabeza bajo las espadas. Las traiciones también están a la orden del día y a menudo es difícil deliberar en quien puedes confiar.

El trabajo es duro, muchos se retiran en menos de una semana, pero algunos tenemos sueños (y cada uno verá hasta donde quiere luchar por los suyos), y otros, bocas que alimentar.

Una puerta ajena, mi campo de batalla diario

En mi caso pertenezco al primer grupo. Soy otro de esos jóvenes chavales criados en una España que se ha propuesto destrozar la cultura a toda costa, que busca labrarse una carrera en el mundo artístico. Como actor para ser exactos. Y para lograrlo he tenido que mudarme a Madrid, ese lugar donde abundan las oportunidades y los carroñeros que harían lo que fuera por una de ellas.

Cómo también soy uno de esos buitres, trabajo en un sector que aunque la gente ve desde fuera con mucha reticencia, te recompensa con suficientemente si lo haces bien y nunca te dejará sin trabajo. ¿Soy gigoló? No hombre no. Soy comercial a puerta fría. Tan fría como la gota de sudor que recorre tu espalda cuando te imaginas trabajando de esto. Porque aunque no se suda tanto como los albañiles que curran bajo el sol de agosto, no es poca cosa recorrerse varias calles hablando con más de cincuenta desconocidos a los que hay que ofrecerle un producto que o bien no quieren o bien no necesitan vestido de traje.

Algunos nos admiran y se preguntan cómo tenemos la fortaleza para recibir tantas negativas diarias y no caernos ante las constantes hostias emocionales que inevitablemente te da el rechazo —pues no olvidemos que somos seres sociales y queremos ser escuchados y comprendidos.

Por otro lado están los que nos llaman “los pesados”. Nos hablan como si estuvieran por encima de nosotros. Somos ciudadanos de segunda y deberían descerrajarnos un tiro en la sien por atrevernos a pasar el umbral del portal e invadir su territorio. Y nos cierran la puerta en la cara. Y nos gritan. La mano se tensa preparándose para cerrar el puño y hundirle la cara a ese cabrón, pero esbozamos una sonrisa falsa y nos llevamos la frustración a casa.

Te agobias porque no vendes, y no vendes porque te agobias. Sin buen rollo no hay venta posible, así que a fin de cuentas lo haces por y para el trabajo

Hubo una ocasión en la que un tío de unos cuarenta años ataviado con una camiseta llena de lamparones, producto evidente de haber dormido con ella durante días, se me puso chulo porque llamé a su puerta y le tutee sin conocerle de nada. Tras una pequeña charla rápida sobre respeto y educación, demuestró la suya cerrando de un portazo sin dejarme acabar de explicarle que tenemos prohibido el “usted”, pues —siempre según los que mandan— es un trato que no hace más que poner barreras entre comercial y cliente.

O la ocasión en la que un señor de lo más normal, con un trato amable, que había contestado pacientemente a cada pregunta del sondeo inicial (‘¿Tienes internet en casa?’, ‘¿Con qué compañía lo tienes?’, etc.) hasta que le dije para quien trabajo. Entonces su respiración comenzó a agitarse y su expresión, en la que hasta entonces reinaba la calma digna de un maestro zen, viró a la de un perro de presa, mientras me preguntaba a gritos que cómo tenía las gónadas necesarias para ir a su casa después de la que le habíamos liado. Aunque tuvo el detalle de dejarme explicarme — yo no sabía con quien había tratado antes y que había acordado— continúa con su retahíla de improperios, declarando que somos todos unos sinvergüenzas estafadores y que deberíamos estar en la cárcel. Y puso la guinda al pastel manifestando su “ligero descontento” con el hecho de que nuestra empresa haya sido recientemente comprada por un grupo inglés, porque claro, “ahora ya no sois ni europeos”.

También está el que se quejaba de que el precio era demasiado bajo. Él pensaba que era una promoción, y al preguntarme por el precio final y decirle que era ese mismo, me despachó alegando que era demasiado barato. Y bueno, supongo que será de los que piensan que lo barato sale caro.

Hoy no hacemos nada, pero tenemos nuestros motivos. Por un lado, en nuestra ciudad es festivo. Por eso nos han trasladado al pueblo vecino, para no darnos el día. Por otro, ambos tenemos enchufes en otras empresas que estarán encantadas de acogernos con los brazos abiertos cuando nuestros malos resultados acaben por suponer nuestro despido. Porque no vamos a dimitir, eso está claro, cuantos más días aguantemos, más pasta.

Así que mientras espero a que el dueño de una de esas empresas de la competencia me haga esa llamada que me ha prometido y me saque de ésta empresa de telecomunicaciones como Moisés sacó a los judíos de Egipto, cobro y cotizo por un trabajo a media jornada pagado a sueldo de jornada completa, con largas y abundantes paradas para jugar al billar, tomar algo, o —en el caso de los afortunados que trabajan cerca de casa— ir a echar una siesta.

Pero no os penséis que somos unos vagos, no. O al menos no siempre. El agotamiento físico y mental hace mella en nosotros, e intentar dar más de lo que se puede se paga caro.

