Podrán decir que soy un cascarrabias pero no soy fanático de las banderas ondeantes, mucho menos si se trata de la bandera inglesa. Cuando le das pan y circo a un proletariado mal informado, éste sonríe, saluda y aguanta lo que sea. Yo no. Soy más consciente. Después de cruzar el Canal de la Mancha para evitar las celebraciones por el Jubileo de Diamante de la reina Isabel, comencé a planear algo similar para la llegada de las Olimpiadas a mi ciudad.
Después de tomar el tren de regreso a casa una noche lluviosa de martes, después del Jubileo, me encontré a un espécimen solitario y empapado bajo la lluvia en la calle de San Pancras. Estaba envuelto de pies a cabeza en la bandera de San Jorge, su rostro pintado como payaso; aquella figura espectral lloraba alcoholizada, las lágrimas le corrían la pintura de payaso, y mientras lo veía no pude evitar pensar: “Pobre idiota”. Era la epítome de todo lo que odio de estas terribles celebraciones patrocinadas por el estado. Fue entonces cuando decidí que huiría de Londres, de mi departamento en Hackney, de toda esa cultura corporativa, de todos esos llantos y lamentos, y de la Stasi del Comité Olímpico que obliga a los pequeños negocios a quitar sus promocionales olímpicos. Me escondería en la espléndida Ville-Lumière hasta que todo acabara. Igual, no es como si fuéramos a ganar algo.
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A París, en caso de que lo hayas olvidado, le fue negada la oportunidad de patrocinar los Juegos, algo que en su momento parecía algo seguro. ¿Qué mejor lugar para alejarse de todo eso que un lugar en el que siguen bastante resentidos con el evento? Mientras camino por la Rue Vieille du Temple o el Boulevard de Sébastopol, a través de Pigalle y la Place de Clichy del lado izquierdo, es difícil imaginar que el evento deportivo más grande del mundo se está llevando a cabo del otro lado del agua. Cuando veo las noticias en algo como France 24, la cobertura del evento es casi nula y se limita a breves resúmenes informativos; los franceses están más interesados en cosas aburridas como la escalada de la crisis en Siria.
Los momentos deportivos más dramáticos en París este verano.
Pero después sucedió algo extraño, algo para lo que no estaba preparado. Por pura curiosidad, decidí sintonizar la ceremonia de inauguración a través de una página de internet, con la pura intención de quejarme. Y me maldigo ahora por haberlo hecho; el evento fue brillante. Estos últimos años siempre tuve la impresión de que sólo éramos conocidos por nuestros dientes chuecos, nuestras perversiones sexuales y por fallar penales, pero de repente, en Twitter y en Facebook, se volvió una necesidad hablar de lo brillantes que éramos. Y al parecer la gente decía estas cosas en serio. Pero esto fue sólo la ceremonia de inauguración, pensé, los juegos serán una mierda, los malditos patrocinadores todavía… Qué equivocado estaba.
Londres estaba de fiesta. El orgullo colectivo iba a la alza y ya nadie se quejaba. Empecé a escuchar rumores de que la gente estaba platicando en los camiones. Extraños, no sólo los enfermos mentales. Primero Bradley Wiggins, después ese pelirrojo, después Mo Farah, el musulmán somalí nacionalizado inglés. ¡De pie, Sir Mo!
El fantasma de 1996 cuando Steve Redgrave y Matthew Pinsent ganaron el único oro, quedó en el olvido, y todos le daban las gracias a John Major por destinar miles de millones para que la gente pudiera correr por ahí y demás. ¡Qué tipo! ¿Y quién podría olvidar a Jessica Ennis (excepto yo, que nunca la había visto)? Es la nueva princesa del pueblo, y ni siquiera sabe cantar. Y para cerrar con broche de oro, Andy Murray gana en el maldito tenis. ¿Qué rayos está pasando, Gran Bretaña? ¿Qué es todo esto? ¿Y por qué no estoy ahí? Hasta ese maldito payaso triste debe estar celebrando y cogiendo por toda la ciudad.
Mientras tanto yo camino por los pintorescos canales, viendo a todos esos jóvenes tan elegantes tomar vino y comer queso y pasarla bien sin emborracharse. Extraño las calles de Londres, donde todo mundo actúa como si hubiera vuelto la locura por la ginebra, emborrachándose como un gran equipo en busca del oro alcohólico. Mientras admiro la grandeza de los edificios barrocos y el esplendor del Buttes Chaumont bajo el sol, desearía estar apretado en Hyde Park pagando una cantidad obscena por una Coca-cola para escuchar bandas que no han vendido un solo disco en 15 años, rodeado de una horda de gremlins encabronados. Y cuando una chica increíblemente hermosa me atiende en una panadería, y me dice coquetamente: “C’est tout?” Lo único en lo que pienso es en un sándwich de Greggs en la calle Bethnal Green. Es un infierno. Un infierno.
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