Comida

Cómo escoger la música de un restaurante

Creo que un taco de chicharrón verde se disfruta mejor escuchando canciones rancheras, como Las Perlitas del Mariachi Vargas de Tecatitlán. También me gusta tomarme unas aguas frescas, directo del vitrolero, mientras escucho tocar una marimba chiapaneca. En casa, para cocinar, prefiero la música antigüita: ya sean boleros o croonersPiel Canela de Edye Gorme y el Trio Los Panchos o Diamonds Are A Girl’s Best Friend de Julie London me encantan—. Y para el desayuno, creo que va muy bien el folk (para desayunar en la casa de Valle de Bravo, goé) o música indie optimista, onda Feist si despierto con mi significant other, o unas cumbias y bossa nova si voy a comer algo más especiado. Las cumbias, como Colegiala de Los Ilusionistas también quedan bien si me toca limpiar la casa mientras preparo el desayuno.

Siempre me fijo en la música de los espacios. Desde la música de elevador, que aún me tocó escuchar en los tardíos ’70s (en los edificios viejos que aún conservan la moda continental de la mitad del siglo XX), hasta la música programada en las tiendas de ropa y en los restaurantes.

Videos by VICE

Siempre tengo la oreja parada, y ahora, el Shazam a la mano.

La sinestesia (la convergencia de los sentidos en el cerebro), ha estado presente en mí desde que recuerdo. Siempre me he fijado en los momentos que combinan el oído con el gusto. Recuerdo desde el olor de los frijoles al vapor en la cocina de mi casa con No Tengo Dinero, de Juan Gabriel, sonando desde el AM en la radio de transitores de la cocinera, hasta algo más estereotípico: comer pizza en Nueva York (en el barrio de Nolita) mientras sonaba Rosemary Clooney con Botch-A-Me —por cierto, este es un match perfecto: entre la comida italiana y una atmósfera que remite a los clichés de la presencia italiana en la Gran Manzana—.

Pienso que el objeto de la música en los restaurantes es también el de contrarrestar los silencios incómodos, a la par de ocultar sonidos de poca etiqueta, como el de los cubiertos en los platos, o los incómodos ruidajos que ocurren al tragar —o al digerir—.

Me fascina la definición del pianista del Impresionismo Erik Satie a inicios del siglo XX, denominada como “Furniture Music” o “Musique D’Ameublement”, que después retomaría Brian Eno con la idea de la música ambient en su pieza Music for Airports. Creo, como ellos, que la música debe llenar un espacio y afectarlo como un tinte. Debe estar lo suficientemente presente como para afectar positivamente el estado de ánimo del público, sin interrumpir sus conversaciones. El objeto de la música en los restaurantes es también el de contrarrestar los silencios incómodos, a la par de ocultar sonidos de poca etiqueta, como el de los cubiertos en los platos, o los incómodos ruidajos que ocurren al tragar —o al digerir—.

Colecciono música de distintos géneros y mi labor profesional siempre ha tenido que ver con recomendar música: desde que vendía mixtapes en la universidad y atendía el Mixup de la Zona Rosa, hasta mi trabajo en la radio (desde Radioactivo 98.5, pasando por Imagen 90.5 y ahora en Ibero 90.9) y cuando escribo sobre música.

Un día pensé: ¿qué mejor que desempolvar y poner a jugar en un restaurante esa música archivada? Prefiero pensar que un comensal la redescubrirá y la gozará —no está chido que esté añejándose en mi laptop—.

Así que comencé a hacer playlists para restaurantes en México.

barracuda1

Barracuda Diner.

La primera persona en invitarme fue Gaby Cámara, para renovar la música de sus restaurantes, Contramar y Barracuda Diner, en la Ciudad de México, por allá del 2008.

En Contramar les puse una mezcla de sones jarochos, música cubana y mambos vintage. Un lugar como éste pide a gritos ser musicalizado con música caliente. Me fascina la idea de las marisquerías en el DF decoradas con vestigios marítimos: redes de pescar, pescados disecados y sobre todo, murales con atardeceres playeros. Y el Contramar es el mejor ejemplo para eso. Entonces en la parte musical me pareció obligado poner sones de Veracruz, cumbias acapulqueñas, música cubana (el Buena Vista Social Club se convirtió en lengua franca para todo lo que fuera tropical y antiguo) y mambos —quizá estos no son tan playeros, pero remiten al México de antaño, antes de que llegaran todos los terrores y las decadencias contemporáneas—. Es música que remite a la bonanza. Y uno quiere comer en esa idea de la cornucopia.