En una delgada línea entre los amables y los gilipollas, se encuentran los que muestran interés y te piden el número de teléfono para quedar y firmar el contrato

Normalmente cuando llega el jueves apenas puedo picar la mitad de puertas que al comienzo de la semana, producto de un intenso dolor de pies y espalda. Pasan días sin vender y te agobias, y eso se lo transmites al cliente. Te agobias porque no vendes, y no vendes porque te agobias. Sin buen rollo no hay venta posible, así que a fin de cuentas lo haces por y para el trabajo.

Pero hablemos de lo importante en éste trabajo. Las personas. Porque como me decían cuando comenzaba en éste mundillo, captando socios para una ONG en lacalle (y aquello sí que era jodido de cojones), no existe la gente, existen las personas. Y nunca sabes lo que te puedes encontrar tras cada puerta.

Desde verdaderos imbéciles que piensan que los comerciales somos máquinas de vender sin sentimiento alguno, hasta personas majísimas que ya tienen el producto, o no les interesa, pero te transmiten buena energía, y te pasas un buen rato hablando con ellas, sea del tema que sea, para ir a por el siguiente con tu mejor sonrisa y, dicho sea de paso, tratar de venderle algo.

Luego, en una delgada línea entre los amables y los gilipollas, se encuentran los que muestran interés y te piden el número de teléfono para quedar y firmar el contrato. Pero nunca llaman. Se quedan con tus tarjetas, y prometen llamarte al día siguiente, cuando lo hayan hablado con su mujer/madre/perro, pero el móvil sigue tan silencioso como siempre, animado sólo por el grupo de Whatsapp de la empresa donde compañeros que parece que fueron tocados por el dedo del dios de los negocios informan de las ventas que hacen, levantando admiración y envidia al mismo tiempo.

Si estás tan aburguesado como para creer que picar puertas y ser un vulgar comercial es poco para ti, no lo cojas. Si tienes problemas de timidez y crees que no eres capaz de desempeñarlo, entonces tienes razón, no eres capaz

Hace poco, un cliente, de primeras muy interesado y muy atento, me llama diciendo que he dejado una tarjeta en casa de su madre y que quiere contratar nuestros servicios. Tras preguntar todas las dudas que tenía y convencerse aún más de que lo quiere a cada respuesta, me da su nombre completo y DNI para que llame a la empresa con la que tiene contratados los servicios que yo le voy a poner, haciéndome pasar por él para preguntar por la permanencia que le queda y la penalización por la baja. Es un procedimiento habitual, lo hacemos así para evitar que la otra compañía le haga una contraoferta. Lo compruebo, y en menos de diez minutos le llamo para confirmarle que no tiene ningún tipo de permanencia. Bien. Casi le puedo sentir al otro lado del teléfono dando saltos de alegría. Esta venta estaba hecha.

Pero, en ese momento no podía quedar, tenía que salir, así que quedamos en que me llamaría al día siguiente para rellenar el contrato. Cabe decir que el día en cuestión en que quedábamos era un sábado, y yo los fines de semana descanso, pero accedí a quedar con él en el momento que pudiese, fastidiándome cualquier plan que hubiera hecho.

Llegó el sábado y no recibí ninguna señal de este sujeto. Las cuatro de la tarde, hora límite que me dio para llamarme, aunque fuera para una negativa. Decido tomar la iniciativa de llamarle yo. Tras cinco o seis llamadas sin lograr localizarle, le mando un Whatsapp preguntándole que al final en qué se queda la cosa. Nada. Ni siquiera le llega. Comienzo a temer que me ha bloqueado. Y tras toda la tarde pendiente del móvil, cacharro del que en términos generales paso bastante, recibo un mensaje mientras estoy cenando, sobre las diez de la noche. Es él. Que al final lo ponen con otra compañía, que lo siente mucho.

Entonces, ¿es un trabajo recomendable? Depende. Si estás tan aburguesado como para creer que picar puertas y ser un vulgar comercial es poco para ti, no lo cojas. Si tienes problemas de timidez y crees que no eres capaz de desempeñarlo, entonces tienes razón, no eres capaz. Si, sin embargo, aspiras a las eternas posibilidades que ofrece éste sector, te creces ante las adversidades, y tienes la fuerza y la constancia para sondear las dificultades que se te van a poner por delante, éste es tu sitio. Mi consejo es, que uno mismo no debe ser el que se ponga trabas, pues el camino está lleno de ellas.

Yo personalmente soy bastante tímido y asocial, y en mi primer trabajo como comercial lo pasé realmente mal. Pero cada día que pasa te sientes más cómodo, y vas derribando poco a poco todas las barreras que tú mismo has levantado. Luego van surgiendo barreras nuevas, cierto es, pero precisamente en eso consiste éste trabajo, en ser versátil y encontrar una solución a cada situación.

No obstante, hagas lo que hagas, te pido por favor que nos trates con respeto y educación. Y sobre todo que escuches, que apenas te va a llevar unos minutos y puedes perderte ofertas realmente buenas por carecer de dicha capacidad.

En cuanto a mí, cuando leas éste artículo, es posible que ya esté trabajando para otra compañía, o siendo parte de la empresa más grande de éste país, pues ésta es una suerte de Gran Hermano y estamos todos nominados.