Foto de Florence Earle
Vang Vieng es un pueblo de 25.000 habitantes enclavado en las junglas del noroeste de Laos, a orillas del río Nam Song. Es un lugar de cuevas, lagunas y frondosas colinas, un paisaje que hasta no hace mucho me hacía creer que Laos, el país natal de mi madre, estaba en su mayor parte libre de zafios conceptos occidentales como “fiestorro”.
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Desde comienzos de los 2000, sin embargo, el bucólico pueblo se ha convertido en punto de destino de mochileros europeos borrachos de viaje por el sudeste asiático. Actualmente Vang Vieng está casi a la cabeza de la lista de destinos turísticos en Laos. Esto ha dado un muy necesario impulso a la industria del turismo del país, pero en el proceso el lugar se ha transformado a sí mismo para adecuarse a los forasteros.
La calle principal del pueblo, por ejemplo, está llena de bares pasando reposiciones de Friends y Padre de familia. Los bares ofrecen cócteles de whisky y taurina servidos en cubos de playa. No cuesta encontrar opio, setas mágicas, metanfetamina y otras sustancias que podrían llevarte de cabeza a una cárcel laosiana. También hay un puñado de clubs clandestinos controlados por gangs vietnamitas. Curiosamente, cuando mi hermana Florence fue de visita a Vang Vieng por primera vez en 2005, a su regreso me contó que no había un solo policía a la vista. “A cualquier hora”, me dijo, “los turistas pueden comprar drogas duras con total libertad, aunque se recomiendo evitar la cocaína y la heroina”. En los restaurantes se vende cannabis y opio por 80.000 kip el gramo (unos 8 euros), además de comidas orientadas a los turistas como pasta y tortitas, “aunque los laosianos no saben cocinarlas”.
Estoy convencida de que en el lugar hay gente a la que le molesta estar constantemente rodeada de jóvenes borrachos y drogados, flotando río abajo en barcas hinchables, pero la mayoría de los residentes no se queja y ve el flujo de mochileros como una oportunidad de ganar dinero. Algunos alquilan flotadores (80 céntimos de euro por dos horas), por lo general pidiendo a los turistas que firmen un documento exonerándolos en caso de heridos graves o muerte. Y las muertes ocurren. En 2011 se constataron 27 personas fallecidas a resultas de ahogamiento o golpes contra las rocas, y según las estimaciones de un médico publicadas en The Guardian, cada día llegan al hospital del pueblo entre cinco y diez turistas, la mayoría por cortes profundos, huesos rotos o trastornos causados por la bebida y las drogas.
En 2012, el Vientiane Times, el principal periódico en lengua inglesa de Laos, informó de la instauración de un toque de queda y de la clausura generalizada de bares ilegales a consecuencia de varios graves accidentes y quejas de la población local. Esto no es ninguna sorpresa, ya que el del turismo occidental es un tema sensible en Laos, durante años una colonia francesa. Durante su infancia en Luang Prabang en los años 50, mi madre no se encontró jamás con un turista. “En esos tiempos todo el mundo se conocía entre sí”, me dijo. “Salvo unos cuantos funcionarios y diplomáticos, nadie salía del país”.
Las Naciones Unidas han pedido a las autoridades que protejan puntos de interés histórica y cultural en Laos, pero de estos hay muy pocos en Vang Vieng, que parece haberse convertido permanentemente en una fosa séptica turística. El problema, como el pueblo está averiguando, es que una vez has empezado a atraer a los turistas, a veces cuesta mucho tener paz y tranquilidad de tanto en cuando.
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