Hacer la música para Barracuda fue muy divertido, ya que tienen una onda de diner hamburguesero situado en algún lugar entre los ’50s y los ’60s. ¡Es el Sueño Americano! Un diner, una hamburguesa doble con queso y la música que transporta a todas esas imágenes hollywoodenses de jóvenes rebeldes comiendo mientras planean a dónde saldrán a fiestear. La banda sonora, evidentemente, fue puro rocanrol en inglés y en español. Lo obvio sería poner a Santo & Johnny con Sleepwalk para recrear ese ambiente de malteadas de fresa y enamorados. Pero el Barracuda tiene una onda más bad ass, entonces queda bien con algo más de chamarra de cuero y motocicletas: Green Onions de Booker T. & The MG’s.

mercadoroma1

Mercado Roma en la Ciudad de México.

A partir de esas experiencias, he realizado la supervisión musical para distintos restaurantes, cada una acorde a la personalidad del lugar. Azul Condesa y Azul Histórico, por ejemplo, son restaurantes de comida mexicana tradicional, así que lo lógico era hacer una lista musical con clásicos latinos de antaño. En el Mercado Roma, que es una mezcla de mercado tradicional con comida gourmet, la música es esa que sonaría en un mercado de barrio por la mañana con amenidades hipster por la tarde. La de Quintonil, el restaurante de Jorge Vallejo, es música mexicana delicadamente elegida a mano; mientras que para La Surtidora hay más desenfado con norteñas, bandas y cumbias.

¡Nadie quiere comer su espagueti mientras Slash se retuerce contra las cuerdas, o su mole poblano mientras Tito Puente asesina sus timbales!

Hacer playlists para restaurantes no es fácil. Lo que hago primero es seguir al instinto de la primera impresión que me da el lugar. Luego me fijo en el estilo de vida que representa y en las intenciones de los dueños, sumado a sus filias y fobias musicales. Y, sobretodo, me pregunto cómo la música se va a combinar con el espacio, con la decoración, con el menú y cómo afectará el ánimo en general que el restaurante desea proyectar.

La música de un restaurante debe ser amena, un poquito nostálgica para que provoque conversaciones y genere química entre los comensales, y original (un restaurante que busca platillos, decoración y experiencias únicas, también debe hacerlo en la parte musical). El tempo debe ir con lo que busque el dueño, de acuerdo a la hora del día y los flujos de público: nunca demasiado lenta (para que la gente no se duerma), y, dependiendo de la hora, puede aumentar el beat (para vender alcohol en las sobremesas o en la noche). Hay que evitar los solos de algún instrumento: ¡nadie quiere comer su espagueti mientras Slash se retuerce contra las cuerdas, o su mole poblano mientras Tito Puente asesina sus timbales! Hay que moderarse.

Lo peor que puede hacer un restaurante es abandonar su playlist a lo más mainstream y a los clásicos. ¡Por favor! Sálvenos de los eternos ’70s y los ’80s mancillados en el subconsciente colectivo por Universal Estéreo! Aunque, no sé si son peores los restaurantes que ponen la tele con un canal de música en Sky, VH1 o Bandamax. Y, para los que agarran cualquier playlist de Deezer, Rdio, Grooveshark, Google Play o Spotify, déjenme decirles: así como hay un chef que selecciona sus ingredientes a mano, así debe ser con la música, hay que evitar lo genérico y a granel. ¡Ah! También dejen ya de programar discos chillout de Café del Mar, Hotel Costes y Buddha Bar, ¡los dosmiles están out! Y, por lo que más quieran, restauranteros: no dejen al primo del socio, ese que “sabe de música”, llene el iPod del negocio. El resultado será tener a David Guetta con 140 bpm’s en un restaurante de luces tenues y comida lenta.

Veo este trabajo como una forma de compartir y recomendar la música que tanto me gusta. Además, ¡los restauranteros son muy buenos clientes! Y la mayoría de veces pagan una parte de mis servicios en especie; así que acabo comiendo sin pagar mientras escucho los playlists que hice. Algo narcisista, porque me siento a comer con mi propia selección musical, pero lo disfruto tanto como un chef goza comer lo que él cocinó.

– – – Como fue contado a Issa Plancarte.