Bienvenidos de nuevo a nuestra columna Instrucciones para comer en México, donde hablamos de los rincones que ofrecen comida de añoranza. No importa si están bajo una lona de plástico o en el corazón de Polanco presumiendo estrellas Michelin. Nuestra guía principal será la nostalgia, la propia y la ajena. Estará sazonada además con mucho antojo porque ya lo dijo el Quijote: a buen hambre no hay pan duro. En esta entrega presentamos una de las más viejas y queridas neverías en la Ciudad de México.
Por más que el niño abre los ojos, no alcanzan a ver el tamaño de las bolas de helado que le acaban de servir. Su labios se mueven confundidos, quisieran esbozar una sonrisa, pero la sorpresa les gana. Cae la mandíbula, aprieta los labios, traga saliva. Extiende los dedos de las manos como si fuera a recibir el Santo Grial y atrapa con delicadeza el cucurucho de galleta en el que descansan sus ilusiones más exóticas, que alcanzan para pedir una bola sabor plátano y la otra de galleta Oreo.
Videos by VICE
Mario Cuéllar sonríe, siempre sonríe. Está de buen humor y sirve helados, los mismos que prepara temprano por la mañana. Está consciente de que su trabajo más importante es el de repartidor de alegría. Acompaña cada cono o cada vaso de esa masa fría y dulce, con un gesto cómplice. Poco importa si el cliente es una niña o una hombre mayor, intuye los sabores que le pueden gustar: no recomienda, siembra la idea. “¿Ya probó el de mezcal?”, dice cual cantinero a los varones. “Señorita, le va a encantar el de chocolate amargo”. “¿Te sirvo uno de panditas con menta?”,dice al tiempo que señala el bote con el helado verde, y el blanco con mosaico de colores.
Cuando compramos helado todos somos niños.
El negocio lo empezó su papá, don Pedro Cuéllar, un exalfarero que vendía en el viejo mercado de Tacubaya. ¿De dónde le nació cambiar el barro y el horno por la fruta y hielo? Nadie lo sabe. La versión oficial dice que un día se agarró haciendo nieves y helados. Pero la parte creativa, la del artesano que renunció, se negó a quedarse en un recuerdo y sin más, en unos cuantos años, Pedro Cuéllar había creado más de 100 sabores. Una herencia que su hijo Mario supo acrecentar y le sumó casi 25 sabores extra al testamento gastronómico que heredará su hijo Pedro.
El primero de los Cuéllar heladeros encontró un local enfrente del mercado de Becerra. Era el año de 1957 y se instaló en la que fuera la casa de Doña María Ituarte. En ese sitio duraron 27 años, luego se mudó un poco más arriba, ahí permanecieron 22 años y finalmente Mario consiguió el actual local de la calle de Héroes, siempre en Tacubaya. Barrio famoso por sus puños, que dio al boxeo nacional grandes campeones que algunas veces fueron por su nieves a Mi Juanita, llamada así por la Virgen de San Juan de los Lagos.
Boxeadores como el cubano Mantequilla Nápoles, quien al inicio de la pelea donde demolió al entonces campeón Curtis Cokes, pidió que se entonara el himno mexicano. Vicente Saldívar boxeador explosivo quien destronó al famoso Ultiminio Ramos. Claro que no podía faltar Lupe Pintor, a quien la muerte convirtiera en el verdugo de Johny Owen, el 19 de septiembre de 1980 en los Ángeles. Don Mario también le sirvió helado a Amalia Mendoza, La Tariacuri y a Fanni Kauffman, La Vitola. Pero sin importar quién sea usted, en la nevería Mi Juanita lo harán sentir importante. Aunque si va en domingo, como todos los demás tendrá que hacer fila.
Sobre esa misma calle existe otra nevería, más grande, con el mismo nombre, pero ellos son otra historia. Ahora se trata de hablar de los Cuellar. Don Mario creció en aquel local de Becerra —que hoy es un hotel—, incluso los vecinos recuerdan cuando de niños jugaban juntos. Entonces pienso que ese tino para saber lo le gusta a cada quien es un acto de prestidigitación, que Mario Cuellar lo que tiene es una memoria prodigiosa y recuerda a cada uno de sus clientes, como ellos se acuerdan de él. Pero de tanto en tanto llega alguien de lejos que nunca antes ha puesto pie aquí y Cuellar le extiende una cucharita con nieve o helado, de prueba. Entonces el nuevo cliente abre los ojos, relame la cuchara, pide otro par de pruebas, se muestra indeciso, ansioso: los adultos deben tomar decisiones y el comensal no sabe que hacer. En ese momento, Mario con una sonrisa bienhechora siembra la idea: qué tal guanábana y crema de limón. El cliente rumea un poco, hace suyas esas palabras y las repite convencido. Cuando ve acercarse el cono abre los ojos, extiende las manos y los dedos. Paga y se va saboreando sus más dulces recuerdos infantiles.
Sigue a David en Twitter: @LaBanquetera.